El fantasma de Capote en Palamós

Sergio Téllez-Pon

Ciudad de México, 1981. Recientemente compiló Poeta en Roma de Jorge Eduardo Eielson (Mangos de Hacha / Universidad Iberoamericana, 2024).

Truman Capote huyó a Palamós, un pequeño puerto catalán, para poder escribir A sangre fría, lejos de la intensa vida social que llevaba en Nueva York pero también lejos del juicio en contra de los asesinos, Perry Smith y Dick Hickock, quienes al final serían condenados a la horca. Sesenta años después, hasta allá regresa la cronista Leila Guerriero a buscar los pocos rastros que quedan de esa estancia de Capote en la Costa Brava, donde lo que se encuentra es un fantasma. Con la técnica refinada del «periodismo creativo» (como lo llamaba Capote) que posee Guerriero, en La dificultad del fantasma reconstruye un episodio de nuestra historia literaria, que es una anécdota curiosa de nuestra historia reciente, porque a algunos nos toca asumir la tarea de documentar nuestro pasado, escribir nuestra propia historia sin ser historiadores. 

En Palamós, Capote pasó, primero, seis meses de 1960, luego otros seis meses de 1961 y, finalmente, seis meses de 1962, mientras esperaba la horca para los asesinos y escribía o se inspiraba contemplando los atardeceres sobre el Mediterráneo. Todavía le tomará un par de años más que Perry y Dick mueran, en abril de 1965, sin que ellos vean el libro terminado, y tendrá que esperar hasta enero de 1966 para que se publique. Se alojó en el hotel Trias (habitación 213); luego, en una pequeña casa de la calle Catifa que demolieron en 2005; y al final, en la casa Sanià, donde se encerró a trabajar en su libro. Si de algo estaba seguro Capote, desde que a los 23 años publicó Otras voces, otros ámbitos, era de su genio, de su maestría para escribir: «Capote vivió aquí convencido de que con su libro demostraría que era el mejor de todos», escribe la cronista.

Cuentan que llegó con 25 maletas y con su pareja, Jack Dunphy, que además traían a sus mascotas, dos perros y una gata… Llegaron por Francia, así que es poco verosímil que cargaran con 25 maletas, porque entonces habrían traído uno o dos coches detrás tan solo para las maletas. Llevaba, eso sí, miles de notas para escribir sobre los asesinatos de Holcomb, Kansas, que en principio pensaba que sería un artículo para la revista The New Yorker sobre las impresiones de los lugareños respecto al crimen pero que al final acabó convirtiéndose en todo un libro sobre los asesinos y en un clásico instantáneo (y en su condena creativa y personal). 

Pero en Palamós nadie se acordaba de él, escribe Leila Guerriero; empezaron a interesarse por Capote a partir de la película de 2005. Sin embargo, hay dos películas producidas una seguida de la otra: Capote, basada en la biografía de Gerald Clarke, protagonizada por Philip Seymour Hoffman, quien ganó el Oscar por esa interpretación aunque poco después se suicidó; e Infamous, con un Tobey Jones más apegado al verdadero Truman, Sandra Bullock como Harper Lee (quien lo acompaña a Holcom) y Daniel Craig en el papel de Perry Smith. Fue hasta 2010 cuando alguien cayó en la cuenta de que se cumplían cincuenta años de la estancia de Capote en Palamós y entonces quisieron reconstruir esa estadía… trazaron una ruta turística por los lugares en los que supuestamente habría estado basándose en la novela de un autor local: la ficción se impuso pues hay paradas que no deberían ser. Eso hace más caótico reconstruir la susodicha estancia.

¿Qué deja un fantasma a su paso? Huellas, rastros, sombras… Historias que han pasado de boca en boca, desvaneciéndose, de generación en generación, degenerándose, que van quedando como rumores, palabras que ya no se pueden verificar. Ninguna huella visible dejó Capote en ese pueblito de Girona, es con lo que se topa Leila Guerriero. Concentrado como estaba en la escritura de su libro, es fácil imaginar que sólo salía a dar un paseo, a comprar el periódico en la antigua librería Cervantes, un pastel de nata en la pastelería Samsó y la ginebra para sus martinis, pues allá se agudizó su alcoholismo. Salía para distraerse, quizá a sacar al perro a pasear, a ver el pueblito y a cruzar pocas palabras con algún lugareño. Y regresaba a encerrarse para escribir.  

Capote viajaba de Nueva York a Kansas, y de regreso, recogiendo testimonios pero sobre todo seduciendo a Perry, después se embarcó rumbo a Le Havre y de allí fue en coche a Palamós… En los años sesenta, la farándula y los socialités del mundo pasaban por la Costa Brava española quizá como extensión de la Côte d’Azur. A diferencia de Francia, sin embargo, en España había una dictadura que los tenía empobrecidos y casi analfabetos. Así es que muchos de los lugareños de Palamós no hablaban inglés y Capote no sabía español. El idioma fue el gran obstáculo entre unos y otro, esa incomunicación estableció la lejanía no sólo personal sino física, Capote vivió allí 18 meses pero como si no hubiera estado. 

Cuando llega a la casa de Catifa escribe su primera impresión en una carta: «La casa tiene su encanto. Está en un pueblo de pescadores, justo al lado de la playa. El agua es tan azul y cristalina como el ojo de una sirena», y remataba: «todo esto me va perfecto para trabajar». Y nada más, porque Capote tenía cosas más importantes en qué pensar, o mejor dicho, escribir. Afuera, en cambio, rápidamente lo identificaron por su amaneramiento (flamboyant, como dicen en inglés), que se vestía un poco extravagante, que era, además, enano y muy rubio. Y por si fuera poco, con Jack Dunphy, formaba una pareja homosexual viviendo con normalidad, algo que habrá desconcertado a más de uno en la España pacata y franquista. En uno de los lugares recuerdan que «venía un señor un poco rarillo»: rarito por ser tan queer, tan perturbador en ese momento y en ese lugar, y también rarito por su aspecto, como un pajarraco, lo describe Leila Guerriero. 

En septiembre pasado se conmemoró al centenario del nacimiento de Capote, pues nació el 30 de septiembre de 1924. Esa distancia le permite a Leila Guerriero preguntarse si Capote sería el escritor reconocido que es hoy si sólo hubiera escrito Otras voces, otros ámbitos, Desayuno en Tiffanny’s y algunos de sus cuentos… Es decir, sin A sangre fría. Seguramente sí, aunque lo sería sobre todo en Estados Unidos, un autor de culto en algunos círculos pero sin la lectura de las mayorías, un escritor estadounidense con toda la difusión e importancia que le pone la industria editorial gringa pero sin su obra maestra. Dice la misma Guerriero que «sin Capote, el de los Clutter hubiera sido un crimen más. Olvidable y, posiblemente, olvidado». Sin A sangre fría quizá Capote habría sido un escritor más, pero no el Capote que ahora leemos y recordamos.

Leila Guerriero, La dificultad del fantasma (Anagrama, 2024).
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