En una de sus más recientes entregas, Así pasa cuando sucede (Whatever Works, 2009), Woody Allen expresa una vez más, en boca de su neurótico protagonista y alter ego —uno más—, que la vida humana no tiene sentido. Hace eco aquí de una certeza que no es nueva para la Física. Pero si la vida no tiene sentido, como afirma E. M. Cioran, «todos y cada uno de nosotros le encontramos uno». Uno puede pasarse la vida sin pensar en estos asuntos y de pasada evitarse la necesidad de inventarse un sentido. También podemos aventurar respuestas con la ayuda de la imaginación y perseverar con voluntad en lo que ella nos proponga: ambas, imaginación y voluntad, son pertinentes para concebir un faro que ilumine la ruta, postular una meta al final del camino y mantenerse andando, aun cuando no hay garantía alguna de que hay un camino —o varios— por seguir y la meta es mera promesa. Para algunos, ésa es la función de la fe —para otros es la fe. Andrei Tarkovski (un hombre de fe) reconoce, como Allen, la inexistencia del sentido, pero lejos de ver esto como una fuente de angustia y menos aún de humor, para él es precisamente el origen de la libertad, pues de haber un sentido, dice el ruso, estaríamos destinados a seguirlo y viviríamos esclavizados por él.
Para bien y para mal, por otra parte, los humanos no podemos escapar al sentido (o, mejor, la dirección) que impone el tiempo: por más que algunos pasan temporadas en estaciones espaciales, vivimos y morimos sobre la Tierra y por eso vivimos y morimos condicionados, como expone Hannah Arendt en La condición humana. Una de las consecuencias del incesante movimiento planetario es que el cambio es la única constante, como sugiere Heráclito en su conocida sentencia que apunta que no podemos bañarnos dos veces en el mismo río. Pero de los cambios por lo general no tenemos noción si no es precisamente cuando ya ocurrieron, luego del paso del tiempo, por lo que el presente (que sólo existe en función de lo vivido y de lo que está por vivirse) nos aparece como un continuo, como un continuo rutinario. Vivimos, así, entre la rutina, que por definición se sustenta en la repetición, y el cambio constante del que vamos teniendo conciencia cuando ya ocurrió. Son éstos los extremos que postulan Hechizo del tiempo (Groundhog Day, 1993), de Harold Ramis, y Ciudad oscura (Dark City, 1998), de Alex Proyas. Ambas parten de la hipotética posibilidad de la alteración del curso del tiempo, inexorable él, pero se ubican en géneros distantes y distintos que a menudo se alejan de la realidad para reflexionar mejor sobre ella: la comedia y la fantasía.
En Hechizo del tiempo, Phil Connors (Bill Murray), quien reporta el clima para un canal de televisión, está condenado a vivir el mismo día una y otra vez. Malhumorado y atorado en el trabajo y en la vida, Connors llega a Punxsutawney, un pueblito de Pensilvania, a cubrir el evento anual que tiene como estrella a una marmota. Pero los días pasan y se empeñan en repetirse: apenas se levanta y pronto puede predecir lo que sigue porque lo recuerda (y es el único que recuerda). Y de ellos Connors saca cada vez más provecho. En Ciudad oscura, John Murdoch (Rufus Sewell) descubre que llegada la medianoche la gente de la ciudad que habita entra en un sueño profundo: el tiempo se detiene y la vida se interrumpe. Pero también constata que el paisaje urbano se modifica, y mientras unos edificios desaparecen otros «crecen». Detrás de todo esto están unos extraterrestres que están en riesgo de desaparecer y que se parecen a Nosferatu (y, como todo vampiro que se respete, no sólo pretenden obtener algo del otro, sino convertirlo, moldearlo a imagen y semejanza de ellos) y realizan un experimento cuyo objetivo es comprender la vida humana y, gracias a ello, obtener herramientas para poder salvar a los de su estirpe.
Ramis transita con fortuna con un tono ligero y sus ambiciones se concentran en el aprendizaje que su personaje adquiere: al final, la repetición le ofrece un espejo provechoso para ver sus manías y llegar a conclusiones claras sobre su odioso comportamiento con los que lo rodean. Proyas es más ambicioso —y pretencioso— y aspira a reproducir las estaciones del cine de investigación con el afán de elucidar aquello que obsesiona a los extraterrestres, que son portadores de inquietudes que él comparte; y el asunto se plantea como una interrogante que responder: «¿qué nos hace humanos?». Los invasores conciben un experimento que consiste en introducir recuerdos en la cabeza de las personas y observar sus respuestas a ello, su comportamiento. (Este recurso es similar al que los humanos llevan a cabo con los réplicos en Blade Runner de Ridley Scott, que, como Ciudad oscura, concibe una exploración de orden ontológico alrededor de lo humano). La memoria sirve a Connor para crecer, para tomar distancia con su yo de ayer; para Murdoch, cuya memoria fue borrada, las cosas son más complicadas, pues comienza a dudar de los escasos recuerdos que conserva y, al aprender la verdad sobre ellos, resulta menos importante quién fue y cobra relevancia quién quiere ser.
En ambas cintas la manipulación del tiempo tiene consecuencias de orden moral (tiempo y moral resultan indisociables en lo humano). Y si en Hechizo del tiempo el voluntario rompimiento de las reglas y la contravención de los valores no tienen consecuencias porque nadie los recordará, ¿puede uno hacer cualquier cosa?; si las cosas se repiten sin que uno pueda hacer nada por evitarlo y los demás no conservan recuerdos y al día siguiente regresan al mismo estado, ¿uno queda liberado de la responsabilidad de sus actos? En Ciudad oscura, además de Murdoch hay otro personaje que escapa, por lo menos parcialmente, de la manipulación de los extraterrestres: un médico que es utilizado por ellos para resolver cuestiones prácticas. Para ambos, los demás dejan de ser personas, es decir, individuos que se reconocen como tales en un continuo espacial y temporal, que saben quiénes son y deciden por ellos mismos, y son convertidos casi en marionetas. Los actos de ambos con relación a los demás cobran otro valor, pues saben que los otros son intercambiables, y el mismo hombre lleva a cabo sucesivamente diferentes roles, y el mismo rol es cubierto por diferentes hombres. Y si Connor hace esfuerzos ineficaces por conseguir el amor de la mujer que lo acompaña a cubrir el evento (Andie MacDowell), Murdoch debe resolver la relación con su bellísima esposa (Jennifer Connelly), quien supuestamente vivió un affaire extraconyugal. Para el primero el día interminable y para el segundo la noche perenne son pesadillas que sirven como preparación, que ayudan a descubrir un sentido posible: lo vivido por ambos contribuye a que se hagan cargo de sí mismos, de la realidad que les tocó vivir. Al día siguiente habrá de salir el sol, y si los condicionantes externos no desaparecen, ellos dejan de ser meras marionetas y asumen un rol de agentes. Se han preparado para que en el futuro venga el amor, pues el amor es la respuesta, la luz que ilumina el camino y que nos hace humanos. ¿Será?