—¿Y hay cura?
El psiquiatra miró al paciente. No era su hábito mentir.
—Tendrá tratamiento. Cura, no.
El médico garabateó una receta de forma lenta y pausada.
El licántropo miró al psiquiatra y percibió la indecisión al garabatear la receta. El médico parecía nervioso, su caso debía de ser demasiado extraño para su formateo escolástico. El modo en que se rascaba la cabeza no auguraba nada bueno y decidió en ese mismo momento que no tomaría los medicamentos. Tomó la receta, se levantó y preguntó:
—¿Cuánto le debo?
El psiquiatra no lo imitó, se puso detrás de la trinchera de la secretaria y escondió las manos.
—Eso es con mi secretaria, a la salida. Disculpe, no voy a despedirlo, tengo las manos sucias de tinta de la pluma.
Le notó la repulsión, los restos de sangre en los dedos y los relatos de antropofagia tenían siempre este efecto en los psiquiatras. Éste era el tercero al que recurría y parecía ser el menos malo. Hablaba, cosa que no sucedía con los anteriores. Quizás regresara, sólo para escucharlo. No tomaría los medicamentos, pero sentía ciertas ganas de volver.
En la sala de espera, la empleada decrépita acababa de colgar el teléfono, recibiendo instrucciones. Lo miró por arriba de los anteojos como si desaprobara alguna cosa y dijo:
—El señor doctor dice que no es nada por la consulta.
La observó. Era vieja, pero aún estaba fuerte. Se acordaba de alguien que tal vez hubiera estrangulado antes de comerlo, le contaron un proverbio brasileño que le quedó ardiendo en el cerebro: «Gallina vieja hace buen caldo». Alargó una moneda a la empleada arrugada y le secreteó:
—Uno de estos días me gustaría comerla.
Ella se sonrojó sorprendida, retrocedió diez centímetros y gruño:
—¡Pendejo!
El tono de la voz no era de ofendida. Él puso sonrisa de lobo, lo cual no le costaba trabajo.
Ella bajó los ojos, indecisa. Después cortó un pedazo de la hoja de su agenda y escribió un número de teléfono. Dobló el papel y lo extendió.
—Márcame.
Él se rio.
—Lo haré. Cuando me dé hambre.
Ella se rio divertida
—¡Pendejo!
El licántropo salió ágilmente y ella se puso a imaginar cómo sería ser comida por un hombre tan encantador…
El psiquiatra volvió a sus notas en la ficha clínica. Estaba frente a un caso evidente de licantropía clínica. Un hombre que creía transformarse sucesivamente en diversos animales, desde gato, perro, caballo, ave, lobo. Y tenía fantasías de canibalismo, apareciendo con las manos, ropas y dientes manchados de sangre, para completar el escenario. Retiró dos tratados de psiquiatría del estante y los hojeó hasta encontrar los capítulos sobre la patología en cuestión. Necesitaba estudiar el padecimiento, nunca le había aparecido algo semejante en toda su vida clínica. No obstante, había casos descritos.
Su juicio médico y técnico le decía que el riesgo social del individuo era muy bajo. Aunque lo asaltaba una duda: ¿y si existiera alguna verdad en sus relatos de asesinatos y canibalismo? Con manos temblorosas, consultó periódicos de los últimos días, buscando noticias de desaparecidos, crímenes con mutilación de víctimas, pero no encontró nada. Buscó en internet y el resultado fue el mismo. Respiró profundamente, aliviado, no encontró ningún relato que levantara alguna duda insidiosa sobre sus certezas clínicas.
El licántropo salió a la calle y le entraron ganas de correr. Estaba harto del encierro del consultorio del psiquiatra. Se transformó en perro y trotó en dirección al jardín, sintiendo el hálito fresco del pasto al penetrar sus narinas. Detrás de unos arbustos se transformó en caballo y partió a galope, provocando una carambola en el tránsito al cruzar la avenida. Atravesó un túnel y se convirtió en flamenco rosa, levantando el vuelo con indolencia.
El psiquiatra se tronó los dedos y examinó al licántropo, que estaba sentado de forma displicente en la silla. Era un hombre tranquilo, no parecía nada perturbado. Sin embargo, sus relatos eran alucinados.
—No estoy nada mejor. El tratamiento no está haciendo efecto.
El médico no vaciló. Conseguía mantener una expresión de jugador de póker durante horas. Habló casi sin mover los labios, como ventrílocuo:
—¿Ya se dio cuenta de que no hay noticias sobre los crímenes que usted describe? Estas muertes y festines de carne humana no existen en los periódicos. ¿Cómo explicarlo?
Miró al licántropo con un aire triunfal. Era un maestro en la técnica de llevar al propio enfermo a reconocer su locura.
El licántropo estaba entretenido quitando costras de sangre seca debajo de sus uñas. Tardó un poco en responder, lo que le parecía al médico una señal.
—Yo ataco y como víctimas especiales. Me dedico a los vagabundos, gente que no existe, que no hace falta a nadie. Como lo que me apetece y luego despacho el resto del cuerpo en contenedores de basura. Por eso no hay noticias. Soy licántropo, pero no tonto.
El psiquiatra sacudió la cabeza y escribió una nueva prescripción, doblando las dosis y agregando otra droga. Si no aterrizaba con aquel cocktail, tendría que pasar a medicación inyectable, o hacerle una perfusión en un suero. Pero no sería necesario, las dosis caballares que le prescribía esta vez serían suficientes para controlarlo.
El licántropo recorrió toda la ciudad y no encontró ningún vagabundo. Parecían estar en huelga, justo aquella noche que estaba hambriento. Ya de madrugada, cansado de vagar por las calles en busca de indigentes, halló en su bolsillo el papel arrugado con el número telefónico de la secretaria del psiquiatra y sonrió.
Apenas la mañana se desperezaba cuando el teléfono del psiquiatra sonó. La voz de la secretaria parecía diferente, alborotada. Tosía de forma un poco forzada, explicando que no iría a trabajar ese día por sentirse enferma. Él se extrañó, en treinta años de servicio nunca había faltado, faltaba más, descanse. Si necesita un médico… ¿No? Claro, tampoco es mi especialidad, tiene razón, pero alguna vez trabajé en hospital, y no era mal médico, dijo un poco irritado por la falta de confianza de ella. Quédese en casa hasta que se sienta mejor, acá me las arreglo.
Verificó la agenda. El licántropo venía de nuevo a consulta, como no le cobraba honorarios tampoco necesitaría de la empleada.
—Estoy cada vez peor. ¿No será mejor internarme?
El psiquiatra dio vuelta a la silla y lo enfrentó con cara de jugador de póker. Apoyó los codos en el escritorio, superpuso las puntas de los dedos unas sobre otras y lo miró con una mirada que consideró fulminante.
—Su caso no es de internación.
El licántropo venía esta vez particularmente sucio de sangre. El rostro, las manos y la camisa tenían rastros de un banquete sangriento.
—Lo dudo. Creo que debo ser internado. Su terapia no está resultando.
Estaba a punto de irritarse por la falta de consideración y de confianza que el enfermo le revelaba. Éste era un caso consagrado al fracaso: si él no creía, no conseguiría mejorar. Y como no pagaba, sólo le hacía perder tiempo y arruinaba su estadística de triunfos clínicos.
—Tal vez sea mejor que busque a otro médico con quien se entienda mejor.
El licántropo se movió de la silla. Parecía estar incómodo.
—Tal vez la solución sea ésa. Pero me apena; usted me agradó, aunque no acertara en la terapia me gusta hablar con usted. Y me gustó mucho su secretaria.
El psiquiatra quedó complacido y perplejo al mismo tiempo. Era el primer enfermo que le elogiaba a la empleada. ¿Qué vería en aquella vieja en receso?
—Afortunadamente le gusta ella.
—Afortunadamente, una mierda. Me provocó una acidez terrible, estoy aquí que ni puedo. Terminé de matarla y comerla esta mañana. Era sabrosa, pero ahora estoy con el estómago en ruinas. ¿No me receta alguna cosa para eso?
El psiquiatra sonrió. Habló con ella por teléfono en la mañana, ésa era la prueba de que las descripciones mórbidas del licántropo no pasaban de fantasías absurdas. Escribió una receta con un protector gástrico y se despidió del perturbado, con las manos a salvo:
—Tome esto y vaya a procurar a otro colega mío, a ver si tiene mejor suerte.
El licántropo se levantó y le colocó en el escritorio una bolsa con un paquete plastificado.
—Su empleada, antes de morir, me dijo que estaba preocupada por usted; le gustaba darle una mano en el consultorio y tenía pena por ya no poder hacerlo.
El médico sonrió brevemente. Hacer salir al paciente del consultorio era un arte. Comenzó a encaminarse hacia la puerta, provocando un efecto de acarreo en el paciente.
—Ella era muy escrupulosa. Habría dicho justo eso, en una circunstancia semejante.
El licántropo atravesó la frontera entre el consultorio y la libertad, y volteó una última vez:
—De cualquier modo, le agradezco haber intentado ayudarme.
El médico exhibió una sonrisa profesional sin palabras. No era conveniente ser muy efusivo, para que él no prolongara más la retirada, no fuera a ser que cambiara de idea y se quedara.
En el exterior, el licántropo abrió los brazos y se transformó en un albatros, alzó el vuelo. Tomó una corriente de aire ascendente y partió a otra ciudad distante, donde hubiera psiquiatras más expertos.
El psiquiatra se sentó aliviado y satisfecho. Había conseguido librarse del licántropo. Abrió el paquete de plástico que le dejó y echó una mirada a su contenido. Horrorizado, comprobó que se trataba de una mano humana ensangrentada, cercenada por el puño. Reconoció el anillo de su empleada y entró en pánico. Cogió el teléfono: ¿Me escucha? ¿Es la policía? Necesito que localicen y detengan a un individuo peligroso, mi paciente, un asesino, cometió varios crímenes, no, no estoy loco, soy psiquiatra, él es el loco, no sé si me entiende, él se transforma en lobo y se come a sus víctimas, ya le dije que no estoy loco, es únicamente la verdad, no cuelgue, ¿me está escuchando? No cuelgue, ya le dije, se acaba de comer a mi empleada y me mandó una mano ensangrentada, no cuelgue, por favor, él es peligroso, no cuelgue.
¿Me escucha? ¿Me escucha?.
Traducción del portugués de Sergio Ernesto Ríos