Siempre que vuelvo a Oviedo y paso junto
al portal de tus padres pienso en aquellos días
tan confusos y llenos de luegos y talveces,
como quien vuelve al borrador buscando
algo que no entiende en la versión definitiva.
Me pregunto qué te habrá llevado, tantos años después,
a escribirme. ¿Que si te recuerdo? Por supuesto:
vivo en un punto ciego de un océano calendario
en el que los radares capturan, mezcladas,
todas las transmisiones pasadas y futuras;
frases, canciones, coordenadas de naves—
todo se confunde en la noche panóptica.
En lo único en lo que me parezco a todos los que fui
es en aquello que ninguno de nosotros ha entendido todavía.
Tantas cosas absurdas (y tan poco mías,
en el fondo) me preocupaban entonces…
Ahora creo sobre todo en la hierba.
Miosz escribió sobre la urraquidad
y antes Urmuz había escrito sobre la pelicanidad
como forma de quitarnos algo de altivez.
Pero yo creo sobre todo en la hierba,
y si no hiciera tan buen tiempo
le compondría una filosofía
que sería un idiotismo hermoso y despreocupado.
Recuerdo la libreta verde en la que nos escribíamos
mensajes en la cafetería de la Facultad de Filología,
el poema que escribí contando aquella historia tuya
en Viena, las tardes en Los Duendes —¿se llamaba así?—
o en aquel chalet del Naranco que era de los padres
de Julio y la americana con dolor de cabeza
que no quería aspirina «porque es mucho mejor un polvo».
¿Por qué me habrás escrito? No creo que sea
melancolía ni interés, rencor ni mala conciencia.
Todos repensamos a menudo en las vidas pasadas,
fracasadas, y nos preguntamos por qué fue todo tan difícil
si lo único que queríamos
era dar y merecer amor.
Mientras tanto, en las ciudades del pasado
una lluvia fina anega las antenas parabólicas,
empapa las transmisiones de una dulce tristeza.
Dulce: así le decimos para soportar tanto «ya no».