El viaje / Fernando Osuna Rojas

para Alba

Cumplí con evadir las instrucciones del guía de turistas. Caminé cuatro cuadras hacia mi derecha y seis a lo que en otro momento hubiera sido mi izquierda. En el trayecto abrí el sobre dubitativamente y reflexioné sobre la conveniencia de invertir la instrucción: cambiar de dirección. Decidí que lo mejor sería caminar seis y cuatro cuadras en la dirección contraria. Finalmente esta duda tan extraña no cambió mi decisión, pero la alejó por completo del marco de certeza dentro del cual se había gestado. De esa manera, bajo ese estado tan insensato de cuestionamientos, arribé a la plaza que durante tanto tiempo había imaginado.

San Juan esquina con Judas fue la coordenada inevitable. De ese momento tengo recuerdos imborrables: el pez trazado en la acera, el libertinaje de los niños jugando a ser adultos, el perro nadando en el pasto, esa belleza sonriendo, los conejos de humo, la ambigüedad de la llamada hora cero. Me es imposible calcular el grosor y el efecto de esas imágenes. Desde siempre, las cosas llegan a mi mente, se estacionan y se descomponen: pierden movimiento.

Es pertinente comentar que en esa descomposición y en esa pérdida dio comienzo mi viaje. Después de sentarme en la primera banca disponible, y que daba justo hacia un danzón dominical, recapitulé la acumulación de descomposturas de los últimos tiempos: eran todas del mismo color. Mi viaje dio inicio en un pueblo perdido en la serranía, bajo una lluvia cubierta de relámpagos. Al escampar, salí a la calle aún sin pavimento a navegar los barcos que mi madre construía con papeles inservibles para otras cosas. La electricidad se fugó y el sol evaporó el agua, produciendo un calor incesante. La noche llegó de repente, mas no el refresco de los ventiladores. La oscuridad se hizo más fuerte, más insensible. Así, decidí tomar una bolsa, de ésas que espantan a las moscas cuando tienen agua, y me dirigí al arbusto de las luciérnagas. Tomé un racimo de ellas y las acumulé en aquel manto de plástico. Me dirigí a casa de mis abuelos y me interné en el molino de maíz, todavía repleto de voces, de señalamientos y direcciones.

En mi mano tenía una esfera, con millones de puntos generando luz; aminoré el efecto y adentré la bolsa en la enorme pila de agua, presta para hervir y cocer el alimento de familias enteras. Al mezclar el agua con esa luz incesante, inició el periplo en forma de catarata en ascenso que llenó el pueblo de luz, de un sol viciado por los excesos de la imaginación.

De repente, los techos de las casas, sus aceras y sus ventanas, se vieron invadidos por el aleteo de las luciérnagas, por el quejoso clamor de quien no acepta cumplir un papel para el cual no fue programado. La opacidad de estos seres me obligó a sentarme en la escalera, con un gran sentimiento de culpa e inmerso en un diálogo entre no sé quiénes:

—Señores, no hemos crecido entre ustedes, no queremos existir.
—¿En dónde es que existen?
—En la conciencia y en el vuelo firme que se refleja incluso en estas sombras.
—Desaparecer es ilógico cuando consideran a los demás.
—Consideramos la tragedia de las cosas, los libertinajes de las emociones y un poco de sangre en la conciencia para seguir existiendo.
—Se contradicen.
—No, ustedes no entienden su papel.

Cuando amaneció, mi abuelo colocó el pequeño balde de monedas sobre el pretil y mi abuela inició la venta de maíz. Yo estaba en brazos de mi madre, confesándole mi viaje, recapitulando el recuerdo que había llegado para quedarse.

Ese día se descompuso todo y perdí la noción del tiempo. El movimiento se deshizo entre mis manos y sólo encontré consuelo en aquellos barcos de papel. Es por eso que, desde ese momento, los viajes, mis viajes, los llevo a cabo en esos barcos, evadiendo a las luciérnagas y evitando asumir una irresponsable actitud.

 

 

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