Guadalajara, Jalisco, 1979. Su libro más reciente es Los peores vecinos del mundo (Notas sin Pauta, 2021).
El problema es que cualquier cosa puede despertar la nostalgia y ya estamos nadando, no en el eterno presente, sino en el improbable pasado o en el futuro que no existirá. El problema es que, contrario a lo que se cree, la nostalgia es olvidadiza. Recuerda con oportunismo, disuelve detalles a conveniencia para contarnos una mejor historia. El problema es que la nostalgia es una instantánea desmenuzada con obsesión, pero sólo de lo que nos endulza el oído y de aquello que nos gusta libar con frenesí.
El problema es que este problema es tan adictivo que hasta nos hace anhelar nuestra adolescencia. El problema es que en unos años nuestra nostalgia estará invadida de nostalgia, ¿cómo llamaremos a eso: nostalgia nostalgizada? En unos años los hoy adolescentes tendrán nostalgia por series ambientadas en los ochenta y noventa. Recordarán canciones que están en los tops musicales del mundo y plataformas de streaming y que, sin que lo sepan —y no tienen por qué—, son remakes de canciones de las décadas doradas del siglo XX.
Declaro que es problema como una provocación porque, en realidad, no es que en otros tiempos hubiera sido diferente. Grease, la famosa película interpretada por Olivia Newton-John y John Travolta de 1978, no es otra cosa que una gran oda a los años cincuenta. Está ubicada en el periodo escolar de 1958-59 y ha sido un éxito desde entonces. Obras de teatro, nuevas series y hasta grupos inspirados en Grease vuelven a estar de moda por amor a los ochenta, por amor a los cincuenta. Son los favoritos de personas jóvenes que se unen a otras menos jóvenes porque les hacen recordar cuando eran niños y sentir nostalgia por un tiempo desdibujado que no vivieron pero que vivieron con todo su ser.
Y no basta la nostalgia por el pasado de un época ya pasada, sino que, ahora que transitamos los nuevos años veinte, tenemos reencuentros de esos grupos de los ochenta nostálgicos por los cincuenta para recordar nuestros años adolescentes en plena edad media. ¿Hasta cuándo reciclaremos modas nostálgicas? Quién lo sabrá. Y ¿desde cuándo hemos suspirado por épocas pasadas? Desde siempre. Sin muchas escalas podríamos llegar hasta la Grecia antigua en donde no había nostalgia sino epopeya.
Quizá la causa de todo este embrollo, es que somos propensos a la nostalgia y todo lo convertimos en material para alimentar esa hoguera que ya nos quema. Incluso creamos nostalgia absurda, como cuando recordamos los juguetes de la infancia que, bien vistos, eran artefactos peligrosos. Cuando recordamos tecnología obsoleta y descartamos los recuerdos de todos los inconvenientes que tenían. O cuando nos damos cuenta de que el futuro que creímos posible jamás será.
Problematizar la nostalgia nos hunde en la nostalgia y este es un pantano en el que uno puede quedarse atrapado para siempre, como Artrax en el Pantano de la Tristeza. Aunque el Pantano de la Nostalgia no consume la esperanza y la alegría como en el que quedó el caballito compañero de Atreyu, más bien nos baña con estas y por eso no queremos salir de ahí. Aprendemos demasiado pronto que de eso hay muy poco en la vida. Cuando por primera vez nos damos cuenta de que hemos crecido, quedamos atrapados pero sonrientes en el pantano de la nostalgia. Cuando comprendemos lo que significa que algo es irrecuperable.
La nostalgia, como toda adicción, tiene mucho sentido en este camino de rocas afiladas, para acolchar este tránsito impuesto llamado vida. Buscamos regodearnos en la dulce nostalgia porque nos va mejor la posibilidad de la felicidad que tuvimos que la infelicidad inmediata. Y como cualquier adicción, aunque sepamos de sus perjuicios, de sus trampas, de su futilidad, volvemos a ella una y otra vez, y aun sabiendo, o quizá por esto mismo, que el efecto dura poco, como el impulso más alto en un columpio.
Y de todas formas la problemática nostalgia es necesaria porque, adictiva y tramposa como es, también nos recuerda quiénes fuimos, qué nos hacía cantar, ilusionarnos, soñar. Nos recuerda cómo nos hemos construido. Es el espejo en el que nos miramos siendo niños sin el peligro de serlo, es el reflejo del enamoramiento que nunca más volveremos a sentir. Se anida en la ignorancia de saber que aquella reunión fue en la que estuvimos juntos. Contiene la materia de las costumbres ya irrepetibles que por necedad queríamos salir, sólo para darnos cuenta de que las extrañamos una vez que se esfumaron sin notarlo siquiera. Por eso una y otra vez intentamos construir nuevas cosas con ese material inasible, etéreo, y esto funciona porque recrea momentos que nos mecen con dulzura, aunque sea por un instante.