Ahualulco de Mercado, Jalisco, 1966. Su libro más reciente es Vals para lobos y pastor (Ediciones ERA, 2024).
Dice el refrán: «Quien anda entre lobos, a aullar aprende». Esta conseja popular se puede aplicar con todas sus letras al traductor blangladesí Anisuz Zaman (Maniganz, Bangladesh, 1962) quien, por exclusivo placer lingüístico, se ha dedicado con «pasión crítica» a llevar a su lengua varios clásicos de la novela hispanoamericana del siglo xx: Pedro Páramo de Juan Rulfo, El pozo de Juan Carlos Onetti, La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares y Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, por mencionar sólo cuatro cimas de su trabajo babélico. De esos escarceos en los limos y en los pliegues del idioma de Cervantes, de esas inmersiones en las músicas calladas de San Juan de la Cruz y en las algarabías conceptuales de Sor Juana Inés de la Cruz, la curiosidad de Zaman ha saltado categóricamente a un punto, me atrevo a decir de no retorno, donde el minucioso traductor deviene ahora en autor de sus propias ensoñaciones, remembranzas y exorcismos, en un narrador exigente y audaz que propone una trama de historias dispuestas en un caos aparente que de manera progresiva irá revelando su lógica inapelable y sus propósitos de fabulador de maravillas.
El primer fruto maduro de tal conversión es la novela Princesa negra de dos estambres, escrita en español de principio a fin. Por supuesto, antes de aventurarse en dicha empresa a todas luces temeraria, Anizus Zaman realizó el camino de regreso —del blangladesí al español— con obras de escritores contemporáneos de Bangladesh trasvasados a nuestra lengua como fue el caso de Mil años de asentamiento de Zahir Raihan y Pescador del río Padma de Manik Bandopadhya publicados en Colombia. A esa experiencia literaria de gran calado hay que sumar treinta y cuatro años de matrimonio con la pintora mexicana Isabel Zaman para que el universo verbal de su opera prima abriera también las esclusas del lenguaje del amor, el vocabulario del sueño y el deseo, el diccionario de las mil y una noches.
En la historia de la literatura universal moderna, los casos de Joseph Conrad y Vladimir Nabokov son emblemáticos respecto de la osadía de escribir en inglés la mayor parte de su obra literaria. Renunciaron a la lengua polaca y rusa respectivamente. Ambos narradores decidieron contar sus historias en un dominio lingüístico de marcadas diferencias gramaticales, prosódicas y semánticas con su idioma materno; optaron por la lengua de Shakespeare y Dickens, sabedores de que se internaban en una tradición de incuestionable prestigio. Un territorio virgen e indómito. Una aventura doblemente estimulante. Un tour de force que imponía desde el principio un reordenamiento mental para relacionar «las palabras y las cosas», diría Michel Foucault. Todos esos retos y otros más, me imagino, pasaron por la cabeza de Zaman al elegir el castellano, pero sobre todo, estuvieron presentes en la práctica de escritura de los numerosos borradores de Princesa negra de dos estambres, un constante espejeo entre la voluntad y la realidad del decir de cada línea, de cada párrafo, de cada capítulo escrito. Pero también, su autor activó las alertas respecto de lo que no dicen las palabras, de lo que callan y balbucean, de lo que ocultan con pudor, pendiente de la resonancia que crean en su devenir dando lugar a una atmósfera sonora de invaluables significaciones. Para Juan Rulfo este ámbito musical se asumió siempre como una exigencia cardinal en la arquitectura de sus cuentos y de su novela.
El tema del libro de Anizus Zaman es la historia de una familia, sus raíces, su tronco y sus ramas. Un árbol genealógico cuyo intricado follaje trae flores y aves de otros tiempos. Presencias fantasmales que recuerdan a los vivos de dónde vienen. Leyendas que habitan el tiempo presente. El escenario central de la novela es Etzatlán, un pueblo de la región Valles de Jalisco, con una historia prehispánica antiquísima, conquistado por Francisco Cortés de Buenaventura en 1524, feudo de la Nueva España antes que de la Nueva Galicia debido a la riqueza de sus minerales explotados durante siglos, marcado por la filosofía de la concordia y la austeridad de la orden franciscana que edificó un convento en la tercera década del siglo xvi, enclave importante de la Guerra Cristera y de las luchas políticas de mineros en los años veinte de la centuria pasada. Pero también, la ciudad fronteriza de Tijuana será contrapunto del paisaje físico y cultural de la localidad jalisciense, lugar de llegada y entrada de miles y miles de migrantes procedentes de todas partes del planeta que sueñan con cruzar «la línea» hacia el sueño americano.
El centro de la trama de Princesa negra de dos estambres la definen y la bifurcan los encuentros y desencuentros de los protagonistas de la novela, María y Librado; pretendientes, novios y esposos en el decurso de la trama, esta pareja concentra la complejidad cultural del mexicano, buena parte de sus mitologías y sus tabúes, de sus complejos y sus redenciones. En la gesta de su romance, actualización del drama de Romeo y Julieta, todo conspira en su contra. Entonces, en esa encrucijada vital, el amor opera como un destino manifiesto para los dos enamorados. La pobreza, los celos, las separaciones son pruebas a desafiar y doblegar. Las vidas de los padres, abuelos y bisabuelos de María —cuya voz narrativa se impone en buena parte de la obra— establecen en su secuencia y relevo una visión de gran angular sobre los trabajos y los días de una comunidad, desde la segunda mitad del siglo xix hasta la época presente. Su autor, sin abusar del color local o de un costumbrismo decimonónico, nos revela una forma de vida permanentemente amenazada por las imposturas y las tentaciones del progreso.
Si otras zonas de Jalisco han servido como escenarios de la literatura mexicana, la zona de los Altos en la narrativa de Mariano Azuela, Agustín Yáñez y Alfonso de Alba o el sur del estado en la obra de Guillermo Jiménez, Juan Rulfo y Juan José Arreola, la región Valles —con el volcán de Tequila como su testigo impertérrito— ha comenzado a figurar en los libros de Eugenio Partida y ahora en esta novela, Anizus Zaman. En el caso de Princesa negra de dos estambres, el pueblo de Etzatlán adquiere estatus de personaje rebasando su condición de telón de fondo; el paisaje de las montañas de oro y plata protege, pero también, aísla a sus habitantes. Es una sociedad conservadora a carta cabal. Las convenciones sociales se acatan sin discusión. María y Librado, incluso Velasco, el antagonista de la historia, se mueven a contracorriente de los patrones morales que fija la aristocracia pueblerina, la iglesia y la autoridad política. Decía Balzac que «en la novela no aparecen familias felices». En tal sentido, los personajes del libro de Zaman son recurrentemente las ovejas negras del rebaño. La hija descarriada y el hijo huérfano. El hijo migrante y la hija pródiga. Una novela de encuentros y adioses donde se combina la vena fantástica con el registro realista en perfecta y seductora armonía.
Las leyendas populares se conjuntan con los mitos griegos, por ejemplo, el de Teseo y el Minotauro en el pasaje en el cual Librado lucha con un toro en la casa de María. Pero también, esta obra como sucede con el teatro de vanguardia, rompe la cuarta pared y pone en cuestionamiento a la ficción misma al integrar en los capítulos tijuanenses a Isabel, hija de los protagonistas y a Anís, ingeniero blangladesí que labora en una empresa japonesa. La imaginación y la historia se abrazan. Esta pareja, contra todo pronóstico, tentará a la fortuna para convertirse en un nuevo ramaje del árbol genealógico. Sumará su pasión a la trama de la novela, a la crónica del retorno de la familia a Etzatlán después de probar fortuna en la frontera. Se convertirá, definitivamente, en una nueva constelación fija en la bóveda celeste para guiar a los viajeros en el mar o en el desierto, para atreverse a contrariar los caminos marcados en las líneas de la mano.
Princesa negra de dos estambres, de Anizus Zaman.Ediciones del Lirio, 2024.