El trino de los muertos / Balam Rodrigo

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Bellamente partículas de polvo danzan en el aire, inmersas en compresible flujo, etéreo semen de la creación: browniano movimiento de corpúsculos en convectiva atmósfera del anfiteatro, como un concierto en escenario inverosímil. Vale decir, pelusas de algodón bailando suspendidas a trasluz del claroscuro, volutas en preámbulo de musicales notas. Amén del corolario sobre el desplazamiento de partículas en suspensión que admiro, abro la puerta de mi gabinete de autopsias y, lo declaro de una vez, hipocráticamente, para cortar luego mi lengua con el agudo bisturí del silencio: creo en Dios, tengo fe en la ciencia, y mi mayor certeza en este mundo físico es la música —la única, la que venero, la del inmortal Johann Sebastian Bach.

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Para más señas, ejerzo cual médico forense, pero me considero artista, quizá el primer experto en necromusicología: confieso indescriptible melomanía tanática. Me explico: mi profesión está en la morgue, trabajo con los cuerpos en la plancha, pero en materia de necropsias desvelo un secundario interés criminalista: ejecuto en el cadáver eufonías, imagino ocultas piezas para orquesta en los órganos humanos, descubro tanatológica música en huesos y tejidos: hermosa partitura es cada muerto.
      Retrataré mi afán primario e iré por partes: antes de examinar un cuerpo —o sus mutilados restos—, enciendo las luces del anfiteatro, sigo el ritual de métodos de asepsia, visto mis manos con látex y respiro hondo tras la gasa del quirúrgico barbijo —afuera paladeo un intenso mar de podredumbres.
      Obertura inaugural, lavar el cadáver: llegan entonces, como en desordenado y aleatorio movimiento de cuerdas en aguas de vacuidad, sonando lentísimas, desde la más profunda, siniestra y cortical región de mi cerebro, notas vivas de violonchelo, leves balbuceos de viola da gamba en acordes de breve duración: evoco algunas veces el preludio de la Suite para violonchelo núm. 6 en re mayor, y otras, el adagio de la Sonata en g mayor para viola da gamba bwv 1027. Ni qué decir del gorgoteo fugaz del agua al pasar por putrefactos tejidos: advierto un látigo bestial de clavicordios al oído, las cromáticas astillas del Clavecín bien temperado.
      Si Gottfried Benn viviera, también escucharía, como yo, los ensayos de orquesta mortecina y el coro de materia en corrupción: «En cada mesa dos. Hombres y mujeres / crucificados. Cercanos, desnudos y, sin embargo, sin dolor. / El cráneo abierto. El pecho dividido. Los cuerpos / alumbran por última ocasión». Escucho los arpegios de esa luz última descrita por vos, querido Gottfried, revivo las filarmonías post mortem, escribo sinfonías de disección, hago resurgir la obra de Bach en partituras de carne en defunción.
      Luego del fugaz ensayo, me enfoco en los detalles técnicos y nimios: no más que aristas en pentagrama de burocráticas partituras (causa y hora de la muerte, pormenorizada descripción de las lesiones, peso y talla, perímetros de interés, complexión, otros hallazgos, tomar las huellas dactilares).

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Antes de iniciar la obertura del concierto cadavérico —quizá ejecute alguno de los seis de Brandeburgo— con la apertura y el examen de cavidades, afinaré los orquestales instrumentos de mi necrología musical: la plancha de acero, el escenario; el largo cuchillo de disección, mi enérgica batuta. El cuerpo de un ahogado, como éste, por ejemplo, suena a oboe —y su lengüeta doble parece un bisturí que siega la garganta. Ejecutar su partitura es un arpegio de agua reverberando las entrañas. Como el virtuoso oboísta, afino la sangre en los oídos —entono filosas lengüetas de caña doble para el tudel de mi carnal oboe— y logro así determinar qué obra de Johann Sebastian emana del cuerpo, al compás de las melódicas herramientas de prosección: la inicial incisión con el largo bisturí en la piel —cortar tejido subcutáneo, músculo y tendones— anuncia flautas, violines, violas da gamba, cuerdas. El costotomo —escindir la parrilla costal, la tráquea, los intestinos y el estómago— recuerda el contrabajo y también los espectrales plectros del martinete en clavicémbalo. El actuar del enterotomo —con su apertura de intestinos para alumbrar el lumen— es largo en su silencio de fagot. El cuchillo de disección, al tajar abdomen y seccionar los órganos internos —hígado, bazo, corazón y otros, atenazados con serradas pinzas— sugiere la batuta agitándose en el aire, y al trabajar, los coros graves. La sierra vibratoria, el martillo y el cincel de cráneo —que separan la bóveda y descubren la masa encefálica—, así como el rumor del retractor del esternón, tienen ambos la fuerza rítmica y profunda del oboe, y sí, la de los coros —con sopranos, contraltos, tenores y bajos-barítonos, sin olvidar su juego de solistas: contratenor y falsetistas. Así, inevitablemente claras, brotan dos piezas de Bach de la materia del ahogado que estuvo bajo el mar: La Pasión según San Mateo y Cristo yacía en las cadenas de la muerte.

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Lo sé, disfruto mi trabajo, y a veces introduzco mis propias musicales intuiciones, me atrevo a intervenir, y me disculpo: agrego alguna escala hepática, un semitono renal, una extensa y pericardial zarabanda de varios compases de duración, oscuras tonalidades craneales y acordes torácicos, algún veloz virtuosismo para intensificar los secos acordes y los silencios que brotan de los huesos, bajos arpegios que ascienden y descienden desde los intestinos, cierta tensión dramática en los tendones, y dudo, como ahora, si el concierto del ahogado será para uno o dos clavicémbalos o si debo ejecutar semitonos cromáticos en otro cuerpo más, en el que hallaré, posiblemente, ricas figuraciones.
      Todo cadáver tiene preludios intensamente largos, a excepción de aquellos que fueron desmembrados: saturados de arpegios breves e intervalos —y escasos de sutilidad tonal—, pero en cada centímetro de su putrefacta partitura busco la total polifonía, la puesta en escena de mi concierto de morgue con la indecible música de Bach: el trino de los muertos.

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