Comienzo a sentirme mejor. Poco a poco me sobrepongo a la angustia de los últimos meses y siento de nuevo fluir la sangre en mí. Quisiera decir que todo ha sido un mal sueño del cual ya he despertado, pero las marcas en el cuerpo y las voces en mi cabeza me perseguirán por siempre.
Estaba literalmente muriendo cuando me encontró: tirado en el piso de un apartamento vacío, con los ojos apagados y los temblores de quien se arrastra por el umbral de la muerte. Buscó una manta y me arropó sin dudarlo. Puso su cabeza contra la mía, con el cuello pegado a mi nariz. Su olor a vainilla y su pulso caliente vibraban en medio de la nada. Debió correr, huir en ese mismo instante. No pude evitarlo; para no extinguirme, me aferré a ella por instinto, sin darme cuenta de que al final le haría correr con mi misma suerte.
Lili era una mujer hermosa. La conocí por casualidad. O eso creía. Sus carnosos labios de rosa sangrienta contrastaban con la palidez de su piel. Bastaron un gesto, una sonrisa, una palabra para engancharme.
Mi transformación fue gradual, pero inminente. Supongo que uno siempre intuye su destino, especialmente si éste se antoja nefasto, pero elegimos ignorar las señales. En mi caso, todas estaban ahí y, ya fuese por un infantil optimismo o por la ceguera de las pasiones, las acepté sin cuestionamientos.
En las primeras semanas me confesó que venía huyendo de un hombre del cual no había podido alejarse durante mucho tiempo. Era, según dijo, una relación destructiva y codependiente. Cada que hablaba de él, sus ojos se encendían con odio mientras de su boca manaban palabras de obligada deferencia, como si temiera que alguien estuviera escuchándola y la descubriera diciendo algo inapropiado. Nunca conocí al sujeto. Para mí fue siempre una sombra, un demonio que de cuando en cuando aparecía en sus recuerdos, a veces para torturarla, a veces para compadecerlo. Empero, yo me sentía obligado a estar alerta, con la ingenua consigna del caballero que debe rescatar a su damisela.
Durante el día, todo era como un sueño. La gente nos veía pasear como si fuéramos aquellas estrellas de cine que glamurosa y fallidamente salen de incógnito a hacer las cosas que hacen los demás mortales. Jamás me había sentido tan observado; Lili era un imán de deseos y envidias mezcladas y yo, feliz, me había vuelto uno con ella. Pero, por las noches, las más terribles pesadillas arrasaban con nuestro lecho. Su palidez adquiría coloraciones tumefactas y toda ella se volvía terrores nocturnos. Lloraba, gritaba y escupía sinsentidos envueltos en las más crueles obscenidades; sus gestos y palabras estaban envenenados por el más corrosivo de los odios hacia el mundo, hacia aquel hombre cuyo rostro yo ignoraba, hacia ella misma, hacia mí… Pero entonces salía el sol y todo parecía regresar a la normalidad: su piel, sus ojos, su sonrisa de rosa sangrienta.
Fueron días —semanas, meses— difíciles. Superé las primeras noches de insomnio con relativo éxito, siempre recompensado con caricias y tiernos «gracias» que se sentían como bálsamo. Sin embargo, una noche la encontré desnuda en la sala de la casa. Su aliento era una fuerte mezcla de alcoholes y de sus muñecas manaban espesas lagunas de sangre. Al verme entrar, retrocedió como si hubiera visto la silueta de un terrible demonio. Me gritaba que me fuera, que me alejara; luego, cuando reconoció mi rostro, me dijo llorando que ya no podía más, que estaba cansada de esa existencia, que había olvidado quién era y cuándo había comenzado a sentirse así.
A la mañana siguiente decidimos buscar la ayuda de un experto. Pasamos por los más diversos consultorios y diagnósticos: depresión, estrés, esquizofrenia, bipolaridad, complejo de Electra, delirio de persecución, síndrome de Münchaussen, psicosis, desorden de somatización. Lo intentamos todo: terapias de grupo, regresiones, hipnosis, tricíclicos, fluoxetina, isrs, Diazepan, Alprazolam, Clonazepam. Algunos tratamientos parecían tener efecto, pero sólo por un par de semanas; luego, las recaídas eran peores. Perdíamos toda esperanza.
Cansada de todo aquello y sintiéndose desahuciada, un día ya no salió de su habitación. No comía ni pronunciaba palabra y, cuando no lloraba o maldecía, miraba al vacío, como si se encontrara en otro plano, fuera del mundo de los vivos. En ese momento decidí dedicarle mis días. No salía de casa, ya ni siquiera para trabajar o visitar a los amigos o a la familia. Me olvidé de mí para salvarla: no dormía, no hablaba, no pensaba en otra cosa. Dejó de ser una obsesión para convertirse en mi razón de ser. Por ello, cualquier señal de mejora me daba la más grande de las satisfacciones. Sabía que ese progreso gradual que veía a diario se debía casi exclusivamente a mis cuidados. Era la alegría que sólo puede obtenerse en la esclavitud.
Un buen día, después de que la noche y el sueño por fin me vencieran, desperté para ahogarme en el terror del vacío. El sol entraba implacable por la ventana y se reflejaba sobre las sábanas, cuya blancura enceguecedora me lastimaba los ojos. La busqué por todos lados, pero no había rastro de ella. Más que desaparecer, era como si nunca hubiera estado allí.
Durante días deambulé por la ciudad en franca agonía. Optimista, y sabiendo que la había perdido para siempre, quise recuperar mi vida, pero ésta se había extinguido hacía mucho de la manera más violenta, como si me la hubieran arrancado de una mordida. Nadie reconocía ya al ser pálido y famélico que se les presentaba. Excepto por Mía. Por alguna razón que no comprendí —y que finalmente no importaba—, Mía fue la única que escuchaba los sinsentidos que yo balbuceaba. Ella decidió quedarse a mi lado, y durante semanas fue el único rostro al cual me pude asir. Durante el día, su dulce sonrisa me daba esperanzas; pero por las noches el fantasma de Lili me acosaba sin cesar. Mía se limitaba a abrazarme y a decirme que todo iba a estar bien, que ella cuidaría de mí.
Cada vez que la mencionaba, Mía me veía como si le hablara de un fantasma. No podía comprenderlo, ahora lo entiendo. No podía comprender mi horror al vacío, y por qué me era imposible seguir existiendo con esa sed, esa hambre de ella. Aun así, en la peor de mis noches, decidió hincarse y abrirme sus brazos mientras yo yacía ensangrentado en el piso del departamento, diciendo que ya no podía más, que estaba cansado de esa existencia, que había olvidado quién era y cuándo había comenzado a sentirme así…
Ahora, contemplando su rostro ojeroso y pálido, siento algo parecido a la pena al darme cuenta de que es hora de partir, de que ya no la necesito. Aunque ya no soy el mismo, estoy listo para ponerme de pie y pisar el siguiente escalón. Antes de cerrar la puerta, vuelvo a ver su figura cansada y vacía, y pienso que en verdad es una lástima que esté condenada a esta existencia.