El mensajero / Maria João Cantinho

El viejo José se sentó en el umbral de la puerta. Sus ojos estaban cubiertos de enormes cataratas y se fijaban en un lejano punto imaginario. Mientras estaba así, su existencia presente cedía lugar a la inmaterialidad pura del rememorar. Su pasado se transformaba en la única vivencia posible del hombre viejo.
      Desde el año anterior vivía solo. Unos habían partido lejos, otros ya no estaban entre los vivos. Ahora, ahí estaba él, esperando su propia muerte.
      Mientras estaba sentado bajo la luz cálida del sol mediterráneo, frecuentemente dormitaba, pero ese sueño era, la mayoría de las veces, de tal modo profundo que soñaba por cortos periodos de tiempo, percibiéndolos como una eternidad. Durante la noche, el miedo al vacío lo poseía de tal forma que su cuerpo se volvía incapaz de ceder al sueño. Por eso se adormecía tantas veces durante y bajo la clara luz del día.
      En la medida en que se iba volviendo más viejo y el rostro se le arrugaba como un pergamino, sus sueños se volvían cada vez más extraños y bellos, inquietándole intensamente el profundo significado de esos mensajes.
      La noche cayó y con ella descendieron la oscuridad y el miedo. La extrañeza se instaló insidiosamente en todos los lugares y en todas las casas, cubriendo todo con su manto añil y etéreo, de puro silencio. La noche no vendría mansamente, seguida del triste crepúsculo, sino que caería abruptamente, informe en su materia, pegándose al rostro del mundo. Como una máscara definitiva, se cubriría del misterio de la sombra total, que nos parece normal apenas por el hecho de que nos hemos habituado a ella. Se injertó la falsa quietud en los cuerpos, como una fuerza terrible y oculta, volviéndolos desmesurados, artificiales y crueles, a la feble luz del claro de luna. Una neblina fría envolvía todo y el silencio se hizo tan pesado que no podía escucharse el propio latido del corazón. La consistencia misma de las figuras le parecía despojada de sí misma y era como si las casas y las personas, las calles, no tuvieran identidad. José tembló y un escalofrío le recorrió toda la superficie del cuerpo, aunque el frío no se hiciera sentir.
      En el centro de la plaza sonó un maullido. Largo y triste, interminable en la noche. Podía verle la mirada felina y desafiante, a través de la noche. Tal como había aparecido, de una forma súbita, también desapareció. José se lanzó detrás de él, en una persecución desenfrenada e irreal, a través del espacio y del tiempo que los separaba. Mientras corría, las calles se agrandaban, se distorsionaban, y era difícil saber lo que veía. Entonces una enorme roca, densa y opaca, negra, se le atravesó. Formaba una vasta plataforma, sobre la cual se podía observar una forma femenina, vestida de blanco, a semejanza de las antiguas vírgenes vestales.
      Frente a la extraordinaria visión, el hombre viejo se paralizó brutalmente. Era una mujer de belleza perfecta, lunar y fría. Tenía una piel magnífica, tan clara y transparente que se podían ver los filones azules, las venas, bajo la clara superficie de la piel. Y, luego, aquellos ojos negros, gélidos como el viento del Norte, asolando el rostro, ojos pétreos y fijos, dos banderas negras que ondeaban en la oscuridad. Traía los larguísimos cabellos amarrados en lo alto, formando una trenza. Sus labios, en su trazo fuerte y bien marcado, eran de un tono rojo oscuro, casi morado, tan bellos y fríos como las demás facciones del rostro, inolvidable visión de la terrible belleza. Las aletas delicadas de su nariz, alargada y fina, vibraban ligeramente. En algún momento, la fría belleza de la mujer se suavizó con la tenue luz de una sonrisa o de una desidia cercana a la comprensión. José pudo ver el rostro sobrenatural temblar como si golpes de aire, invisibles y fuertes, le fustigaran. Su cuerpo, alto y bien torneado, levemente anguloso y fino en los tobillos y demás articulaciones, hacía justicia a su rostro, con sus músculos firmes.
      Entonces José asistió al más espantoso de los acontecimientos. Del rostro le brotaron pelos negros que la envolvían lenta e inexorablemente, primero el rostro, después, cubriendo todo el cuerpo. La boca se alargó hacia el frente, tomando la forma de un hocico animal. Comprendió, aterrorizado, lo que aquello significaba. Observaba una terrible metamorfosis y se perdía en el seno de un innombrable miedo, impotente de hacer cualquier cosa. Allí estaba, paralizado, inútil.
      Lágrimas tristes escurrieron por el rostro animalesco de la mujer gato, prisionera de su condición. Un maullido triste invadió el paisaje lunar, como un llanto de un niño.
      Al despertar, José estuvo durante mucho tiempo pensando en esa parábola soñada. El miedo que sentía se le pegaba a la piel, helado y viscoso, y, como no conseguía liberarse de él, entró en una apatía que lo volvía incapaz de hacer cualquier cosa. Entonces, paralizado de terror, se quedaba suspendido, como en un fragmento de tiempo cristalizado, sin pasado ni futuro, hueco e inerte. Y en ese abrazo del vacío, el terror lo amedrentaba, creciendo en él como enfermedad incurable.
      Era una noche gélida y él se perdía en el desierto, deambulando a través, con el rostro petrificado y reventado por el pasado. Todo se volvió parte de la superficie ilusoria de una memoria total. El canto de las tinieblas se elevaba del desierto y él esperaba, escuchando. ¿Se interrogaría acerca del tiempo? Y sentía que era necesario persistir en esa búsqueda, pues la memoria era todo lo que le quedaba de sí mismo. Por eso era necesario persistir, buscar algo sin saber claramente qué, saber lo que había más allá de la memoria…
      Lo que le quedaba, el cuerpo cansado y roído por el tiempo, se tumbó en el desierto helado y no conseguía erguirse ni mover siquiera un dedo. Sus ojos de hombre viejo se entreabrían, ofuscados por el poder terrible de la luz inmensa e intolerable. Vio el bulto blanco y resplandeciente que caminaba en su dirección, desfigurado por los brillos reflejados de la luna clara. Blanca, lenta e inexorable, ella caminó, con pasos seguros y calmados. Lo cubrió con su cuerpo suave y cálido, y sus ojos negros y danzantes le penetraron por dentro del alma, poseyéndolo. El inaudito terror que sintiera, en su cercanía, se desvaneció cuando adentro de él ella sumergió su mirada oscura. El calor irradió arriba del cuerpo, llegando por los pies, haciéndose acompañar de una progresiva pérdida de fuerzas. Dejó de escuchar y sentir el latido del corazón y la sangre se paralizó en las venas, sin ruido, sin nada. El silencio sobrevino, mortal, hecho de oscuridad total. En una mirada final, él vio, ya no el rostro lunar y perfecto de la semidiosa, más bien una horrible y aterradora cabeza de gato, cintilando en los ojos de la muerte.
      No despertó. Y nunca hubo quien fuera capaz de explicar por qué motivo un gato negro se encontraba acunado en su regazo. Lo cuentan aquellos que lo vieron y no los que saben.

Traducción del portugués de Sergio Ernesto Ríos

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