Guadalajara, 1971. Su libro más reciente es Desviación vertical disociada (Universidad Autónoma de Zacatecas, 2022).
«Quisiera recuperar el idioma perdido, la lengua olvidada, las palabras o sílabas madres primigenias que ningún vocabulario ni diccionario recogió, y quedaron así, volando en el aire del origen, como parvada de míticas y mágicas creaciones de los que inventaron la luz de los nombres, aprendidos de los seres cercanos a los dioses», confiesa Raúl Aceves en La nave de los sueños (Mano Santa, 2022). «Hay maneras de estar en la vida que no están en ninguna enciclopedia», observa poco después en La vida giratoria (Secretaría de Cultura de Jalisco, 2022). Ambos, el antiguo idioma que no registra ningún diccionario y el modo de vivir no descrito en las enciclopedias, de pronto me parecen el sujeto y el predicado de una misma oración, como si el poeta dijera que las palabras olvidadas tienen una forma secreta de perdurar que no ha estudiado ninguna ciencia. En el siguiente libro de Aceves, La fiesta inmóvil, averiguo que aquel «idioma perdido» sólo espera ser habitado:
Las palabras son habitaciones en renta, hasta que llegan los inquilinos precisos para darles vida: aves enjauladas o corazones libres, vientos eléctricos o jardines en miniatura, barcos embotellados o sueños con forma de peces. A veces las palabras se disfrazan de palomas para llevar mensajes a lugares remotos, o simplemente dan la bienvenida a los visitantes inesperados, o a la casera que viene a cobrar la renta.
Si leo consecutivamente los tres libros es porque La fiesta inmóvil, a decir de su autor, es la tercera y última parte de un ciclo iniciado con La nave de los sueños y proseguido con La vida giratoria. Poco importa determinar si se trata de una trilogía o de una misma obra publicada en tres libros ordenados más por la intuición que por el cálculo. Como los dos volúmenes previos, La fiesta inmóvil se compone de apuntes, anotaciones, «pequeños textos en prosa» o «pequeños textos híbridos» en palabras de Aceves, o nada más «textos» para la prologuista de La nave de los sueños y de La vida giratoria, Cecilia Fernández. Las anotaciones que conforman las cuatro secciones de La fiesta inmóvil suman un total de quinientas; las de los tres libros juntos, más de ochocientas.
Ahora bien, ¿qué son esos textos, que aquí llamo apuntes o anotaciones? En términos llanos, respondo: prosas de cinco a diez renglones, no seriadas ni numérica ni temáticamente, sin título ni fecha, más extensas que un aforismo pero más breves que un ensayo. Se trata sin duda de poemas en prosa, vecinos de la greguería, por una parte, y de la divagación, por la otra. No son ficciones ni entradas de diario, por mucho que a veces representen el tiempo de todos los días como si fuera indistinguible del tiempo mítico y obtengan recompensas maravillosas de lo que Aceves llama los «rituales cotidianos»:
Con su alma migratoria desembocó en los rituales cotidianos de la imaginación, en la escenografía cambiante de los días, en las bodas imaginarias de los sueños y los mitos. Desviado de los itinerarios habituales debutó en el oficio de ser un habitante provisional del enigma, pintor secreto de los paisajes imposibles, coleccionista atónito de las orquídeas delirantes. De noche dejaba que los gatos entraran a contarle historias.
Cedo, como puede verse, a la tentación de citar las frecuentes revelaciones de La fiesta inmóvil sin desarticularlas ni hacer el menor esfuerzo por analizarlas. Nada me cuesta suponer que Aceves es el «habitante provisional del enigma» del que habla su propio texto, si bien, maravillado como admito sentirme, poco me importaría enterarme de que su «pintor secreto» es cualquier otro individuo. Anoto, eso sí, que dos elementos reaparecen con alguna constancia en este libro. En primer lugar, la cita literaria, de André Breton o Lope de Vega, de Agnès Varda o Picasso, de Vladimir Holan o Hans Magnus Enzensberger, de Fernández Retamar o Gonzalo Rojas, de Raúl Zurita o Carmen Villoro, de Laforgue o Tagore, de Hart Crane o Aimé Césaire, lo cual hace del volumen, al menos en parte, una especie de diario de lecturas comentadas; y, en segundo, la devoción de la Tierra Madre, diosa entrevista en objetos modestos o en paisajes formidables, en playas o en montañas, divinidad que despierta en Aceves un entusiasmo afín al que le inspira la poesía, también divinizada, con lo cual el amor de la Tierra se ve redoblado, cuando no correspondido, por el placer sensual de las palabras.
Pero un tema es todavía más constante a lo largo de La fiesta inmóvil: el alma. En su diversidad, todos los pasajes están hilvanados con el hilo del alma. No es una mera frase de relleno; estoy refiriéndome a pasajes concretos del volumen, como cuando Aceves habla de un almario para referirse al mueble donde conviven las almas que, como pájaros enjaulados, animan —uso el verbo a propósito— su casa, es decir: su vida, es decir: su cuerpo. Me refiero a momentos tan específicos como este manifiesto necesariamente pequeño en favor de lo pequeño:
Es nuestra la pequeña libertad, la pequeña esperanza, la pequeña alegría. Sólo lo pequeño cabe en nuestra alforja de piel, donde guardamos los sucesos de cada día. Sólo lo pequeño escapa a la vigilancia de los guardianes que no toleran los movimientos imprevisibles. Sólo las pequeñas almas revolotean dentro de sus jaulas.
La poética de Aceves es también una mística. Es, en particular, una mística no de la percepción sino de la contemplación. Aceves interioriza lo que percibe hasta conocer íntimamente no sólo su naturaleza, esto es: las leyes que lo gobiernan, sino también el azar y el caos que hay en cada partícula de la realidad, a donde sólo puede llegarse por vías intuitivas. Contemplar, en su caso, es mirar por «la ventana trascendental del poema»:
La contemplación es la poesía en acción, es la conexión íntima con aquello que se contempla, traducido a palabras, que a su vez también son objeto de contemplación. El amor también es contemplación del objeto amado, conexión íntima con el cuerpo y el alma de un ser convertido en poema. Contemplación que desemboca en el éxtasis, el estallido de las fronteras que nos separan del objeto amado.
Nacido en 1951, Aceves es un escritor incomparablemente hondo. Lo es, entre otras cosas, por la pureza de su temperamento, por el bullicio naïf de su fantasía, por el humor infantil de sus ocasionales juegos de palabras, por su religiosidad y su erotismo hechos de bondad y alegría. Límpido como ningún otro, su estilo es rico en observaciones felices, frases amplias e invenciones gozosas. Abundan ejemplos admirables de su trabajo como poeta en antologías como La mirada del camaleón (2002) y Poemas del hombre silvestre (2020).
Percibo en Aceves una doble fe. La primera es la fe del esclarecimiento, de la demostración que, al escribir, el poeta se hace a sí mismo con respecto a los objetos y fenómenos que se le presentan. Pero esa fe sería inimaginable sin la que todo poeta, por definición, profesa: la de la «otra religión» a la que se refiere Octavio Paz; la religión, como se puede leer en Los hijos del limo, de las correspondencias y las analogías. Al explicarse las pequeñas cosas de la realidad, Aceves confía en que todo en este mundo tiene un semejante, y lo tiene tanto en la forma como en la sustancia, tanto material como espiritualmente, tanto científica como esotéricamente.
La fiesta inmóvil, en este sentido, es un libro didáctico, ya que tiene, junto con otras, la función de mostrar. Es también un libro anagógico, ya que si algo se registra en él es el ascenso de un alma y, con ella, del alma en general, ese tesoro extraviado entre los incontables cachivaches de la época. La fiesta inmóvil es el álbum de una sabiduría en constante trabajo de parto, una bitácora de sensaciones cotidianas, un diagrama de analogías, un breviario de asuntos espirituales y, en su aparente fluir desordenado, un diccionario sin alfabeto. Así como López Velarde dice reconocer «un solo mandamiento: venerar», de Aceves podría decirse que acata un solo mandamiento, el de admirar, sinónimo —para él— de agradecer: «Agradece por todo lo que tengas que agradecer: ese va a ser tu último poema».
La fiesta inmóvil, de Raúl Aceves. Ediciones de la Noche, 2023.