El huso del olvido

Alicia Ceballos

Sombra del abandono, como un brillo de qué cosa 
por mucho tiempo perdida y vuelta, súbita, a la
memoria. Un recuerdo de quién, un limo pretérito, 
inalcanzable; una lenta demolición del paisaje
entrevisto cuando las horas comienzan a deshilar 
su pátina, el remanente de un astro que va
adquiriendo la singular conciencia de su órbita, 
la grafía de lo que se desvanece, el matiz
de un caudal extremo, cerrado, en el aura de 
la sangre, persistente en su rumor, en su
 
pulso ciego.
Cuántas veces este rastro recuperado, esta traslación 
indómita, este vestigio de nada o de tanto
como una senda que apenas trazada ya se borra, 
ya se torna hacia el nunca, ya levanta su catedral 
de murmullos, su domicilio párvulo, su veta
de soterrada incandescencia. Habitar ahí, 
en la sima de la aniquilación, en los asideros 
del vendaval, como quien mira transcurrir
un peregrinaje de otras vidas, removiendo
sus huesos mercuriales.

Caída, sí, despeñadero de animales de rara substancia, 
pájaros de niebla, colmenas traspasadas por avispas
iridiscentes, rebaños carbonizados en la hondura; 
un comercio de menguadas materias, de sibilinos 
intereses, de prevaricaciones en lo oscuro. Queda 
entonces la revuelta de un dios pagano, algo
semejante al sonido de una espada que golpea tres 
veces en la puerta, algo como el eco de ese latido 
que va disipándose en los graneros del corazón,
ahí donde yace todavía la savia de ciertas noches 
junto a un fuego sagrado.
Una hoja suspendida, 
ingrávida en la cera, 
una huella
que rechaza 
su total
acabamiento, 
un demorado 
acontecer
en el agua 
del olvido.

Jorge Esquinca

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