El ruido, eco mitico del silencio rulfiano / Julio Estrada

a Citlali Ferrer
Introducción
Este texto se concentra en el análisis del breve diálogo de «Luvina» que sirvió de motivo unificador de los cinco capítulos del libro El sonido en Rulfo: «el ruido ese», donde cada capítulo ofrece una perspectiva distinta del sentido que adquieren las evocaciones del sonido, del silencio y de la original escucha literaria rulfiana. El hecho mismo de reunir en un solo texto el conjunto de observaciones me condujo a revisar y enderezar varias de las ideas que había expuesto, de modo que esta versión podrá servir de referencia cuando se presente una tercera edición.

 

Tiempo sin rumbo
En el Apocalipsis bíblico la acción es fundamental: la hoguera, los monstruos, los muertos incluso, son la dinámica de un final cuya energía persiste para dar castigo a todo aquel que lo merece. El vigor diabólico amenaza con terror incendiario, temible impulso asesino en el tiempo de la divinidad: ahí la maldad es la otra cara de una moneda que gira ad æternum entre el paraíso y el infierno. La religión católica complementa dentro de un mismo mito al bien y al mal para fundar la perfección, opuesta a todo aquello que debe exterminar el fuego.
     En el inframundo de Juan Rulfo no hay hoguera sino el comal de la canícula que reseca y abrasa; lo monstruoso no es de fantasía sino la crueldad del poder humano que persevera en un tiempo sin fin. En el limbo ominoso se funden sin cesar muertos y vivos, recuerdos y hoyes, silencios y murmullos dentro de una narración rota que recuerda a la Coyolxauhqui. Calles, chozas y hacienda abandonadas son el hábitat de fantasmas y seres de carne y hueso; las «hebras humanas» resuenan en las paredes de adobe y enrarecen el aire; en la conciencia mnemónica del alma en pena de Juan Preciado apenas se escucha el candor maternal, Doloritas. La devastación es el apocalipsis local de Páramo y uno entre sus vástagos, Abundio, padece la maldición de ser él mismo esperpento del silencio —habla y no habla y oye y no oye—: con calma pasmosa avanza en el desvarío hasta la quebradura de su padre, «un montón de piedras». Fractal hamletiano, el ser y el no ser invade al pueblo todo de Comala: el ruido rulfiano se escucha y no se escucha a lo largo de la novela.

 

Silencio del habla
El estilo constructivo de Rulfo tiene una inspiración auditiva en la que predomina un circunspecto hablar campesino constituido por frases escuetas y por su repetición apenas variada, algo que tiende a sumergir al texto en un tiempo aletargado que parece flotar por fuera de la realidad. Dicha idea se percibe con transparencia en el diálogo clásico de la pareja que en «Luvina» escucha e intenta desentrañar lo que ocurre a su alrededor. El pasaje suena a un responsorio rezado cuya estructura reside en una pregunta que se responde con otra pregunta y en una afirmación que recibe otra afirmación:

—¿Qué es? —me dijo.
—¿Qué es qué? —le pregunté.
Eso, el ruido ese.
Es el silencio […] .

El ritmo y el tono de letanía —pregunta-respuesta y respuesta-pregunta— complementa cada pequeña frase del diálogo con un breve comentario que bifurca el parlamento —«me dijo… le pregunté». Por fuera de ambos complementos, al inicio de cada frase predomina la huella de tres timbres fonéticos, de los cuales el primero es inmóvil —a: qué—, el segundo contiene una constante variación ––b: es, eso, ese, si, cio— y el tercero suena al derecho y al revés —c: el, le—:
a [¿Qué] b [es?]
a [¿Qué] b [es] a [qué?]
b [Eso,] c [el] ruido b [ese]
b [Es] c [el] b [si-] c [-le(n)-] b [-cio]

 

Silencio del ambiente
—¿Qué es?
—¿Qué es qué?
—Eso, el ruido ese.
—Es el silencio.

La misma conversación mínima desvela su identidad con la naturaleza erosionada donde el silencio es el ambiente de un escaso musitar —la «respiración de los niños» o el «resuello» de la mujer—, y un rumor para el cual no hay nombre –«el ruido ese»– y sólo se define por lo que no está —«es el silencio». Decir «ruido» o decir «silencio» es no poder decir «qué es» aquello sino sólo evocar lo brumoso o lo borroso para la conciencia: el ruido, una maraña donde lo distintivo se esconde y se confunde con el todo de la masa, y el silencio, una fosa donde habitan los restos rígidos del ruido. El silencio por debajo del rumor yace en la Luvina de Rulfo como materia marchita de un llano donde el aire desgasta la tierra en sordina entre las piedras: el rumor lejano del ruido deviene ahí el silencio de la nada.

 

Silencio de la música
—¿Qué es? […]
—¿Qué es qué? […]
—Eso, el ruido ese.
—Es el silencio […].

Si aquello que suena es o no real es cuestión de la mente, como ese qué que recuerda al murmullo de Doloritas en Pedro Páramo, escuchado en el silencio de Juan Preciado al descender al inframundo en busca de su padre, del cacique: Juan es Orfeo y también lo es Juan Rulfo. Con un sano tamiz paranoide, el escritor-creador musical escudriña en torno al qué suena y cómo se produce, una vocación que nace al oír la primera voz como señal de afecto que incita al oído en germen al ensueño de acercar a la madre a la cuna. La novela retiene el verbo de Doloritas en las cursivas que el autor inserta en la novela como secreta tonalidad maternal: ¿acaso coincide en el inframundo con la voz de Doloritas Páramo, históricamente una cantante y guitarrista que nace y muere en Michoacán en el siglo xix, hija a su vez del compositor Manuel Páramo?
     De los murmullos emerge entre ruido y balbuceo el también hijo de Pedro Páramo y medio hermano de Juan, Abundio Martínez, oído amordazado y voz hueca del parricida en el averno mítico de El Llano cuyo castigo no es la ceguera de Edipo en el mito griego sino el incierto silencio rulfiano: el dejar de hablar y de escuchar de un espectro inaudible y audible, el huidizo qué delmudo, el hendido ¿qué? del sordo. Abundio Martínez es —¿también acaso?— el homónimo del compositor hidalguense nacido en el chamizo otomí Zote, que linda con el pueblecito Huichapan de León; víctima de la tisis vive sus últimos días en la sordera. Ambos personajes homónimos existieron como músicos en la realidad y —si los acasos fuesen certeros— Rulfo o nosotros sus lectores acudiríamos a una y a otro músicos para entender con mayor rotundez cómo la voz materna de Doloritas  —la música primera— y la voz campesina de la madre tierra, Abundio, se manifiestan en el páramo para hacer aún más clara la inclemencia de El Llano: un apocalipsis cuya substancia es el silencio.

 

Silencio del tiempo
El legendario libro mexicano de los muertos carece de presente y su autor nos ubica por instantes en una cierta actualidad donde un apenas ahora se conjuga con un ayer yaciente en lo remoto, contenido y forma de una narración cuya propensión a desertar del tiempo se ensaya en el pardo coloquio de «Luvina»:

—¿Qué es? —me dijo.
—¿Qué es qué? —le pregunté.
—Eso, el ruido ese.
—Es el silencio […].

La simetría elástica del diálogo hace del «ruido ese» la voz de la ausencia: no es silencio corriente del mundo humano sino el tiempo atravesado de la tierra yerma ––el rumor muerto penetra un tiempo fortuito––: el murmullo remoto se cruza con el ahora en un tejido andrajoso de temporalidades hecho de amnesia y de memoria:

atemporalidad relativa: «Dio un golpe seco contra la tierra
  y se fue   desmoronando».
tiempo remoto: «Me sentí en un mundo lejano y me dejé arrastrar».
pasado inmediato: «El olvido en que nos tuvo, mi hijo».
presente relativo: «Vine a Comala a buscar a mi padre».

El ahora del presente relativo y el ayer del pasado inmediato son anzuelo literario del intento de ilusionarnos con un tiempo en apariencia reconocible que nos conduce a tientas a un tiempo cuya aura incierta evoca al no tiempo. El entreverado de tiempos arroja un devenir de rumores sin rumbo y un sinfín de murmullos dispersos en la ausencia: flota en el ámbito un ruido que nada cancela y un silencio que se enraíza y florece en el existir.

 

Silencio de la pérdida
Se oía la respiración de los niños ya descansada. Oía el resuello de mi mujer ahí a mi lado:
—¿Qué es? —me dijo.
—¿Qué es qué? —le pregunté.
—Eso, el ruido ese.
—Es el silencio.

El escenario suena a la pérdida: no es en sí el silencio lo que se escucha sino lo que revela, el sonido enmudecido pero latente, la sensación de algo alguna vez oído, la atmósfera íntima de presentir una música que, anudada al afuera, no sabe regresar a su mente de origen y deviene el ruido. La interrogante «¿qué es?» y el eco que la amplifica, «¿qué es qué?», captan «el ruido ese», un silencio que es y que no es dentro del tiempo colectivo. Ha estado ahí siempre y todos lo captan aun si optan por no escucharlo: el extraño que ignora lo que todos deciden no reconocer revela con su elemental «¿qué es?» la persistencia de un rumor distante, como un dolor sordo al que se evita aludir para no despertarlo. La contradicción ser y no ser se resuelve en el ahogo íntimo del duelo, ahí donde se incrustan el silencio de afuera y el silencio de dentro.

De Luvina a Comala
Oscura advertencia cristiana, el Apocalipsis de Juan dice ser el fin porque su fin es retardar el final catastrófico cada vez más próximo, predicción antiquísima cuya meta es combatir la conciencia del desenlace en la nada. El «¡Ya viene el lobo!» es a fuerza de repetición la cantilena católica desoída por toda una congregación que sin conciencia ni aprensión deja sus luces a una bestia que instala sus sombras día a día ––baste, sin creencia alguna, percibir la oscuridad que nos envuelve.
     En la mítica Comala no hay miedo, espantajo o profecía: en ella yace entrañado un rumor que se oculta y se asoma como el oír sordo y el hablar mudo de Abundio, aparición y desaparición fugaces de la magia que se encubre y se descubre luego de haberla mostrado. Sí y no inasibles que juegan al paso de la nada a la existencia a través del oído, él mismo invisible e intangible, para el que sólo queda el aura ilusoria, ser «el ruido ese» sin origen: la realidad canta su fantasma, «es el silencio» de Luvina.
     En el laberinto temporal de los rastros ––atemporalidad relativa, el tiempo remoto, el pasado inmediato o el presente relativo–– jamás se otea el futuro: sin piedad, Rulfo cierra todos los rumbos para oprimir al tiempo en el espacio justo de un duelo íntimo, e impide el encuentro con el exhorto a percibir el «realismo mágico» que sólo desde la superficie se le quiere atribuir. No hay realismo ni magia ahí donde no hay porvenir, ni siquiera el más calamitoso. El apocalipsis rulfiano carece de profecía: el tiempo de Comala es rehén de un infierno cuyo núcleo es un rumor enmarañado —«sí, Dorotea, me mataron los murmullos»— y cuya envoltura —un silencio mudo y sordo— no encuentra su designio.

 

 

  Julio Estrada, El sonido en Rulfo: «el ruido ese» (Instituto de Investigaciones Estéticas, unam, México, 2005).

  Juan Rulfo, Pedro Páramo (Plaza y Janés, México, 2000, p. 11).

  Ibid., p. 143.

   Juan Rulfo, «Luvina», en El Llano en llamas (Plaza y Janés, México, 2000, p. 129). La lectura corrida de las palabras en negritas intenta resaltar el juego fonético ecoico que subyace en el diálogo.

Idem.

    Idem.

Idem.

    Idem.

   Idem.

  Idem.

  Juan Rulfo, Pedro Páramo, op. cit.

   Mariano de Jesús Torres, Costumbres y fiestas morelianas del pasado inmediato (Universidad Michoacana / El Colegio de Michoacán, Morelia, 1991, compilación y notas de Juan Hernández Luna y Alvar Ochoa Serrano, p. 78).

  Julio Sesto, La bohemia de la muerte. Biografía y anecdotario pintoresco de cien mexicanos célebres en el arte, muertos en la pobreza y el abandono y estudio crítico de sus obras (El Libro Español, México, 1958, 2a. edición, pp. 61-76).

    Juan Rulfo, «Luvina», en El Llano en llamas, op. cit., p. 129.

    Juan Rulfo, Pedro Páramo, op. cit., p. 143.

    Ibid., p. 14.

    Ibid., p. 5.

    Idem.

    Juan Rulfo, «Luvina», en El Llano en llamas, op. cit., p. 129.

    Juan Rulfo, Pedro Páramo, op. cit., p. 67.

 

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