El hombre sentado en la banca no quiere ir a algún lado. Está ahí porque tiene tiempo. Tiempo para gastar, para procrastinar, para pensar, para hacer nada o, quizá, para hacer algo. Se resiste a seguir la inercia de los que caminan suplicándole que se una; una sinergia misteriosa de la que logró escapar. Se pregunta qué pasará cuando todos se vayan, cuando las ideas se acaben. Entonces las sillas del vacío podrán probar ser estatuas. Persiste la sensación de que todo sucede allá mientras él se sienta, mover los dados al oído ya no resulta agradable. No quiere ser engullido por las fauces purasangre, pero no es un hedonista. Lo que pasa es que hay ciertas cosas que llegan a un punto en el que ya no son controlables, jugar a pintar el himno rilkeano es una de ellas. A final de cuentas, ¿cómo atraer las transformaciones de la soledad si no es mediante otras soledades? Caminar por un sendero y el otro es lo mismo, siempre que la evolución no vaya a la inversa. Él encontró el punto de flexión en un árbol, escalando para brincar al mismo lado.