El Texano

Daniel Wence Partida

Plaza del Limón, Michoacán, 1984. Su libro más reciente es Cantarra (Editorial Universidad de Guanajuato, 2024).

Me disfracé de gabacho
y me pinté el pelo güero
y como no hablaba inglés
que me retachan de nuevo.

Jorge Lerma

El Texano siempre andaba bien vestido. Con los pantalones de charro entallados y sus camisas de seda, un día con caballos dibujados, otro con grecas como de paliacate y otros, los más solemnes, con apenas algún motivo de rodeo en el cuello y en los puños. «Los artistas tenemos que andar impecables», explicaba al público que solía interceptarlo y rodearlo para pedirle que cantara canciones del Piporro, las Jilguerillas, Vicente Fernández, Juan Gabriel o los Tigres del Norte; pura de Radio Gallito. Sus favoritas eran las canciones tristes, no de esa tristeza vulgar que surge de las rupturas amorosas, sino una más honda, más compleja y, por lo tanto, más sublime: la tristeza de haber estado tan cerca de los grandes escenarios y no haberlo logrado finalmente, por culpa de la deportación o la pobreza. 

El Texano se codeó con grandes estrellas. Platicó con Chente, se emborrachó con Juanga, le abrió un palenque a Chalino y hasta coqueteó con Beatriz Adriana y Graciela Beltrán. Pero le fue siempre fiel a doña Cecilia y su único anhelo era llevársela a vivir a Texas junto con su hija Toña cuando, gracias a su fama y riqueza, consiguiera la green card

A nosotros nos gustaba verlo. Tal vez nos resultaba atractiva esa mezcla de triunfo y fracaso que había en su voz y en sus relatos, porque ninguno de nosotros había llegado a la frontera cantando de camión en camión, de tren en tren, ni habíamos logrado cruzar y ser deportados para cantar de a deveras las canciones más tristes del repertorio triste de la música regional de nuestra época. No éramos más que unos chamacos caguengues que pretendían entristecerse cuando alguna canción arrebatada nos sorprendía en la radio. Pero él era un viajero, un juglar vernáculo con la voz perfecta para sumarse a las grandes ligas. Algunos se reían cuando, borracho, no lograba articular para narrarnos los emocionantes pasajes de su vida, pero en el fondo todos deseábamos haber vivido aunque fuera una pequeña parte del trajín que nos traía con sus palabras y con su performance. 

A nosotros, que desconocíamos todo más allá del pueblo, nos embelesaban los relatos de migrantes que habían cruzado el Bravo, que habían sobrevivido cuarenta o más días en el desierto sin que hubiera poema épico alguno para honrar su travesía. Nosotros, incapaces de medir el viaje de aquel héroe nuestro, compartíamos en silencio su tristeza y sus deseos. Nos asombrábamos con las leyendas de esos personajes que surgen «desde abajo» —como dicen los noticiarios sensacionalistas—, desde el olvido, la precariedad, el dolor y las faltas. 

Por ese entonces habíamos ya santificado a Juan Gabriel y a Marco Antonio Solís y deseábamos profundamente que el Texano llegara igual de lejos que nuestros paisanos. Por fin saldríamos en la televisión y el mundo sabría de la existencia del pueblo. Cuando los medios de comunicación vinieran a buscar al Texano para hacerle un reportaje, saldríamos con cartulinas a apoyarlo y, cuando nos entrevistaran, daríamos cuenta de su talento y hablaríamos de lo cercanos que éramos a él, de las veces que le ofrecimos agua o le pusimos una moneda en su tejana, o las veces que amenizó las horas libres en la escuela, cuando el profesor de matemáticas llegaba borracho y se olvidaba de nosotros. Ya nadie se olvidaría de nosotros, porque el ascenso del Texano sería el ascenso de todos. Por eso soñábamos con él, sus sueños. 

Porque el Texano solía involucrarnos en sus fantasías. Nos decía que cuando fuera famoso como Chente no se olvidaría del rancho y que en sus conciertos nos mandaría saludos. Especialmente a nosotros, los que cantábamos con él y le aplaudíamos y le pedíamos que nos contara de nuevo, una y otra vez, el tragicómico episodio de su deportación. Ahora pienso en el dolor que le ocasionaba repetirlo, porque entiendo, también, que allí se frustraron sus posibilidades. 

—Yo vivía en Houston —nos contaba, recargado en un mezquite, con una pantorrilla cruzada sobre la otra y la punta de su botín clavada en la tierra—, cuando se dio la amistía del presidente Reagan. Vivíamos todos amontonaos los que nos fuimos chavalos en los setenta. Me casé de a tiro chico y no teníamos ni ónde vivir en el rancho con la Cecilia. Luego nació Toña y se puso más dura la cosa. No había tanta fresa como orita y las cuadrillas andaban muy reñidas. En ese entonces ya sabía que yo era chingón pal canto y quería algo más. Pobre de mi Ceci, tanta paciencia me tiene. Fue el 86. Ya llevábamos casi ocho años y teníamos derecho, pero uno es bruto. A mí siempre me gustó el trago y el desmadre —agregaba, dando un largo sorbo a su pachita de Presidente, al tiempo que se le enagüetaban los ojos—. Hallé una cantinilla en la que me dejaban cantar con un tocadiscos, pero diario, diario que cantaba, terminaba bien bombo. Cuántas veces me agarré a madrazos con algún ranchero güero que quería que le cantara country —pronunciaba esta palabra en un exagerado gringo, para burlarse. 

El Texano suponía que la noche de su deportación alguno de esos güeros se hartó de sus desmanes y llamó a la border patrol. De todos modos, con los beneficios de la amnistía se recrudecieron los operativos contra inmigrantes y lo echaron fuera antes de que pudiera recibir el beneficio de los papeles legales. Y eso que cumplía con los requisitos. Para él, esos fines de semana de cantar en la cantina eran el inicio de su carrera. Volvió al pueblo con toda la pena de no poder llevarse a Cecilia y a Toña a una casa propia. 

Yo era de los que creían que un día podríamos asistir a uno de sus conciertos o a algún palenque, y que cuando nos mandara saludos podría gritarle, desde abajo «¡Ese es mi Texano!», y que lloraría con él cuando cantara su favorita, la de «y me pinté el pelo güero», y que vería en su éxito algunas posibilidades para el mío. 

No sé si el Texano vive todavía. Dicen que no. Dicen que volvió a cruzar para el otro lado. Dicen que Cecilia y Toña se fueron del pueblo cuando él faltó. Pero nadie sabe a dónde ni con quién. No hay un registro claro de su paradero. A mí me gusta imaginar que el necio se metió de nuevo al Norte y allá canta en restaurantes mexicanos, en barras y en bailes y que un cazatalentos está por descubrirlo, como pasa en las películas de güeros. Que pronto lo veremos en las redes sociales como el nuevo fenómeno del regional, un éxito tardío, como el de algunos escritores y cantantes que, tras dedicarse en su juventud a trabajos rudos y llevar una vida sencilla, aparecen de pronto como una leyenda en su edad madura. 

Y si acaso ya no estuviera entre nosotros, que en cielo de Texas haga duetos con Selena. En cualquiera de los casos, nosotros, su público, tarde o temprano lo vamos a rodear para que nos cante o nos cuente las minucias de su trajín.

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