(Monterrey, 1979). Es autora de Músicas (Los libros del perro, 2021) y La casa abierta. Conversaciones con 30 poetas (UANL, 2021).
Hablar de la obra de Sandra Cisneros es hablar de identidad y búsqueda, de palabras que se cocinaron en las conversaciones de nuestras madres y abuelas, de las casas que cargamos a cuestas, del cuerpo que recuerda mucho antes que la mente, de sentir hasta el tuétano, de amar y desamar, de las amigas que quisimos y perdimos, de ser madres, hijas, mujeres.
Para mí, la narrativa de la escritora nacida en Chicago es muy cercana. Leí La casa en Mango Street en una edición que encontré en una librería de viejo en el centro de la ciudad en la que vivo, Saltillo, la capital de Coahuila, un estado que tiene frontera con Texas. En realidad, confieso que yo no encontré el ejemplar, una edición del año 2005 con la traducción de Elena Poniatowska, fue mi marido, Julián Herbert, quien lo vio primero y me lo puso en la mano. Por supuesto, ya conocía a Sandra por sus poemas, que leí muchas veces en páginas de internet y en variopintas traducciones, pero no me había acercado a su novela más emblemática. De lo que me había perdido.
De inmediato me sentí conectada con la historia de esta niña hispana que vive en la calle de un barrio latino de Chicago, que describe el desfile de mujeres y hombres que pasan frente a ella: un desfile de cuerpos, pelos, zapatos de tacón, vestidos de rayas rosas y blancas, pantalones de colores, risas, gritos, llanto, emociones.
Me sentí conectada porque yo también fui una niña que miraba con mucha atención lo que sucedía a su alrededor, que pasaba las tardes jugando en la calle con las vecinas, que le gustaba contar cuentos e inventar historias en su cabeza. En la reciente edición de La casa en Mango Street, publicada este año y con traducción de Fernanda Melchor, aparece una introducción en la que Sandra relata lo difíciles, y esperanzadores, que fueron sus primeros años como escritora, y cómo fue el génesis de esta novela: una serie de cuentos breves en los que se mezclaban las personas que recordaba de su propia infancia, los chicos de Pilsen a los que les daba clases, las personas que conoció después de dejar la casa de sus padres.
En la brevedad de cada pasaje hay una contundencia que te deja pensando mucho tiempo en cada uno de los personajes que aparecen en la vida de Esperanza, la protagonista y narradora de las historias de Mango Street. Pienso en Sally, la chica que «se casó demasiado joven y sin estar preparada» para huir de su casa y de los golpes de su papá; en Minerva, que escribe poemas en pedacitos de papel después de que sus hijos se duermen, con la ilusión de que esa noche sí vuelva su marido; en Marín, que vive con su tía y que sale al porche todas las noches a esperar «que un coche se pare, que una estrella caiga, que alguien le cambie la vida». Estoy segura de que también me he cruzado con ellas en mi pequeña ciudad del norte de México.
Hace un momento mencioné ese vínculo inmediato que se forma cuando leo la obra de Sandra Cisneros. No sólo me siento identificada con Esperanza, que se marcha de Mango Street para luego poder regresar a su casa y barrio de la infancia, también con Corina, la protagonista del libro Martita, te recuerdo, una obra bilingüe de ficción que publicó Vintage Books, una división de Penguin Random House, en 2021.
Leí en una entrevista que para escribir este libro Sandra se inspiró en las varias Martitas que se han atravesado en su vida, esas amigas entrañables con las que nos cruzamos en algunos momentos cruciales de nuestra existencia, que significan tanto, pero a las que a veces les perdemos la pista. Porque la vida es así, nos acerca a algunas personas, luego nos aleja, pero las seguimos queriendo por lo que significaron su compañía, su complicidad, su cariño.
Corina, que ahora es una madre y que trabaja todos los días entre la oficina y la remodelación de un edificio de departamentos que adquirió con su esposo, recuerda cuando era una veinteañera viviendo, o como pensaba entonces su padre, malviviendo en París. Estos recuerdos vienen a su cabeza porque se encuentra un paquete de cartas que intercambió con dos chicas que conoció en la capital francesa y que fueron sus amigas durante mucho tiempo: Martita y Paola. En uno de los pasajes del libro vemos a estas tres mujeres caminando del brazo, desafiando a la vida, también a las miradas masculinas, «como caminan juntas las mujeres en Latinoamérica para indicar a los hombres que somos buenas chicas, déjennos en paz, ¡váyanse al diablo!».
También recuerdo lo que era tener veinte años y, como las jóvenes de Martita, te recuerdo, esperar a que una cosa, la que fuera, pasara en mi vida, porque el mundo nos debe luz, magia, lo que sea que se suponía que sacudiría nuestra existencia. Como bien relata Corina en uno de los pasajes de la historia:
Esperábamos a que algo sucediera. ¿No es eso lo que hacen todas las mujeres hasta que aprenden a no hacerlo? Esperábamos a que la vida nos recogiera entre sus brazos: un vals de Strauss, un salón de Versalles rebosante de candelabros.
En París, Corina, quien es llamada con el cariñoso sobrenombre de «Puffina», lucha para no regresar a Chicago, para no volver a la casa paterna, para convertirse en escritora. Fue una batalla bien librada, ardua, tenaz, pero eventualmente Corina, y también Martita y Paola, retornan a sus países de origen (la primera torna a Argentina, la segunda a Italia). En una de las cartas que Martita le escribe a su amiga chicana resume que se siente bien la mayoría de los días: «Un día pensás que es el fin del mundo, y luego todos los sentimientos tristes y horribles que llevás adentro simplemente pasan, como las nubes».
Ni La casa en Mango Street ni Martita, te recuerdo son libros autobiográficos, pero hay tanto de la autora en sus protagonistas. La Corina adulta desea «Vivir en un libro por un rato», ¿acaso los escritores no viven en sus historias cada vez que comienzan a llenar de palabras la página en blanco?
Corina no es escritora, apenas le queda tiempo para leer, pero es en los libros donde encuentra consuelo. Esto no significa que no sea feliz, porque tiene a sus hijas y a su esposo, al sol que ilumina la cocina, a los fines de semana en una casa propia y segura. Yo también he sentido esa alegría triste, y esas ganas de gritar que te atenazan la garganta porque ya eres una mujer madura y madre y no hay tiempo para escribir versos ni contar historias. También he sentido comprimirse mi espíritu, a pesar de que, como se dice Corina a solas, es «tan ancho como el cielo, como si mil gorriones abrieran las alas dentro de tu corazón».
A diferencia de Corina, no siempre encuentro consuelo en los libros, y en los libros de Sandra lo que hallé fueron preguntas, emociones incómodas, deseos soterrados, ideas, el germen de una historia. Pero no sólo me refiero a la narrativa, también a la poesía, que, como gran parte de la obra de Sandra, es atractiva, voluptuosa e inquietante.
Está, por supuesto, el asunto del lenguaje, el bilingüismo, el uso de las palabras, pero me interesa destacar el tono lúdico que hay en poemas como «Sacas la mexicana en mí», «Perras», «Dulzura y Solteronas»(que se pueden encontrar fácilmente en Google y con distintas traducciones), donde sale a relucir la ascendencia de la autora y el tono valemadrista juguetón, no sin un poco de melodrama, que experimentamos las mexicanas frente a las cuestiones amorosas.
Sacas la mexicana en mí. El escondido espiral grueso y oscuro. El núcleo de un grito del corazón. La amarga bilis. El tequila en lágrimas en sábado todo hasta el próximo domingo de la semana.
Hay mucho que hablar sobre la obra poética de Sandra Cisneros: lo fronterizo, el deseo femenino, el amor, «ese pez demasiado viejo para escapar», la transgresión, la libertad. En “Loose Woman” escuchamos a una mujer libre, que por ello es tachada de «perra» y «bruja», que provoca la desaprobación social, también temor entre los hombres.
Yo vivo así. Corazón como vela, lastre, timón, proa. Ruidoso, indulgente hasta el exceso. Mi pecado y mi éxito- Pienso en mí hasta la glotonería.
Por eso leo a Sandra Cisneros, porque en sus letras encuentro a todas las mujeres que soy, que he sido, que quiero ser. Porque lo que busco en la literatura no es que me conforten, sino un territorio libre, en el que no importen los orígenes oscuros, la mala suerte o los destinos imperfectos, sólo sentarse frente a la página en blanco y escribir.