El país del odio

Raimundo Carrero

(Salgueiro, Pernambuco, Brasil, 1947). Este cuento se tomó del libro Estão matando os meninos (Iluminuras, 2020).

Amelia despertó. Abrió los ojos. Estaba oscuro. Movió la cabeza sobre la almohada. Y respiró hondo, cada vez más hondo. Le pareció extraño el olor a querosene. No era el olor que sentía todos los días al oír el cencerro de las reses, raras reses. Movió el brazo derecho cuidadosamente, no podía hacer ruido. Nadie podía sospechar; estaba despierta. Con miedo, contuvo la respiración. El pecho subía y bajaba con dificultad. ¿Qué estaba haciendo? El olor del amanecer era comúnmente a maíz seco, había incluso una habitación con el maíz embolsado. Poca cosa, del sacrificio del padre, apenas para consumo doméstico, nada más.

¿Debía esperar el sol o salir corriendo? ¿Quién sabe ir a la habitación donde la madre dormía sola en la cama grande, desde que el marido había sido asesinado? Ahora ya no era más sólo el olor, se movían afuera, alguien se movía, conversando. Más de una persona. Si aprovechara aquel instante en que las voces se arrastraban en la oscuridad podría bajar de la cama, salir de la habitación y acostarse con su madre. Las dos juntas sería mejor. Escuchó toser, nuevamente. ¿Sería posible huir? ¿Y la madre? ¿Ella aguantaría correr? Tal vez salir corriendo hacia el jardín. Inmóvil, los ojos de un lado a otro en la habitación oscura. El llanto en la garganta. La niña evitaba llorar para no llamar la atención. Ella lo sabía, pero el recuerdo del asesinato del padre le revolvió el corazón y tuvo que cubrirse el oído con la mano derecha para no explotar en llanto. No había sábanas, y ella apretó aquel harapo que hacía de cobija. Debía despertar a su madre de alguna forma. Los hombres estaban tramando algo y lo mejor sería llamarla.

El padre había vivido para amarlas, lo recuerda bien. Recuerda aun más cómo era el amanecer. Él estaba allí cerca, casi siempre en la habitación: Levántate, Amelita, ve al jardín. No, ahora no. Mamá quería que fuera a ayudarla en la cocina. No, las niñas son para jugar, no son para trabajar, ven conmigo. Fue igual el día en que fue asesinado. Los delincuentes llegaron temprano. Como ahora, dijeron Levántate, hombre. Se levantó y de inmediato pidió: No me mate delante de mi hija. Deja de ser cobarde, eso no es cobardía, es protección. Ya estaba rendido.

Uno lo sujetaba del cuello y el otro le pasaba el cuchillo en la pierna, como si lo estuviera afilando. Impresionaba, y mucho, la frialdad de la madre cuando imploraba: Sólo terminemos con esto, lo que tenga que ser, será. Mátenlo de una vez, pero no lo maltraten. El padre respiraba aceleradamente y transpiraba, transpiraba mucho. La camisa empapada de sudor. Le temblaba el mentón, pero no era de miedo, ni de frío. La niña creía sinceramente que estaba enfadado. Muy enfadado, pero no con odio. Odio era algo que el padre no alimentaba. Lo que tampoco era bueno, le gustaría que el padre respondiera con la misma fuerza. Era así el padre, no odiaba, capaz de muchas valentías, no odiaba, distinguía muy bien una cosa de la otra. Pero ahora, ahora mismo, en este instante, prefería que el padre odiara. La madre fue arrastrada a los gritos hacia el jardín, y, aun así, logró huir. Ella, Amelia, pensó en vengarse con el cuchillo del almuerzo. Ni consiguió pensar, recibió un golpe en la cabeza y se arrodilló. Apenas había dado un paso en el jardín. Viviría el resto de su vida para olvidar aquel grito ronco, fuerte, estremecedor. El padre había sido asesinado con un disparo en el corazón. La última imagen de aquel hombre: caído en un charco de sangre, la boca abierta en un grito, el rostro trastornado, la muerte. Ella estaba a punto de caer en lágrimas, pero sus piernas se desplomaron. ¿Aquella voz sería la del delincuente?

Sabes por qué mueres, ¿no lo sabes? Eres negro, negro y canalla, el negro merece morir sangrando, no hace falta que haga nada, sólo basta el color.

Cuando despertó era todo silencio, sólo de instante a instante los grillos cantaban. La madre vino arrastrándose y cubrió sus ojos con las manos, No mires, hija, no mires. Voy a llamar a los tíos para que entierren a tu padre.

Ey, niña, vamos a volver, ¿sí? Tan rápido, no esperaba que la vuelta fuera tan temprana.

En cuclillas sobre la cama y después en el piso, salió de la habitación, tocó el hombro de su madre: Mamá, volvieron para matarnos. Despierta, le pidió: Tranquilízate, vamos a salir, ¿cuándo vinieron? Llegaron hace tiempo y desparramaron querosene. Quieren quemar la casa con nosotras adentro, dijo la madre. No hables, mamá, pueden oírte. Ya nos oyeron, hija. Organizaron la fuga y sólo esperaban que llegara la hora. ¿La hora? ¿Qué hora? Entonces huyamos. Espera, ¿no vamos a llevar nada? ¿Y qué es lo que tenemos?

Ya estaban saliendo por la parte de atrás cuando escucharon el ruido de la puerta de adelante forzada.

—Negra, hija de puta.

—Corre, hija, corre, no mires para atrás.

Salieron hacia el jardín, al principio de manos dadas, hasta que se soltaron y cada una ganó su destino. Oyeron los tiros por la espalda.

—Sujeta a la negrita… Sujeta a la negrita…

—¡Ay!… ayúdame, Dios mío…

El grito es de su madre, sin duda. Amelita sintió una tristeza vertiginosa mientras corría, si aquello puede llamarse correr. Enganchándose en las ramas secas, rasgando el vestido, tropezando, cayéndose, avanzando. Y gritando, hasta que entendió que los gritos atraían la atención de los perseguidores. Quería sentarse y llorar. Y llorar. Pero ahora era necesario correr, acelerar los pasos, alterando el ritmo y la dirección, siempre cambiando de dirección. Lloraba. No llores. Lo hace aun más difícil.

No se controló, no logró controlarse. La madre se lo pidió, aún escuchó aquel hilo de voz. Paró. Miró hacia atrás. No había olvidado buscar a su madre. Escuchó un enorme ruido, una explosión. Ahora ve la casa ardiendo, quemándose, las llamas subiendo en todas las direcciones. No, no había vuelto para apagar el fuego, pensó todavía. Volvió a caminar de espalda a la casa. Desde lejos, protegida por las ramas secas, carbonizadas, lograba andar sin ser vista, tan pequeña y tan delgada. Miraba por encima del hombro. Tal vez con indiferencia. ¿Quién sabe?

Su rostro tenía algo de indiferente. Inmóvil, distante, quieto. A los nueve años un rostro lleno de arrugas, sobre todo en la frente, esa fuerte frente marcada, y las cejas destacando una mirada vigorosa, pero triste, como esas mujeres que no saben dónde esconder el sufrimiento, que muchas veces se revela en las pupilas.

Lo veía, sus ojos lo veían: la casa de barro ardía. Una hoguera de llamas intensas y densas, hacia lo alto y hacia el más allá, escupiendo fuego con avidez en una mezcla de rojo, amarillo, azul, lanzando un humo negro o grisáceo que se esparcía. No puede dejar de exclamar en su silencio afligido. ¡Es tan lindo! Y continuó caminando, caminando, principalmente cuando recordó en esa asustadora memoria que junto a su madre debían estar allí dentro, las dos abrazadas o gritando, transformadas en carbón. Gimiendo y llorando en este valle de lágrimas. Y caminaba y caminaba. Amelita caminaba en su soledad.

—¡La niña, la niña!

Allí decidió aceitar las piernas y corrió, y corrió. Aquello era una advertencia para que se cuidara, porque estaba siendo perseguida. No le es fácil continuar, aunque conozca el terreno palmo a palmo. No con ese dolor, no con ese sufrimiento, no con esas lágrimas. Cuando le preguntó a su padre por qué eran perseguidos, a veces apedreados en la plaza, respondió seco y directo:

—Porque somos negros, hija, porque somos negros.

—¿Y nadie hace nada?

—Sólo nos necesitan en la esclavitud.

—La oficial, aquella que está en el papel, la rompieron, no vale nada.

—¿Por qué la rompieron?

—Porque es una ley.

—¿Y la ley no sirve?

—Sirve, pero es una ley. La ley no sirve, hija, la ley no sirve cuando no corre en la sangre. Si no corre en la sangre, es sólo un papel, ¿entendiste?

—Entender bien, bien, no entendí. Pero, si es así, lo entiendo.

Podía esconderse por allí, podía, pero no era conveniente. La encontrarían enseguida. Volaba, las piernas golpeando una a otra, y casi chocándose en los árboles. Avanzaba. Se arañaba en las piedras, se cortaba, sangraba. No conocía más que el dolor, el sufrimiento, la vida negra, negra y delgada, imposible. Amelita sangraba, sangraba. Amelita sangraba siempre.

No se dio cuenta de que, a lo lejos, ya podía verse Arcassanta. Era el mismo conjunto de casas, jardines, calles, engrandeciendo la torre de la iglesia, y, en ciertos momentos, incluso el Cristo Redentor, al que la ciudad y toda su gente reverenciaban. Disminuyó la marcha, ahora transformada en largos pasos. Con mucho esfuerzo, controlando la respiración, todo con prisa, con mucha prisa alteraba el camino, siguiendo un recorrido no muy habitual, para resguardarse en una cerca, un área de abundantes pastizales.

Ahora prácticamente caminaba, hasta encontrar más adelante Arcassanta. Ya pasando por detrás del colegio, después de atravesar la sierra del Cruzeiro, necesitaba caminar un poco más para entrar en la avenida ancha y larga.

Descalza, los pies le ardían, le ardían mucho, pero lo que quería era protegerse. Buscaba algunos lugares que le parecían más seguros, pero no quería pensar en su madre atacada a tiros, aquella mujer corriendo por el jardín con los brazos levantados, gritando Dios mío, ayúdame, Dios mío, ayúdame, frente a la casa en llamas, enloquecida. Posiblemente enloquecida.

Mientras caminaba, ahora sólo caminaba, el cuerpo se relajaba y le venían las ganas de llorar. En aquel llanto de sollozo y lágrimas, se limpiaba el rostro con las manos, con los dedos sucios, que después secaba en la falda.

Distraída, entró en la avenida, ¿sería realmente una avenida?, larga, ancha, soleada, muy soleada, y se dio cuenta de que no sería conveniente andar por allí porque se exponía mucho, era apenas una niña asoleada caminando expuesta, como están expuestas las piedras y las calles.

Decidió cambiar el rumbo y entró en el primer callejón, esquivándose y escondiéndose, no podía darse el lujo de caminar tranquila por la calle o por la acera, el compadre Zuza estaba en camino y bastaba que disparara de cualquier lugar. Tan luego el compadre Zuza que el padre admiraba tanto. Y, después de todo, esta Amelita asustada era ahijada del compadre Zuza. El padre siempre le decía a la mujer, en conversaciones en la cocina: El compadre Zuza es un hombre respetuoso, un gran trabajador. Sobre todo cuando le comentó a la esposa, doña Dolores, que iba a elegirlo como padrino de Amelita. ¿Por qué? Ni siquiera es tan amigo nuestro. La mujer preguntaba apoyada en la encimera de la cocina, el codo apoyado en la mano izquierda, bebiendo café. Porque es un hombre correcto, un hombre de bien. Me dan miedo esos hombres de bien. ¿Por qué? Porque los hombres de bien sólo son hombres de bien según les convenga.

Era difícil, lo reconocía. Era difícil, pero necesario. Subir allí en el muro amparándose en la tubería. Arriba del muro, pasaba de un jardín a otro. Oye, niña, ¿qué estás haciendo ahí? Igual pasaba. Asustada, pero pasaba. Se arañaba la blusa, se ensuciaba la blusa, se rasgaba la blusa, pero pasaba. ¿Qué es lo que quiere esa negra? El hombre gritaba, parado, en la terraza de la casa. ¿De qué estás huyendo? Antes de que se le acercara, saltó al otro lado. Corrió. En medio de las malezas mantenía la prisa, donde los cerdos gruñían y las gallinas picoteaban. Aprovecha el silencio. Piensa que es una tregua de la persecución. Se apoya en el muro y escucha la bala perforando la pared. Tiembla de miedo, mucho miedo. Después de todo, pensaba que merecía una tregua. En cuclillas, anda en cuclillas con la palma de la mano derecha amparándose en la tierra rojiza, sucia de excremento de gallina, de cerdo y, sin duda, de chivo, animales que andan sueltos en esas tierras.

Entra en un arbusto y corre sin velocidad, sobre todo porque la falda quedó enganchada en el alambre de púas. De todos modos, debía salir rápido de allí.

Tras el corral descubre un pequeño descampado y dispara, dispara como un tiro, sin olvidar permanecer agachada, ya con las pequeñas piernas exhaustas, casi paralizadas por el dolor y por el miedo. Un miedo casi aniquilante. Se revuelca en el piso, golpea con el mentón en la tierra, y se levanta, se levanta rápidamente, no totalmente en pie, porque necesita protegerse, y protegiéndose llegó al otro lado del descampado.

Así es como, finalmente, llega a la feria de la cebolla y se mezcla en el medio de las personas, de las baratijas y los puestos.

Sigue como si nada estuviera sucediendo, y enseguida es interrumpida por un hombre que la agarra del brazo:

—¿Adónde piensas que vas, jovencita?

Sacude el cuerpo y se esquiva. No quiere hablar, no puede hablar, también porque no sabe qué decir. Se suelta y corre entre las personas, choca que choca, choca aquí, choca allá, ahora llora, llora con rabia. Quisiera desaparecer. Pasa por debajo de un puesto, se esconde entre las telas, paños coloridos, bolsas, bolsones. Y se pregunta si debe permanecer allí. Por lo menos, es lo que pretende. Oye voces, muchas voces, voces de feria, y espera reconocer alguna de ellas, tal vez la del compadre Zuza.

Amelita salió. Vistió un atuendo que había elegido antes, toda atolondrada, confundiéndose. Se puso el gran sombrero de fieltro. Llegó a la acera.

Nadie desconfió de aquella señora bajita que caminaba rengueando, sandalias flojas, el inmenso sombrero protegiéndole el rostro. Ni siquiera los ebrios que pasaban todo el día bebiendo en el bar de la esquina, mostrándolo a las personas que pasaban. Los ebrios no reconocen la belleza.

Traducción del portugués brasileño de María Inés Simon.

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