El laberinto acelerado [fragmento] / Adam Foulds

John Clare era el más grande poeta del mundo natural que el Reino Unido ha producido. Un campesino, de la clase más pobre de los obreros rurales. El talento de Clare fue notado y apoyado rápidamente por una red local de libreros y mecenas aristócratas. Esta oleada de entusiasmo lo llevó a Londres, donde se volvió famoso, beneficiándose de la moda romántica de talentos naturales «sin educar». Cuando la marea de esta moda cambió, Clare se encontró a sí mismo con una gran familia y nada más que un decreciente interés por su poesía para apoyarla. Su caída a la oscuridad y la falta de dinero lo destrozaron y comenzó a sufrir alucinaciones. Su editor, John Taylor (editor también de John Keats y William Hazlitt, entre otros), pagó su internado en el asilo mental del Bosque Epping, en la orilla noroeste de Londres, donde mi novela toma lugar. El asilo estaba regido por reglas progresivas con un tratamiento generalmente amable. Una temprana versión de la cura hablada fue usada junto con lo que podríamos llamar terapia ocupacional. Uno de los privilegios con los cuales podían contar los pacientes relativamente sanos era tener la libertad de caminar por el bosque sin compañía. Para John Clare, cuya relación con el mundo natural era el centro de su ser, esto era muy apreciado. Esta sección de El laberinto acelerado sigue a Clare mientras disfruta de este privilegio por primera vez en un largo tiempo. Como va quedando claro, él estaba familiarizado con los gitanos de sus remotos días en su pueblo natal y entendía su lenguaje.
      Debo decir que mi novela sigue a media docena de personajes y que John Clare es sólo uno de ellos, pero, al final del libro, el protagonismo es de él.
(N. del A.).
     John levantó la mano en señal de despedida mientras cruzaba el camino más allá de las formas familiares de los árboles cercanos, adentrándose en pos de los extranjeros escondidos en la lejanía. Los helechos resistían extenuados marchitándose con la estación. No había canto alguno, sólo unas pocas notas que se filtraban desde arriba mientras él pasaba y los quietos pájaros lanzaban sus trinos de advertencia. Un mirlo que retozaba a través de las hojas caídas saltó al sentir sus pisadas; se posó en una rama baja y gorjeó su alarma mirándolo con fiereza. John escrutó su amarillo pico de narciso, afilado como pequeñas pinzas, su pulcra y hermosa cabeza negra, y absorbió la mirada de su centelleante ojo redondo. En eso, escuchó un alarido. Prosiguió su marcha huyendo del grito, pero el laberinto de ecos del bosque lo engañó y justo vino a toparse con uno de los pacientes. Estaba descalzo sobre el musgo y las hojas, sudando y gesticulando.
     Al ver a John se dirigió hacia él, la rabia de su rostro en carne viva. Pero dos auxiliares estaban con el hombre desprovisto de zapatos. Uno de ellos se irguió de un tronco donde habían estado jugando con una baraja de cartas viejas y dobladas, y levantó sus brazos. El lunático fingió no enterarse de lo que ocurría, pero se detuvo en seco.
     «Vete de aquí», dijo uno de los auxiliares a John. Fue Stockdale. «Sigue adelante. Nadie ha salido lastimado. Vaya mañanita que ha tenido éste. No te preocupes». El otro asistente, a quien John no pudo reconocer, sonrió a través del humo de su pipa.
     John se apresuró, quitándose el sombrero y enjugando la copa humedecida por el súbito miedo, y se lo caló de nuevo con determinación. Después de unas yardas, levantó la mirada de la floja maraña de hojas en el piso, de las espinosas conchas de los hayucos en forma de estrella y las raíces que estriaban la senda. Volvió a alzar la vista y percibió la resplandeciente oscuridad ganchuda de los acebos, y también los largos látigos y las hojas roídas de los zarzales bajo los arbustos. Tomó una mora y se la comió: tan agria que le escoció el paladar.
     Siguió caminando. Encontró un tronco en descomposición cubierto de hongos. Las onduladas líneas de los Orejas de Judas, de color amarillo lívido, consumían la madera reblandecida. ¿Qué era lo que escuchaban? Se acercó para mirar más de cerca esas insólitas formas vegetales, sus espirales, la coloración que se deslavaba en ondas o anillos rosáceos hacia la parte exterior del borde.
     Y allí, en un extremo, la evidencia dispersa de que el tronco había sido utilizado como el yunque de un tordo. En la parte más plana, un pájaro había traído caracoles y, con ellos en su pico, azotando su cuello hacia adelante y hacia atrás, los había golpeado hasta abrirlos. Escombros de concha de caracol, algunos aún con una frágil espuma de mucosidad, formaban una constelación que John removió con la yema del dedo.
     Pero él no pudo tocar a Mary, recordó. La más dulce de sus dos esposas, el niño perdido que lo amó, tan cerca en sus pensamientos que podría extender la mano y alcanzarla. «Mary», susurró para sí mismo. Los muros del tiempo eran la prisión más extraña. No podía palparlos o hacer sangrar su cabeza estrellándose contra ellos, pero lo rodeaban sin grietas, y lo mantenían alejado de sus amores, de casa, extraviado en esa espesura a kilómetros de distancia. Se puso de pie. «Mary», dijo. «Oh, Mary». «Oh, Mary. Oh, Mary. Oh, Mary, canta tus canciones para mí». Hurgó en sus bolsillos: su pipa, un guijarro, un cuadradito de papel y un trozo de lápiz viejo. Se sentó de nuevo, se quitó el sombrero, desplegó el papel sobre su coronilla y escribió:

Oh Mary, canta tus canciones para mí
De amor y melódica belleza
Mis sufrimientos se hunden bajo la desesperación…

Después de un rato ahí tenía un nuevo poema escrito en ambos lados del papel, y más tarde al través del mismo, por falta de espacio. Se sentó y se sintió colmado por un momento, su mente serena y amplia, deslizándose a lo largo del poema, canturreándolo. La floresta lo envolvía con sus brazos enhiestos, que encontraban la luz. Una llovizna había empezado a repicar en las ramas y las hojas.
     Otro poema, entre miles. Le reconfortaba que llegaran a él solos, no enfebrecidos a raudales. Su compañía efímera, que lo había arruinado bastante. Recordó, con un estrujamiento de tripas, a sus amigos en la villa. Lo evadían como para no descubrirse ellos mismos en un poema que no podrían leer y que atrajo a los visitantes forasteros. ¿Es cierto, como he escuchado, que ustedes, rústicos, consuman el acto conyugal en sus pocilgas? Aun así, complacería al Dr. Allen, reflexionó. Otro adorno para su completamente respetable establecimiento de lunáticos.
     Reanudó su andar pasando junto a carboneros sentados al interior de sus chozas, construcciones antiguas de estacas revestidas de tepe, tan viejas probablemente como cualquier morada. Tenían que gastar días ahí, asegurándose de que no se agotara el fuego, sino que éste consumiera lentamente en brasas la madera apilada bajo cubiertas. El humo que se elevaba era dulce, mucho más dulce que en los hornos de cal donde John había trabajado en ocasiones. Vio que le clavaban los ojos desde la oscuridad y arriesgó un saludo mudo quitándose el sombrero, pero ellos permanecieron inmóviles.
     En un claro, media milla más adelante, había vardas, caravanas pintadas, caballos atados, y niños, y una hoguera humeante. Un pequeño terrier captó el olor de John y se quedó plantado en sus cuatro patas, inclinándose hacia él, como una letra cursiva, para ladrar. Una anciana sentada cerca del fuego, la manta cubriéndole los hombros, se volvió para mirarlo. John no se movió ni se atrevió a decir nada.
     «Buenos días a ti», dijo ella.
     «Buenos días», respondió John, y luego, para que ella supiera que él los conocía, que era un amigo, añadió «Cushti hatchintan». La mujer arqueó las cejas. «Lo es, es un buen lugar. Así que hablas caló, ¿no es cierto?».
     «De alguna manera, sí. A menudo estaba con los gitanos cerca de mi guarida, en Northamptonshire. Compartimos muchas noches largas. Ellos me enseñaron a acompañar sus canciones con el violín, cosas por el estilo. Abraham Smith y Phoebe. ¿Los conoce?».
     «Aquí somos Smiths, pero no conozco a tu gente. No he estado en ese condado, ni los he tenido por acá. Es un buen sitio», la anciana quiso abarcar sus dominios haciendo un gesto con el brazo. «Abundante tierra y nadie te expulsa de ella. Y las criaturas del bosque, un montón de erizos para comer en invierno. Éste es un suelo comunal que no parece estar siendo esquilmado».
     Él sacudió la cabeza y contestó como una persona vieja y preocupada a otra en las mismas circunstancias. «Es criminal lo que ahora nombran ley. Puro despojo, arrebatar al pueblo su tierra. Recuerdo cuando llegaron a nuestra villa con sus catalejos para medir, parcelar y cercar. A los gitanos los sacaron a patadas, a los pobres también».
     Uno de los niños corrió hacia la anciana y le susurró algo al oído sin quitarle de encima la vista al desconocido. Los otros se mantenían apartados como gatos cuyos ojos destellaran entre las ramas. El terrier que los había prevenido de la llegada de John se acercó al trote para unirse a la conspiración infantil.
     La abuela habló. «Él piensa que tú podrías ser un alguacil o un guardabosques a quien no le agrade que estemos aquí».
     Como deseaba mucho quedarse en el reconfortante nido de ese enclave, en compañía de la gente libre, John se explicó. «Yo mismo carezco de hogar, duermo donde me cae la noche. Y he sido arrestado con frecuencia por los guardabosques». Era verdad: más de una vez lo habían tomado por un cazador furtivo en tanto evadía o se decidía a escribir sus poemas, un hombre sin otra razón para estar en determinado lugar que el simple hecho de estar ahí.
     «¿Cómo te llamas?».
     «John. John Clare».
     «Bien, yo soy Judith Smith. Te considero un hombre aceptable, John Clare, pálido y solitario, y no obstante bien alimentado, quienquiera que seas. Yo olfateo el mal en los hombres, las dobles intenciones, y no lo huelo en ti, con tu tonta cara boquiabierta. Soy famosa por mis ardides, y mis predicciones han demostrado ser las más exactas, las más exactas».
     «Sé de memoria muchas baladas. Podría cantar alguna, si gusta».
     Judith Smith se rió y extrajo una ramita de la fogata para encender su pipa. «Más tarde, si quieres, cuando los otros vuelvan. Rápido para hacer amigos, ¿eh? Los chavvies tienen miedo, pero se tranquilizarán».
     Él miró a los chicos situados alrededor, cuatro o cinco guardaban su distancia, ya que el que se había acercado a Judith para susurrarle algo volvió corriendo con ellos.
     «Los muchachos deberían tener miedo», dijo John. «Eso podría salvarlos ahora y en el futuro».
     «Es posible. ¿Te sentarás, entonces? Puedes mantener viva la lumbre hasta que tengamos algo que asar. Ése es el motivo de su preocupación. Los leñadores salieron para conseguir comida, ya ves, y no nos gustaría que se apagara».
     «Por supuesto», convino John.
     Se sentó junto a ella y atizó el fuego, removiendo los leños mientras los chavvies gradualmente dejaban de sentirse atemorizados y corrían para esparcir hojas secas sobre las llamas, a la espera de aquellas que hacían combustión y se elevaban en vuelos y piruetas que por instantes flotaban directamente hacia ellos, lo que les provocaba gran excitación.      La anciana ofreció a John su pipa de madera para que fumara, la boquilla mellada con marcas de dientes amarillas, pero él le mostró la suya propia. John sopló un silbante aire rancio a través de la cánula para asegurarse de que no estaba obstruida, y luego llenó la cazoleta con una pizca de tabaco que ella tenía. El envoltorio de viejo papel periódico era probablemente el único residuo de material impreso en ese sitio, y John sonrió al ver que se le daba buen uso, las palabras borroneadas sin leer, sus voces agudas resonando en la mente de nadie. Encendió la pipa con una ramita ardiente. Hablaron acerca del clima y las plantas. Los prolongados silencios entre sus pensamientos eran llenados con el crepitar del fuego, el incesante silbido del viento entre las ramas, repentinos vuelos de pájaros y remotas carrerillas en el bosque.
     Mujeres jóvenes emergieron de las caravanas —debían de haber estado escondiéndose ahí todo ese tiempo— y John se presentó ante ellas. Parecían estar menos convencidas de su presencia que Judith Smith, ofreciendo apenas el esbozo de un saludo mientras se dirigían a atender sus asuntos, enjuagar las ollas, reunir más leña para el fuego, sacudir la mugre de la ropa de los chicos. A John le deleitaba la vida enérgica, libre y brusca del entorno y la observaba con afecto mientras el fuego acrecía rubicundo, recortándose contra la luz menguante.
     Las voces de los hombres retornaron unos minutos antes que ellos mismos. Para entonces, el fuego había sido alimentado y las cacerolas dispuestas. A medida que las voces se aproximaban, los niños dejaron de enterrarse uno a otro bajo las hojas, e incluso se acomodaron el cabello para despejarse la cara. El perro, frenético, ladraba y corría en apretados círculos para ladrar otra vez. Salió disparado a encontrarse con los hombres y volvió encabezando una partida de patilargos rastreadores y un número impreciso de otros terriers.
Cuando John vio a los hombres y al ciervo que colgaba entre dos de ellos, cubierto con una manta pero aun así reconocible, supo la razón de toda aquella cautela. Se puso de pie de inmediato para presentarse. «Soy John Clare, un viajero, y siempre amigo de los gitanos. Traigo saludos cordiales de Abraham y Phoebe Smith de Northamptonshire».
     «Es un buen chico», testificó Judith. «Sabe de plantas y de curaciones tan bien como nosotros. Debe haber estado largo tiempo en compañía de aquellos Smiths, pues conoce todos nuestros nombres gracias a ellos».
     El líder tomó una decisión tan rápida como había sido la de Judith. Se expresó con la formalidad del hombre que habla en nombre de su tribu. «Siempre y cuando no seas amigo de los guardabosques y no cometas el error de hablar con ellos, eres bienvenido entre nosotros, John Clare. Mi nombre es Ezekiel».
     Por tanto permitieron que John se quedara y observara a los hombres, quienes, mientras se preparaban para descuartizar al venado, no parecían en absoluto agobiados por los recuerdos de sus forzosos desplazamientos y una vida de azotes en Botany Bay.
     Apreció con gran placer la habilidad de esos cazadores, sus cuchillos rápidos como peces. No pronunciaban palabra, solo su faenar producía ruidos: los golpes que herían las articulaciones del animal, las despellejaduras húmedas, el retorcido crujir de las partes desmembradas.
     Primero, una zanja fue excavada para recibir y esconder la sangre, y el cadáver del ciervo fue colgado de una rama cabeza abajo. Con sus cuchillos afilados lo abrieron en canal y encontraron el primer estómago. Con mucho cuidado, uno de ellos cortó cada uno de sus lados, y anudó los intestinos resbaladizos para preservar la carne de los jugos gástricos. Esta operación produjo algo parecido a un cojín relleno de paja, atiborrado de hierba indigerida.
     Después las extremidades delanteras fueron despiezadas con cortes precisos a través de las articulaciones blancas. Luego de trabajar con el cuchillo, el venado fue desollado. Lo despellejaron limpiamente con el húmedo sonido de quien bebe aspirando, dejando la carne oscura y los huesos expuestos bajo una lustrosa subcapa de piel azul. Mientras hacían esto, los hombres tuvieron que patear a los perros que se arremolinaban alrededor de la zanja para lamer la sangre.
     La garganta fue separada y el esófago fue desprendido de la tráquea. Limpiaron el pecho de sus asaduras. El corazón y los pulmones fueron tajados y puestos en un cuenco, luego arrastraron las encrespadas y largas cuerdas de los intestinos y las arrojaron a la zanja. La paleta y una buena porción del lomo, al tasajear la parte posterior de la bestia, fueron separados del costillar y la columna vertebral en una sola pieza, unidos los lados como un libro sanguinolento del tamaño de una Biblia de iglesia. Entonces cortaron esa carne en pedazos, y luego en rebanadas, algunas de las cuales fueron ensartadas en espetones colocados inmediatamente en el fuego. Las mujeres se llevaron algunos trozos. Luego la carne fue desgarrada del cuello. El ciervo lucía extraño con el pelaje completo de su cabeza y los cuernos colgando hacia abajo, el esqueleto del cuello y el cuerpo, y sus pantalones de carne todavía puestos. Éstos ahora también eran retirados, divididos y empaquetados. Las costillas fueron aserradas y sometidas a la cocción del fuego. El venado ahora estaba mondo, su esqueleto brillaba tenuemente en el crepúsculo, su cabeza contrita se mezclaba con las sombras. Otro pozo fue cavado y allí echaron la carcasa, encogida como un feto. Lo cubrieron de nuevo con tierra, con ramas y hojas que ayudaran a esconder la sepultura.
     Los perros se atropellaban alrededor de la otra zanja en medio de una nube de moscas. John podía escuchar el castañeteo de sus quijadas vacías y sus entrecortados jadeos. Con el aroma de la carne de venado levantándose con el humo, la propia hambre de John se agudizó y de sus entrañas emergió un largo quejido similar al zureo de una paloma. Escanciaron y bebieron cerveza y pronto el aire se cargó de cháchara y voces. John no participaba demasiado, pero seguía el hilo de las conversaciones, escuchando palabras en romaní que casi había olvidado que sabía.
     Cuando le sirvieron la primera costilla, le dijeron a John: «Hay sangre en tus manos, mi amigo. Ahora eres nuestro cómplice». La carne estaba deliciosa, el músculo crujiente para tascar, la grasa suave y blanda. No se dañaba a nadie comiendo el venado, pensó John. Los ciervos se protegían entre ellos; había muchos en el bosque. Erraban sin número a través de las sombras.
     Al poco, hubo más bebida y música mientras los murciélagos, en sus últimos vuelos del año, aleteaban por encima de ellos. John se sintió honrado cuando le entregaron un violín.      Tocó melodías gitanas y de Northamptonshire. Interpretó una cuyas notas circulares semejaban un carrusel, y el estribillo hizo que todos sonrieran. Tocó una tonada que resonó alto ramificándose hasta los árboles. Ejecutó una melodía que era plana y solitaria como las tierras bajas y las marismas, fría como la bruma invernal. Interpretó una para Mary. Cuando John cesó de pulsar las cuerdas del violín hubo canciones, y él escuchó esa sonora asamblea de voces, y aportó sus propias notas de armonía, y el ojo de su mente retrocedió para visualizarlos a todos en medio del oscuro bosque, en el círculo reverberante del fuego, los hocicos de los perros manchados de sangre tendidos junto a sus barrigas repletas. La gente creaba un reservorio de canto; surgía de la eternidad en ese momento, una fuente. Se recostó, realmente abrumado, y contempló las estrellas a través de las ramas casi desnudas. Cerró los ojos y permaneció ahí en medio del mundo, renegó de sus esposas, de su casa, pero acompañado y en paz.
     Finalmente los cantos cejaron y poco después sintió que alguien lo cubría con una frazada. Abrió los ojos para observar el fuego sonrosado que todavía respiraba en el corazón de los rescoldos. Un búho emitió su chillido seco y ronco, y los murciélagos aún dispersaron sus diminutas semillas de sonido alrededor de él. Amaba estar tumbado sobre su regazo, el bosque interminable, el modo en que las raíces devoraban la podredumbre de las hojas. Para complacerse, para decorar el camino hacia el sueño, pasó revista en su mente a un inventario de sus criaturas.
     Vio los árboles, hayas, robles, carpes, limas, acebos, avellanos, y las bayas y frutos, los diferentes hongos, helechos, musgo, líquenes. Vio a los rápidos, pequeños zorros, al tembloroso ciervo, los solitarios gatos salvajes, los correosos tejones rodantes, los distintos ratones, los murciélagos, los animales diurnos y nocturnos. John vio los caracoles, las ranas, las polillas que parecen corteza y las largas mariposas de la noche con alas fantasmales. Y las otras mariposas: las de puntas anaranjadas, blancas, emparentadas con las flores de las lilas, las de alas como comas andrajosas. Hizo un recuento de las abejas, de las avispas. Pensó en todos los pájaros, en los percusionistas carpinteros y en los verdes carpinteros que se ríen, en las rayas de la pigmea ave sita, en la cara de garfio del gavilán, en los mirlos y en los titubeos del trepatroncos al encaramarse a los árboles. Vio a los herrerillos azules hacer veloces giros entre las ramas, el destello blanco de la rabadilla del arrendajo mientras se echa a volar, las palomas que se posan tranquilamente, por separado pero juntas, en un árbol. Vio el feroz petirrojo de voz endulzada. Vio los gorriones.
     Y justo antes de quedarse dormido, se vio a sí mismo. Su cabeza estaba completa, su cuerpo degradado a un húmedo esqueleto en posición fetal, colocado con delicadeza en un agujero en la tierra. 

Traducción del inglés de Adrián Curiel Rivera
Excerpted from The Quickening Maze © 2009, Adam Foulds

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