El poder de los sueños / Indra Bahadur Rai

Si los sueños pudieran controlarse y usarse de acuerdo a los deseos, tomarían la forma de algo poderoso. Serían primos dóciles de los pensamientos y la imaginación, convirtiéndose en una capacidad que podría ser muy útil para el ser humano. De ahí la importancia de recibir un entrenamiento largo y cuidadoso, por parte de un psicoanalista, para la comprensión del subconsciente. Porque a veces, cansada de la uniformidad de su producción, la naturaleza dota de este poder a ciertas personas que selecciona al azar.

      Una noche, Manbahadur soñó con alguien que no conocía:

Nunca lo había visto antes. Tampoco se parecía a ninguno de los hombres que protagonizaban las historias que había leído. Usaba zapatos rojos, pantalones caquis, abrigo verde a rayas y sombrero. Medía un metro ochenta de estatura. Cruzó la carretera y caminó hacia mí sin prestar atención a nada ni a nadie. A medida que se acercaba, el sueño se volvía confuso e incomprensible. Cuando se aclaró, me dijo: «Quieres que te dé diez rupias, ¿no es cierto? Si te digo que te las daré, no descansaré hasta hacerlo. Si hubiera sabido que necesitaría diez rupias, las habría cargado conmigo».
      «Entonces, ¿cuándo me las darás?», pregunté con severidad. Él giró la nariz larga y puntiagida, el oscuro rostro escuálido y los ojos brillantes hacia mí y aseguró: «Cargaré un billete de diez rupias conmigo todo el tiempo. Cuando me vuelvas a ver, pídemelo y te lo daré. Si falto a mi palabra, que un jeep me pase por encima». Mientras hacía su juramento, se veía extremadamente asustado.
      Ya despierto, mientras observaba las flores en el jardín, me pregunté cuál podría ser el significado de ese sueño. Decidí que representaba que el dinero es la fuente de toda disputa y profetizaba que me metería en una durante el día, así que debía conducirme con cautela.
      Caminaba sobre la banqueta hacia mi lugar de trabajo cuando me di cuenta de que había llegado exactamente al mismo punto en que había ocurrido mi sueño. Mientras la gente me rodeaba como si fuera una glorieta para continuar su camino, me detuve y examiné el lugar. Si una disputa estaba a punto de suceder, debía ocurrir precisamente ahí. Sin embargo, todos los que pasaban lo hacían a paso tranquilo y ocupándose de lo suyo. Así que me consideré un tonto y seguí andando hacia mi destino. Justo entonces llamó mi atención un hombre que vestía un abrigo de doble pechera y unos pantalones caquis desgastados. Aunque aún estaba lejos, por su forma vacilante de moverse era obvio que caminaba con miedo mientras cruzaba apresuradamente la carretera. Alcancé a ver también que llevaba un sombrero y que, aunque venía directamente hacia mí, evitaba mirarme. Cuando se acercó más, observé detenidamente su cara. ¡Era el mismo hombre! Aunque ese descubrimiento no me atemorizó, me invadió repentinamente el impulso de hacer algo irracional. Caminé tan silenciosamente como él, lo detuve y espeté: «Dame diez rupias».
      Me miró con los ojos completamente abiertos, de arriba abajo. No entendía lo que estaba ocurriendo. Tal vez trató de decirme algo pero sus labios apenas se movieron. Dio un paso atrás. Yo seguí mirándolo como si estuviera a punto de comérmelo. Una de sus manos se dirigió lentamente hacia el bolsillo de su abrigo, sacó un colorido billete de diez rupias y, sin decir palabra, me lo entregó. Lo acepté y retomé mi camino.
      Pude sentir que él se había dado la vuelta tras de mí y también cómo su mirada me acompañó hasta que la oficina postal me ocultó de su campo de visión.
      No conté a nadie el incidente. Temía que después de escucharlo hicieran innumerables comentarios, añadirían de su cosecha a la historia real y se la contarían a otros. Lo que sí hice fue examinar sin falta las diez rupias al menos una vez al día. Me preguntaba si el billete sería falso. Comparé su número de serie con otros de la misma denominación. No era falso. Empecé a cuestionarme si ese billete en particular serviría para comprar cosas. Hasta que un día traté de intercambiarlo por un libro. El dependiente lo aceptó y lo puso en la caja registradora inmediatamente. Sin pensarlo grité y se lo arrebaté. Entregué otro idéntico para sustituirlo y corrí de regreso a casa.
      Esa noche tuve un ataque de pánico ante el pensamiento de perder el billete. El hombre no volvió a aparecer en mis sueños. Tampoco volví a encontrármelo. Fui a la estación de policía para preguntar por cualquier reporte de un hombre arrollado por un vehículo. Ningún accidente de ese tipo había sido reportado en los últimos seis meses. Después de algunas visitas indagatorias, comencé a sentir que los oficiales de policía empezaban a mirarme con sospecha. Dejé de ir a la estación.
      Justo cuando intentaba olvidarlo todo y volver a mi rutina, el hombre vino a mi casa. Había adelgazado mucho y se veía frágil. Parecía aún más asustado que cuando nos encontramos la última vez. En cuanto a mí, me molestaba mucho tener que verlo de nuevo. «Por favor no te molestes por verme aquí», suplicó. Al ver mi reacción dijo con voz triste: «¿Lo que te está molestando es tener que regresarme las diez rupias? Tendrás que devolverlas de cualquier manera». «No recibirás ni una rupia de vuelta», repuse. «¿Por qué no?», a pesar de mantener un tono amable, siguió interrogándome con firmeza: «¿Por qué razón te di yo ese billete? Explícame al menos eso». Lo cierto es que para mí ésa todavía era una pregunta difícil de responder.
      «Tú dime por qué me lo diste. Porque estabas obligado a dármelo, ¿por qué si no? Medítalo con calma, y si todavía sientes que tengo que devolverte el dinero, te lo daré. Si falto a mi palabra, que un jeep me pase por encima».
      Se quedó parado ahí con expresión malhumorada mientras yo lo esquivaba y me alejaba en dirección al mercado.
      Al día siguiente volvió a visitarme. Esperó durante media hora, que pasó merodeando por el jardín hasta que me vio salir. «No tengo nada que comer, por eso estoy aquí otra vez. ¿Cómo puedes sonreír mientras me muero de hambre?». Con un tono que amenazaba con transformarse en llanto en cualquier momento, dijo, «Por favor dámelo para poder comprar un poco de arroz e irme a casa». Yo empecé a burlarme de él descaradamente: «Primero tráeme un comprobante oficial de lo que te debo. Te lo pagaré enseguida. No te comportes como niño y reclames el dinero de alguien más como si fuera tuyo. No pude haberte pedido prestada una suma tan insignificante como diez rupias».
      «¡Quédatelas! Y ojalá prosperes con las diez rupias que me quitaste con engaños. Ojalá que te salga barriga. Ahora bromeas, pero más tarde puede que tengas que arrepentirte de haberme matado. Te convertirás en un asesino».
      Un par de días después me lo crucé en el mismo lugar de nuestro primer encuentro. Sin embargo, esa vez no quiso hablar conmigo. Parecía asustado mientras corría sobre la banqueta. Yo aún llevaba el billete en mi bolsillo. Le había tomado cariño. El día que tuviera que deshacerme de él…
      Una semana más tarde, mientras iba hacia mi trabajo, lo vi de nuevo. Iba acompañado por un amigo. Este último sobresalía desde lejos porque llevaba puesto un sombrero de plumas y botas de policía. Traté de actuar como si no los hubiera visto, pero noté que mientras caminaban hacia mí él hacía una punta con sus labios para señalarme. Me pregunté qué clase de cosas habría contado para difamarme. Intenté no molestarme. Cuando pasaron a mi lado, el hombre del sombrero de plumas exclamó «¡Yuck!» y se rio. A pesar de eso, mantuve la cabeza fría. Para no cometer una imprudencia, seguí mi camino.
      Después de ese encuentro pasaron unos diez meses sin que volviera a ver al hombre ni en sueños ni en la realidad. Para entonces ya empezaba a sentir un fuerte arrepentimiento. Tal vez era verdad que no tenía nada que comer. ¿Qué, si hubiera muerto realmente? ¿Qué, si fui yo quien lo llevó a tan miserable estado? Si tan sólo pudiera tener otra oportunidad de encontrármelo. Lo había buscado por todas partes sin éxito. Ya había olvidado su cara y todo su aspecto, pero estaba completamente seguro de que había muerto.  
      A pesar de ello seguí preguntando a un montón de gente, pero no pude averiguar si él trabajaba en alguna parte de la zona. Fui al hospital, pero no había nadie que hubiera sido atropellado por un vehículo. La desaparición empezaba a carcomerme la conciencia. Sentía que tenía una especie de enfermedad del corazón y temía enloquecer muy pronto. Empezaba a creer que hasta el último día en que hubiera vida en mi cuerpo, estaría infatuado con el billete de diez rupias. Que mientras no fuera capaz de devolverlo, no podría descansar y me sentiría más inquieto cada día. Definitivamente debía hablar con alguien sobre mi condición. Si al menos pudiera ir al cementerio a llorar ruidosamente sobre la tumba de ese hombre, quizás…
      De la nada, el tipo del sombrero de plumas pasó por mi mente. Tenía que encontrármelo de alguna manera porque encontrarlo significaría resolverlo todo. Así que fui a donde lo vi la primera vez y esperé toda la mañana. No apareció.
      Al día siguiente tampoco.
      Al tercer día llevaba un buen rato parado ahí cuando lo vi aparecer a la distancia. Se comportaba de una manera que me sugería que quería que lo viera, se tambaleaba al caminar.
      Cuando estuvo lo bastante cerca para oírme, le pregunté de golpe: «¿Dónde está tu amigo?».
      Él se veía confundido.
      «¿Dónde está tu amigo?, dímelo». En mi agitación, repetía la misma pregunta una y otra vez, al tiempo que apretaba su mano temiendo que pudiera correr y desaparecer para siempre.
      «¿De qué amigo hablas?».
      «¡Tu amigo! Pasaste por aquí una vez, hablando con él».
      «¿Quién podría ser?».
      «No me salgas con eso. El de los pantalones caquis, el abrigo verde y el sombrero».
      «¡Ah! Él no es mi amigo».
      «No me importa quién sea para ti. ¿Dónde puedo encontrarlo?».
      «Está muerto».
      «¿Muerto?».
      «Ya han pasado dos meses».
      Dejé escapar su mano.
      «Él no tenía trabajo y, como tampoco tenía nada que comer, murió. Estaba enfermo. En vez de encogerse y morir en su cama, pensó que sería mejor saltar de uno de los acantilados de Kageybhir». Cuando terminó de hablar, no supe qué responder.
      Esa noche, mientras dormía, la imagen de los acantilados de Kageybhir se formó en mis ojos cerrados. La luna estaba en lo más alto del cielo de mi subconsciente.
      La figura de un alto, negro y desnudo árbol totala (1) que se erguía junto al barranco parecía resguardar bolsas llenas de dinero. Estaba parado al borde del precipicio y recordaba la silueta de un hombre mirando hacia abajo. Era un acantilado rocoso, poblado por largos helechos. Me coloqué junto al árbol y grité: «Nunca llegué a saber quién eras. Aquí tengo tus diez rupias. El sueño tuvo una influencia mágica en mí. Ésa es la única razón por la que no te regresé el dinero. No deberías estar muerto. Lo cierto es que me he vuelto muy apegado a tu billete. Aun así, si alguien me lo pidiera, se lo daría».
      Mientras organizaba en mi mente dormida el montón de cosas que quería añadir, el hombre salió de un hueco entre las raíces del árbol. «¿Estaré muerto? Parecería como si hubiera muerto por falta de dinero». Dejó pasar unos segundos y continuó: «Fui yo quien pidió al hombre del sombrero de plumas que te dijera eso». Se rio y añadió: «¿Me regresarías al menos mi dinero ahora?».
      Yo también me reí.
      Saqué el billete de mi bolsillo y se lo extendí: «Ten, tómalo. Llévate tu dinero de una vez por todas. No lo mantendría conmigo ni un segundo más». Pero cuando él lo tuvo a su alcance, extendido en mi mano, retrocedió incrédulo, como si sospechara una conspiración. «No tomaré este dinero. No ahora. ¡Simplemente no lo haré!».
      Lo arrojé al suelo y dije: «Una vez que salió de mi bolsillo, no regresará. Aquí está tu dinero. Levántalo y llévatelo. Yo me voy».
      El hombre gritó a mis espaldas: «¡No voy a tomarlo hoy! Y si insistes, te juro que saltaré de este acantilado ahora mismo».
      ¿Qué tal si por saltar en el acantilado de mis sueños él nunca despierta en el mundo real y muere otra vez? «De acuerdo entonces. Lo conservaré durante una noche más, pero tienes que venir por él mañana», le advertí mientras levantaba el billete de la tierra.

Muy temprano por la mañana, tocó a mi puerta.
      «Por favor dame mis diez rupias», exigió presuntuosamente.
      Muy sorprendido pero sin temblor en la voz, le pregunté: «Cuando te ofrecí el dinero ayer, ¿por qué te negaste a tomarlo?». «Porque eres muy listo», dijo, «tomaste mi dinero en el mundo real y trataste de devolvérmelo en tus sueños». Sentí que empezaba a comprenderlo un poco. Sentí también los síntomas iniciales de una migraña. Con mucho esfuerzo, le hice una última pregunta: «¿Debo darte el mismo billete o puedo darte el equivalente en cambio?».
      Él me dio una respuesta simple y justa: «Puedes darme cualquiera, siempre y cuando el dinero no esté sucio o mutilado».

Traducción de Iván Soto Camba, a partir de la traducción
      del nepalí al inglés de Anisha Chettri.

1   El totala es un árbol que crece en regiones montañosas. Parece estar siempre desnudo porque tiene pocas hojas. Sus flores, que aparecen antes que sus frutos, tienen propiedades medicinales y son preparadas como si fueran vegetales. En cambio, las semillas de los frutos del totala son usadas en rituales budistas. (N. del T.).

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