El perímetro del mal. Sergio González Rodríguez (1950-2017) / Mauricio Montiel Figueiras
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«Comencé a interesarme en los homicidios contra mujeres en Ciudad Juárez durante 1995», evoca Sergio González Rodríguez en el «Epílogo personal» de Huesos en el desierto (Anagrama, 2002). «Una mañana de 1996, salí de la Ciudad de México rumbo a la frontera norte. Y hallé un rastro de sangre. Desde entonces, lo he seguido […] A veces, el rastro aquel se convertía en un hilillo casi invisible, y había que aguzar los sentidos para distinguirlo. Luego se volvía ostentoso de tan evidente. Un charco de sangre espesa en el que se hunden la indignación y el azoro».
La referencia a Kurt Erich Suckert, alias Curzio Malaparte, se antoja obligada para empezar a sobrevolar el libro valioso y valiente de González Rodríguez. En el prólogo de Sangre, uno de los dos títulos escritos durante el exilio de cinco años al que fue condenado por Mussolini, leemos que un «lejano día de la guerra del 1915» Malaparte hiere a un soldado cuya pista seguirá año tras año a través de valles y montañas hasta el lecho de muerte de su hermano, frente al cual asumirá que nunca ha logrado huir del influjo sanguíneo. Al igual que Malaparte, un autor que suele frecuentar, González Rodríguez se ha empeñado en seguir, a costa incluso de su integridad física, un reguero denso que se ha colado al corazón de su trabajo literario y periodístico, al centro de su vida misma. A diferencia de Malaparte, que encuentra al final del camino un modo de restañar la hemorragia desatada por las heridas vitales, González Rodríguez no ha hallado consuelo en Ciudad Juárez, su destino, «la capital mundial de los desaparecidos» según Samuel Schmidt. Se ha topado, por el contrario, con algo peor que el propio rastro de sangre: una red firme, al parecer indisoluble, en la que se entretejen policías, políticos de alto nivel y narcotraficantes, esa macabrísima trinidad; una red que ha salido de las aguas de la corrupción, moneda común en nuestro país desde hace varios años, para ofrendar a la opinión pública una pesca siniestra: cientos de cadáveres de mujeres inocentes, sacrificadas durante ritos orgiásticos que se continúan efectuando con la venia de la impunidad. (De acuerdo con el periódico La Jornada, en tan sólo cinco días, entre el 15 y el 20 de febrero de 2003, tres cuerpos se sumaron a la ola de feminicidios en Chihuahua, entre ellos el de una niña de apenas cinco años).
Indignación y azoro: esas son las emociones que genera la lectura de Huesos en el desierto. Indignación ante el cinismo, la indiferencia y la franca estulticia con que autoridades de toda laya han obrado en el caso de las muertas de Juárez, y que González Rodríguez expone sin tapujos. Azoro no sólo ante los sótanos de abyección, de bestialidad física y moral, a los que puede descender el hombre, sino también, y sobre todo, ante el coraje que el autor demuestra a lo largo de este libro escrito literalmente con sangre.
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Si la memoria no me falla, tuve noticia del rastro funesto tras el que andaba, anda y andará Sergio González Rodríguez, en la primavera de 1996, una tarde en que fui a su departamento para entablar una de las extensas pláticas que han caracterizado nuestra amistad desde 1992. Sergio acababa de visitar al doctor David Trejo Silecio, miembro del grupo asesor de criminólogos de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal que viajó a Ciudad Juárez en otoño de 1995, en su oficina del Departamento de Patología del Hospital de Xoco, una visita que aparece descrita en el capítulo cuatro de Huesos en el desierto. Conmovido, Sergio me enseñó copias de las fotografías que le había proporcionado el doctor Trejo Silecio: «imágenes mal enfocadas y mal iluminadas», apunta en su libro, «incluidas en los expedientes de los casos del verano y el otoño de 1995», que «mostraban cuerpos deshechos a la intemperie. Imágenes tremebundas».
Imágenes, casi sobra decirlo, que me provocaron una mezcla de asco y horror profundos, y que hicieron que me preguntara cómo alguien podía convivir con semejantes atrocidades bajo un mismo techo. Quizá lo que más me impresionó fue la sensación de impotencia que transmitían las fotos: la inermidad absoluta del ser humano ante la muerte, subrayada por la ropa que a duras penas cubría los cadáveres y por los zapatos —tenis en su mayoría— colocados junto a ellos como memorandos de algo que no se alcanzaba a descifrar. Como si los asesinos hubieran decidido que a la hora de morir uno debe ir descalzo, de puntillas, para no llamar la atención.
Palabras más, palabras menos, le comenté esto a Sergio, que me relató una anécdota tremenda. En una reciente excursión a Ciudad Juárez se había internado en Lomas de Poleo, el enorme muladar semidesértico en el que se ha localizado un sinnúmero de cuerpos, para enfrentarse con una escena digna de Christian Boltanski, el artista francés de origen polaco que se ha especializado en instalaciones fúnebres: montículos de ropa y otros objetos personales dispersos por ese paraje inhóspito, abandonados por gente que cruzaba la frontera para huir de la pesadilla mexicana e integrarse al american dream. La estampa permanece fija en mi mente desde entonces.
¿Qué querrán decir esos montículos de ropa? ¿Que la fuga al norte exige el despojo absoluto, la renuncia a una parte de la personalidad? ¿Que para llegar al otro lado hay que apelar a la desnudez del recién nacido? ¿Que en ese mítico otro lado aguarda una identidad nueva, mejor que la que se ha dejado atrás? ¿Que hay que morir simbólicamente en una tierra de nadie para resucitar en una utópica tierra de oportunidades?
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En el capítulo titulado «La vida inconclusa», González Rodríguez consigna a doscientas dos asesinadas en Ciudad Juárez: dieciséis en 1993, once en 1994, veinticuatro en 1995, treinta y una en 1996, veintiocho en 1997, veintiocho en 1998, veintidós en 1999, ocho en 2000, dieciocho en 2001 y dieciséis en 2002.
La muerte y sus estadísticas pavorosas.
Consigna, asimismo, las pertenencias de las víctimas: bolsos, artículos de maquillaje, collares, aretes, anillos, joyas de fantasía, zapatos, ropa interior, faldas, pantalones, blusas, camisetas con leyendas diversas.
La muerte y sus marcas, sus patrocinadores accidentales.
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La esfera privada sometida al escrutinio público.
En La ciudad de las pasiones terribles. Narraciones sobre peligro sexual en el Londres victoriano, Judith Walkowitz estudia los cinco asesinatos de Jack el Destripador, cometidos entre el 31 de agosto y el 9 de noviembre de 1888, desde una óptica feminista. Y anota: «Como un experto viajero urbano, el Destripador era capaz de moverse sin esfuerzo y de forma invisible por las calles de Londres, traspasando todos los límites y cometiendo sus actos criminales en público, al abrigo de la oscuridad, exponiendo las partes privadas de las “mujeres públicas” a la vista de todos».
A diferencia, por supuesto, de aquellas cinco víctimas decimonónicas, las muertas de Juárez no eran «mujeres públicas»: la mayoría, se sabe, trabajaba en la industria de la maquila. Se hicieron públicas, las hicieron públicas, al ser arrancadas del ámbito privado y expuestas a la luz brutal de un caos de dimensiones escalofriantes. Sus asesinos, al igual que Jack el Destripador, han sido capaces de «moverse sin esfuerzo y de forma invisible», «traspasando todos los límites y cometiendo sus actos […] al abrigo de la oscuridad». Una oscuridad, un auténtico corazón de las tinieblas que Huesos en el desierto alumbra con implacable fulgor.
«El uso, manejo y posesión del espacio público en cuanto a los homicidios de mujeres en Ciudad Juárez», afirma González Rodríguez, «está inscrito no sólo en el arbitrio de grupos que ejercen la violencia ilegal, sino en la estrategia de dominio territorial de esta frontera». El 15 de junio de 1999, el autor padeció en carne propia ese arbitrio al ser asaltado con lujo de crueldad a bordo de un taxi en la Ciudad de México. El incidente le costó una intervención quirúrgica de alto riesgo de la que por fortuna salió con bien, y sirvió para ilustrar una vez más hasta qué punto la fuerza pública puede irrumpir impunemente en la esfera privada en nuestro país.
Así pues, tres son los cuerpos que protagonizan Huesos en el desierto; dos son privados, uno es público.
El cuerpo hecho de los cientos de cadáveres femeninos sembrados, como si fueran semillas lúgubres, en Ciudad Juárez.
El cuerpo del periodista, agredido por haberse atrevido a seguir el rastro de sangre que inicia en la frontera norte y llega hasta el centro de México.
El cuerpo del Estado, enfermo de corrupción y narcotráfico, que se disecciona para revelar una metástasis irreversible y una incógnita: ¿quién dio la bienvenida a la primera célula muerta dentro de este organismo?
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La invisibilidad de los asesinos contra la visibilidad de las asesinadas.
«Jack el Destripador no era “visible en ninguna parte”», señala Judith Walkowitz, «no era más que una sombra evanescente cuya “firma” era el cuerpo mutilado de una mujer».
¿Habría entonces que pensar que Ciudad Juárez se ha vuelto un texto maligno gracias a las manos oscuras que lo han modificado, una especie de declaración de guerra a los derechos humanos, un documento poblado de rúbricas sangrientas que nos ayudarán a entender —parafraseando el proverbio del siglo xv citado por González Rodríguez— lo escrito con la tinta negra de la descomposición política y social?
«En los reportes policiacos sobre Hester van Nierop», leemos en Huesos en el desierto al toparnos con el caso de la única europea entre las muertas de Juárez, «resulta notorio un detalle: están ausentes las referencias sobre la víctima. El testimonio acerca de la actitud de la muchacha al llegar al hotel [donde fue estrangulada], o cómo iba vestida. La forma en la que se comportaba respecto de su acompañante. Ni una palabra. Como si ella jamás hubiera estado ahí antes de morir».
Uno de los grandes logros de González Rodríguez es que llena esos vacíos y se sumerge en los agujeros negros a los que la burocracia ha querido sentenciar a las muertas. Si el autor ha dado rostro a las víctimas, las autoridades deben dárselo a los victimarios. ¿Hasta cuándo tendremos que tolerar el dudoso privilegio de la invisibilidad?
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«Los volantes de “Se busca”, que claman por las víctimas de una desaparición», leemos en Huesos en el desierto, «se han convertido en la metáfora de la vida urbana […] Pocos días o semanas después de que se los coloca […] son relevados por otro volante que, a su vez, remplazará el siguiente. Uno tras otro. Un montaje espectral de rostros, datos, señales, manchas imposibles».
Un montaje, cabe añadir, que remite de nuevo a Christian Boltanski, a sus instalaciones realizadas para evocar a las víctimas del Holocausto, cuyas fotografías borrosas —las fotos de los muertos, según Jim Crace, están sometidas a un proceso de difuminación— se hermanan en estremecedores retablos que exigen al espectador: «Recuerda… Recuerda».
«Por lo mismo, recuerda, me dije», anota González Rodríguez. «Ya eres parte de los muertos y de las muertas. Te inclinas ante ellos y ellas».
Se inclina, en efecto, y con mano segura erige, a la manera de uno de los personajes más entrañables de Henry James, su propio altar de los difuntos. Un altar que necesita lectores en lugar de velas, o mejor, lectores como velas que contribuyan a iluminar la memoria de las asesinadas.
Recuerda, sí. Recuerda.
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En La invención de la soledad, su réquiem por el vacío paterno, Paul Auster escribe: «La muerte despoja al hombre de su alma. En vida, un hombre y su cuerpo son sinónimos; en la muerte, una cosa es el hombre y otra su cuerpo. Decimos: “Éste es el cuerpo de X”, como si el cuerpo, que una vez fue el hombre mismo y no algo que lo representaba o que le pertenecía, sino el mismísimo hombre llamado X, de repente careciera de importancia […] La muerte lo cambia todo. Decimos “Éste es el cuerpo de X” y no “Éste es X”. La sintaxis es completamente diferente. Ahora hablamos de dos cosas en lugar de una, dando por hecho que el hombre sigue existiendo pero sólo como idea, como un grupo de imágenes y recuerdos en la mente de otras personas; mientras que el cuerpo no es más que carne y huesos, sólo un montoncillo de materia».
La muerte como alteración sintáctica prolifera desde 1993 en el norte de México, deformando aún más el discurso oblicuo de las autoridades.
Una muchacha desaparece. Cuando es localizada, ya no tiene identidad: es otro «cadáver de», otros «restos de», una más de las muertas sin fin de Ciudad Juárez. González Rodríguez recupera esa identidad, aclara la foto de «Se busca» para rescatar el factor humano en medio de la barbarie.
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Desde que la descubrí, no deja de inquietarme la similitud entre el asesinato de Jean Ellroy, la madre del escritor estadunidense James Ellroy, y los feminicidios de Ciudad Juárez. El cuerpo de la pelirroja, como el propio autor la llama, fue hallado el domingo 22 de junio de 1958 en un suburbio de Los Ángeles, junto a un campo de beisbol, oculto entre unos matorrales. La mujer había sido violada y estrangulada con una media de náilon y una cuerda para tender la ropa; tenía el sostén levantado.
Éste es el punto de partida de Mis rincones oscuros, la autobiografía en la que Ellroy ajusta cuentas con sus fantasmas personales, una obra valiosa y valiente como la de González Rodríguez que es a la vez un tratado que abarca treinta y ocho años de la historia criminal de Estados Unidos —de California en particular— y una crónica de la investigación que, en un intento por resolver el asesinato de su madre, Ellroy emprendió en 1994 con ayuda de Bill Stoner, un policía que había aprendido «que los hombres mataban a las mujeres porque el mundo lo ignoraba y lo condonaba».
El parentesco entre Mis rincones oscuros y Huesos en el desierto va más allá de los crímenes sexuales que ambos libros exploran. Tanto Ellroy como González Rodríguez han elegido una estrategia que apela al distanciamiento narrativo; al cotejo de archivos, fuentes y versiones encontradas; al empleo de una prosa telegráfica, diríase quirúrgica, desprovista casi por completo de adornos literarios, y sobre todo al mestizaje de géneros, algo que se puede entrever en la frase contundente con que arranca el primer capítulo de Huesos en el desierto: «Hubo en el origen un deslizamiento fuera de los límites».
Y hay más. Dice Ellroy que la región donde fue encontrado el cadáver de su madre, San Gabriel Valley, «definía el crimen. Era el crimen en sí misma». ¿No es factible aplicar esta definición a Ciudad Juárez? ¿Será que la violencia ciega, emisaria favorita del mal, selecciona perímetros perfectamente acotados que se reproducen como amibas a lo largo y ancho del mundo? ¿Será que la muerte endémica es antes que nada un asunto territorial?
«Los muertos pertenecen a los vivos que los reclaman con mayor tesón», leemos en Mis rincones oscuros. González Rodríguez se ha adueñado de esta idea para llevarla a sus últimas consecuencias.
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La realidad supera a la ficción, reza el dicho. Yo creo, por el contrario, que ambas se han fundido en una simbiosis inextricable.
En Puertas abiertas, uno de sus mejores libros, Leonardo Sciascia narra el proceso a un hombre condenado a la pena capital por haber apuñalado a su mujer, a un contable y a un abogado en el Palermo de finales de los años treinta, una «ciudad irredimible» como Ciudad Juárez. Sciascia describe al protagonista de su novela, el juez a cargo del proceso, como un hombre pequeño, aunque especifica: «Llamarlo pequeño siempre me ha parecido una forma de indicar su grandeza: por las cosas mucho más poderosas con las que serenamente se [ha] enfrentado». Esta descripción, pienso, dibuja de una pincelada a Sergio González Rodríguez.
Uno de los primeros diálogos sciascianos entre el juez y el fiscal al frente del caso de triple homicidio se da en el siguiente tenor. Comenta el fiscal:
—Como usted sabe, aquí [en Palermo] se dice que desde que está el fascismo podemos dormir con las puertas abiertas…
A lo que el juez responde:
—Yo cierro siempre la mía.
—Yo también —replica el fiscal—, pero hemos de reconocer que la seguridad ciudadana ha mejorado notablemente de quince años a esta parte.
El propio Sciascia derrumba esta certeza en otra novela publicada un año después que Puertas abiertas, El caballero y la muerte, de donde González Rodríguez extrae uno de los epígrafes de Huesos en el desierto: «De modo que cabe sospechar que existe una Constitución no escrita cuyo primer artículo rezaría: la seguridad del poder se basa en la inseguridad de los ciudadanos».
«Las puertas abiertas», explica Sciascia. «Metáfora suprema del orden, de la seguridad, de la confianza: “Se duerme con las puertas abiertas”. Pero era, mientras dormían, el sueño de las puertas abiertas; al que correspondían en la realidad cotidiana, cuando estaban despiertos, y en especial para el que quería estar despierto, indagar, comprender y juzgar, cantidad de puertas cerradas». Parafraseemos: González Rodríguez es uno de esos pocos que quieren estar despiertos, indagar, comprender y juzgar, y al toparse con una cantidad ingente de puertas cerradas merced a la burocracia y «el beneficio de los secretos compartidos» se vio obligado a abrirlas con su olfato incansable, acuñando un término —fronterización— para un fenómeno al que Sciascia se había referido en su momento como sicilianización, es decir, el contagio generalizado de los nexos entre mafia y poder estatal.
El último diálogo de Puertas abiertas ocurre luego de que el juez se entera de que, pese a los esfuerzos suyos y del jurado, la pena de muerte se aplicará al asesino.
—Es una fantasía —le dice el fiscal—. Pero usted sigue teniendo miedo, terror.
—Sí —contesta el juez.
—Yo también. De todo —concluye el fiscal.
Esta declaración novelística resuena en las palabras del doctor David Trejo Silecio, citadas por González Rodríguez:
—Si todo el caso del egipcio y «Los Rebeldes» fue inventado, entonces hay que tener miedo.
Hay que tener miedo, sí. De las autoridades que dejan «las puertas abiertas al crimen organizado», según señala Jaime Hervella, fundador de la afapd, en Huesos en el desierto, aunque también de los vínculos cada vez más estrechos entre realidad y ficción.
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«Tengo a mi lado una fotografía aérea de Ciudad Juárez», relata González Rodríguez en su «Epílogo personal». «Me la regaló un amigo. Fue tomada treinta o cuarenta años atrás. Trato de escrutar en sus perfiles y detalles, en la traza urbana que empequeñecen las montañas y el desierto, el asomo de un mensaje oculto. Es un recurso inútil, vacuo».
Antes que una fotografía aérea, Huesos en el desierto compone un mapa terrestre, fidedigno, de una urbe que por desgracia ha mutado desde 1993 en uno de los perímetros más perversos de la historia criminal contemporánea. Un perímetro que trazaría un hexágono irregular, desproporcionado, en el que destacarían los siguientes vértices sangrientos: al norte, Lomas de Poleo, el punto más alto, y el centro de Juárez, conocido también como la zona roja; al poniente, Cerro Bola; al oriente, los campos de algodón donde fueron localizados ocho cadáveres en noviembre de 2001; al sur, Zacate Blanco y Lote Bravo, el punto más bajo.
Seis vértices. Seis, el mítico número de la Bestia. En el mundo rara vez hay casualidades.
«Las muertas de Ciudad Juárez», dice Sergio González Rodríguez, «[plantean] un acertijo donde se [transparenta] el país: la dificultad de la justicia y el peso de sus inercias de ineptitud y corrupción. Pero la certeza del mal en una frontera mexicana también se [expande] poco a poco hasta rebasar el perímetro de la aldea, e incluir lo global».
La advertencia está hecha: hay que escucharla. Hay que atender el coro que canta en Huesos en el desierto: voces vivas, voces muertas, las palabras de una tribu que habita un perímetro maligno y que exige respuestas a las preguntas que se vienen calcificando desde hace años.
l Texto leído en la presentación de Huesos en el
desierto, el domingo 9 de marzo de 2003, en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes,
en la Ciudad de México.