El hombre monocromático

Uriel Velázquez Bañuelos

Guadalajara, Jalisco, 1998. Estudiante de la licenciatura en Escritura Creativa del CUCSH. Ganador del XIV Concurso Literario Luvina Joven en la categoría Luvinaria / Cuento.

El hombre monocromático camina solo mientras recuerda lo que soñó. Va por su sendero, vistiendo esmoquin. Sus pasos son rectos. No apresura el ritmo ni agita su respiración. Aunque su mente no deja de buscar una pizca de aquella imagen que vivió. «¿Habré soñado con sal?», dice, sabiendo que se equivoca. Él sigue por su sendero, su única certeza. A su derecha, los verdes corren descalzos por su jardín. Las risas que sueltan son señales de la picazón del pasto que les da cosquillas en la planta de los pies. Algunos se tiran y ruedan para hacer ángeles. A su izquierda, los azules van volando por su camino de nubes. Fluyen como el río y sus miradas son melancólicas. Se pregunta por qué y sigue su camino.

El hombre monocromático se ajusta su sombrero y baja la mirada. Sus pasos apenas hacen sonido por el camino de yeso. Hace un recuento de lo que compró en el supermercado: hojas tamaño carta, clips, paquetes de plumas negras y un portalápiz. «Cuando termine de comer, haré mi informe», piensa, a medida que se aproxima a su hogar, una casa con pilares de mármol y bloques de obsidiana. En su paseo, recuerda aquellos días con su familia en los que pasaban las tardes llenando los libros de sudokus, sopas de letras y crucigramas. «Qué armonía la de rellenar los cuadros con letras y números», medita.

Al cruzar por la casa de su vecino Juan Martínez Rosas, un aroma entra a su nariz. El perfume remueve sus recuerdos. Huele a pay de cereza. Asoma a la ventana y lo mira. Prepara una malteada de fresas. Su lengua saliva al ver el resultado. No hay palabras grises que describan su apetito.

—No, no quiero ser esa mujer —canta Juan Martínez Rosas mientras coloca un mole rosa en la ventana—… Ella se fue a un abismo…

El hombre monocromático se tapa los oídos y hace sonidos con su boca. Su abuelo le enseñó a tararear casi igual al ruido blanco. Pero el viento dibuja un rastro que conduce al platillo. El aura lo abraza, devolviéndole al presente. Él se contiene, se queda firme como una roca. Enfrente de su sendero, hay un camino de árboles de cerezo que dibujan una sombra contorneada con las hojas que cayeron. «No lo vale», concluye, y sigue por su camino entonando su «canción». 

Antes de entrar a su casa, se asoma a su buzón. La semana pasada se inscribió a una revista de arquitectura moderna. Contó los días hasta este momento. Soñó con cuadrados blancos y rectángulos negros que daban forma a más cuadrados y rectángulos. Pero ese fue el sueño de hace una semana. El de hoy no se acerca ni poquito, ¿o sí? Cierra los ojos y en la oscuridad ve una figura y un camino de cerezos. Aunque faltan más piezas en el rompecabezas, lo intuye. Algo más se asoma y… pronto, despabila. Al abrir su buzón de acero, ni una nota de polvo reposa en su interior. Se sobresalta. Saca su celular de inmediato. El correo electrónico le confirma la llegada de su paquete. Se entregó a la dirección: #FF000. «Un momento…», dice, y observa el grabado de su casa: #F4F4F4. Su paquete llegó al lado, con su vecina Karla Rojas.

Un sonido proviene de aquella casa. Desea hablarle amablemente a su vecina, tocar al timbre para hacerle saber del error del cartero, pero sabe que todas sus acciones serán menos, pues un bajo eléctrico que sacude las ventanas en un ritmo acelerado y profundo hace más ruido. Luego, a la canción se le suma una voz rasposa.

El hombre monocromático deja sus cosas al lado del buzón y calienta. Tiene que cruzar al otro sendero, donde las calles son de ladrillos y los jardines están llenos de rosas rojas. Se ajusta su traje y corre directo al buzón de su vecina. Da con la revista y vuelve con la misma velocidad. Retoma el aire. «¿Cuánto tiempo fue?», se pregunta. Fueron cinco segundos, aunque sintió más que eso; en el primero, sintió el calor del sol entrar por sus zapatos. En el segundo, el aroma a chorizo con chuleta le abrió el apetito; en el tercero, le invadió la ira por resolver algo que no hizo; en el cuarto, pensó sobre lo que podría significar la puerta roja de su vecina; y en el último segundo, escuchó el palpitar de su propio corazón. «Eso ha estado bien», concluye. Recoge sus cosas y se marcha directo a su casa. Cuando cierra los ojos para tomar un profundo respiro, ve en aquel recuerdo del sueño una lluvia de sangre con perfume a vino tinto.

El hombre monocromático prepara tofu. Es la receta de mamá. Por dentro de su casa, un ruido blanco le da armonía. Se sienta delante de su platillo, pero no come. Enfrente hay sillas vacías. Su nariz no percibe ningún aroma. Deja los cubiertos al lado y toca su comida con la yema de sus dedos; sólo hay frío. Abre su refrigerador, pero sólo encuentra más tofu. «Quizá si hago esto…». Toma dos tofus del refrigerador y prepara… otro tofu. De la alacena, toma la sal y la vierte en su platillo. Pero, a pesar de su habilidad culinaria, la comida no lo satisface. Apenas el agua de arroz lo contenta.

Sentado en el sofá de su sala, el hombre monocromático lee el periódico. A veces levanta la mirada, asomándose a la puerta. Pasa de las reseñas de películas mudas e ignora la columna del Señor White, que tantas risas le había sacado a él y a sus padres. Va de hoja en hoja, haciéndose a la idea de que no encontrará un recetario de cocina. En efecto, no hay nada. Guarda el periódico y decide leer su revista de arquitectura moderna. No se detiene ante la simetría cuadrada de los hogares. Tampoco lee la sección de la fortaleza del cuarzo. Sigue con su búsqueda por un atisbo de variedad culinaria. Pero nada, de nuevo. Cuando toma su celular, ante el buscador de internet, se queda en blanco. Mira el vacío y la estática lo envuelve, mientras saborea su propia saliva. «A lo mejor una partida de dominó repara mi fin de semana», dice. Pero algo entra desde su ventana.

Un sonido de pianos eléctricos y una lúgubre trompetilla danzan por toda la sala, en un compás suave y armónico. El hombre monocromático escucha y los pelos se le ponen de punta. Apaga su radio de inmediato y sigue la melodía hacia la ventana trasera de su hogar. La música entra directo a sus oídos. La trompeta se vuelve evocadora como un suspiro, como una despedida. No hay palabras, pero es algo para compartir con aquellos que se fueron. Y el sintetizador pisa sus notas como quien camina en las nubes. No hay ninguna letra en esa canción pero siente que de haber una, sería en el idioma de los sueños.

El hombre monocromático ajusta la vista. Desde su ventana, ve la casa de su vecina Celeste Garza. La música viene de su tocadiscos. Ella duerme cómoda en su cama de agua, dejándose llevar por le singe bleu de Vangelis. La canción dura más de tres minutos. No quiere que termine, no aún. Camina directo al baño. Se ve ante el espejo. «¿Soy yo?», pregunta apuntando con su índice la fotografía en blanco y negro, en un marco dorado de madera y de estilo barroco. Viejo, mucho más viejo que las manos que lo tocan. Se cuestiona cómo esa decoración extravagante llegó ahí. Quizás debió ser otro error del cartero.

Con más ideas en mente, llega a su cama. Se acuesta sin tomarse el tiempo para ponerse la piyama ni cepillarse los dientes. La música lo arrulla. Una lágrima brota de su ojo. «Adiós, adiós, adiós…», susurra, y la música responde con olas serenas. Y antes de darse cuenta, se percata de que flota en el espacio y yace frente a una luz que se refleja en un planeta prismático. «¡Eso es, eso fue lo que soñé!», dice alegre. Y ahí lo ve todo, aquellos caminos que transitó en el día. Sonríe en la oscuridad, preguntándose cómo serán aquellos otros caminos que no sintió. Sabe que solo no lo descubrirá. Y cuando estira la mano para bañarse bajo el haz de luz…

Un cibernético ritmo de guitarras y tambores agita su cama. Las cuerdas del bajo hacen latir su corazón en otro ritmo. El hombre monocromático se levanta con energía. Se siente veloz. Es indomable. Está furioso. Y el cantante de aquella melodía de heavy metal pronuncia su himno. Él se acopla al coro con una voz que hace vibrar su garganta:

You won’t break me

You won’t make me

I’ll fight you under blood red skies

Y el cantante extiende su voz con un falsete que se abre espacio desde la bocina de Karla Rojas hasta desgarrar las nubes y navegar por el infinito espacio. El hombre monocromático esboza una risa triunfal mientras aprieta los puños. Va al baño. Se mira frente al espejo y se da cuenta de que hay otra cara en su cara; su cuello está rojo; sus orejas y frente, azules; sus ojos y nariz, rosas. Al ritmo de la música se desnuda. Sus pies están rojos. Las demás partes de su cuerpo siguen igual que una cebra, blanco y negro. En su pupila transitan los rostros de aquellos vecinos. Baja a la cocina y corta sus pantalones para que luzcan como shorts. Vistiendo sólo eso, sale de su casa.

Es un lunes por la mañana. Su jefa, Blanca Estela, lo espera en el cubículo para continuar con las facturas pendientes. Pasea la mirada hasta dar con el cuadro del empleado del mes. Sospecha, pues aquel hombre no dio aviso de su falta o retraso. Arquea una ceja. Se pone su gabardina y sale de la oficina.

El hombre corre directo a la casa de Juan Martínez Rosas. La planta de sus pies es acariciada por las hojas de cerezos. Cuando llega a la ventana, no ve aquel mole rosa de ayer. «¡En su refrigerador, en su refrigerador!», canta afónico. Y se cuela a la casa. En efecto, da con el platillo. Pero no lo saborea. Apenas lo toma, su vecino pega un grito y llama a la policía.

El hombre sale corriendo con el tazón en mano. Baña sus dedos en el mole y da pequeñas probaditas. Un camino de oro lo guía a otra casa, donde los girasoles florecen a la misma altura que las mazorcas de alrededor. El metal le quema los pies, por lo que se apresura a llegar a la casa. Al estar tan cerca, nota que es de madera, y que, sobre la mesa, se dejaron unas tortillas recién calentadas. Se cuela por la ventana, pero no hay nadie en casa. Sus dedos rosados bañan la tortilla en el mole. El sabor le tiñe la panza de amarillo. Su lengua se empalaga por lo dulce. Se vuelve al refrigerador. Hay agua de piña. La prueba y el área lumbar se colorea en honor al sabor. Está más que satisfecho. Cierra los ojos un poco.

Jaskier oculta su rostro con un sombrero de paja. Silba Yellow Submarine mientras busca las llaves de su casa. Las gallinas dieron buenos huevos el día de hoy. Cuando abre la puerta, lo ve, un hombre pintoresco y semidesnudo reposando en su cocina. Jaskier deja caer la canasta de huevos. Toma la escopeta de la sala, y dispara al techo. Las astillas salen volando.

El hombre pintoresco despierta de golpe, ve el rostro eufórico del granjero. Intenta hablarle, pero su voz está ronca. Sabe que el otro disparo no será de advertencia, y huye. Los cultivos le ocultan de su perseguidor, pero las balas silban al pasar al lado. Y hay otro sonido. Los silbatos de los policías de plata se suman a la persecución.

A medida que avanza el hombre pintoresco, la flora lo rasguña y lo golpea. Y cuando se da cuenta, ya no tiene su short; algún árbol le habrá quitado su ropa. Sus perseguidores siguen detrás suyo. El hombre pintoresco entrecierra los ojos y se siente mareado. No sabe si cubrirse la cara o el pene. Da un paso en falso y cae por la colina. Los golpes lo sacuden y vomita en medio del aire.

Cuando se recupera de la caída, adolorido y con las piernas bañadas en vómito, se pone de pie. Le duelen hasta los huesos. Pronto se percata de que centenas de personas lo observan. Hay rojos, verdes, amarillos, anaranjados, morados, blancos, negros, grises, azules, cafés… y tambien están sus vecinos. A la multitud se suman su jefa, la policía y el granjero, pero al verlo se contienen. Todos lo miran boquiabiertos, algunos estiran el brazo para tocarlo desde su lugar. Otros, abrazan al que tienen al lado. Él está de pie en el centro de la ciudad, donde se bifurcan los demás senderos. En el reflejo de las pupilas de todos ellos, él se encuentra a sí mismo. Abre los parpados para que los demás se recuerden en sus ojos. El hombre arcoíris extiende los brazos y llega la luz del sol.

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