La Seu d’Urgell, Cataluña, 1962. Este es un fragmento de su libro La ciutat del dissens. Espai comú i pluralitat (CCCB, 2013).
Traducción del catalán de F.-M. Durazzo
No hay propiamente espacio público, ni por supuesto ciudad, sin esta participación activa en la creación de lo común: lo que se tiene en común no es, pues, algo preexistente (como un campo de trigo convertido en plaza pública), sino algo articulado por la acción de los diversos agentes que forman parte de ella y no pueden quedar excluidos si no es al precio de amputar el espacio público de quienes forman parte de lo común. Privatizar el espacio público, así pues, no es una mera operación de naturaleza financiera o inmobiliaria, sino una operación propiamente metafísica: privatizar el espacio público para hacerlo sólo el espacio de una parte es, en realidad, modificar su naturaleza. Si no es común, el espacio no es público. Este es el problema. Por eso la destrucción del mundo común («precedida generalmente —según piensa Hannah Arendt— por la destrucción de los muchos aspectos en los que se presenta la pluralidad humana») tiene efectos que, como puede adivinarse, van mucho más allá de una mera política urbanística de redistribución de los usos sociales del espacio urbano. Tiene que ver, por el contrario, con una intervención sobre lo que define a la polis como espacio de lo común.
Curiosa paradoja, pues, la de la esfera pública, tal y como precisó Arendt, porque «la esfera pública, al igual que el mundo en común, nos une y sin embargo impide, por así decirlo, que caigamos unos encima de otros». Territorio, por tanto, el de la ciudad, en primer lugar, de una esfera en común, de una participación en cosas que afectan a todo el mundo, y que van desde la gestión del presente hasta la proyección futura de lo que es compartido, pero que afecta también, y de manera relevante, a cómo se articula, se explica y se hace visible aquello en común, y cómo, en consecuencia se cristaliza en un imaginario o en un relato. Pero territorio, también, en segundo lugar, de manifestación y de articulación de las diferencias, de la pluralidad que forma esencialmente parte de lo común: una pluralidad, por supuesto, que a menudo, si no casi siempre, puede alcanzar la forma de un pluralismo heterogéneo, incluso antagónico y opuesto. Es decir que, en ese esfuerzo especulativo, Arendt no estaba sola cuando lo formulaba: reconocía en Lessing el certificado de la pluralidad humana y la diversidad histórica, y en Kant la fundamentación de la filosofía política basada en que no somos uno, sino muchos y todos diferentes entre sí, es decir, plurales.
Formulado, en otros términos: la necesaria reivindicación del espacio público en común es indisociable del pluralismo como su elemento constitutivo. Como supo entender Arendt, lo que define el espacio político del totalitarismo tiene que ver con la alergia frente al pluralismo; de ahí que en su análisis de los regímenes totalitarios destacase un rasgo por encima de todos los demás: la tendencia a la uniformidad del cuerpo social para poner fin a la heterogeneidad, producto de las diferencias irreductibles […]. Arendt remonta a Platón este ideal de fusión con el que, durante siglos, se ha intentado extirpar las diferencias del espacio compartido y eliminar la heterogeneidad de lo común. Lo que equivale a hacer que prevalga la comunidad (lo que se tiene en común) por encima de las diferencias pluralistas que atraviesan consustancialmente el espacio público. Sin embargo, como Arendt señaló de manera inequívoca, «la pluralidad es específicamente la condición de toda vida política». Aún más: «la pluralidad [es] la condición sine qua non para este espacio de aparición que es la esfera pública». Contra Platón, pues, podría decirse, de acuerdo con Arendt, que la ciudad es (o debería ser) la construcción y la preservación de lo común que no borra la heterogeneidad de sus componentes, partícipes y agentes. Y de nuevo: lo común no es algo preexistente en la constitución de la vida de la polis, sino, propiamente, el resultado de la acción política, o la capacidad de hacer, de la construcción de lo común, una empresa en la que concurren todos los que forman parte de él. […] No se trata de esconder el litigio, ni de simplificar el relato, ni de ocultar alguna memoria, ni de prescindir de alguna de las partes con participación en lo común. Demasiado obsesionados, durante las dos últimas décadas, por la estrategia del consenso, a cualquier precio (y «lo que presupone el consenso es la desaparición de toda diferencia entre parte de un litigio y parte de la sociedad»), hemos olvidado que el pluralismo consustancial a la vida en común es la base para la construcción de un espacio público. Ya Rancière, hace años, en una formulación que ahora se hace de extrema actualidad, señaló que «la supresión de la distorsión reivindicada por la sociedad consensual es idéntica a su absolutización» y que, por eso, «la política es la esfera de actividad de un común que no puede sino ser litigioso». Quizás, ahora, la cuestión sea cómo podemos ser capaces de construir proyectos de ciudad y de espacio público que ya no estén fundamentados en la exclusión de lo común de algunas partes. O formulado con otros términos, digamos más políticos: tal vez, ahora, la cuestión sea cómo construir un común que no sólo sea compatible con el disenso, sino que permita su emergencia activa y productiva. Algunos quisieran presentar estos nuevos escenarios de un litigio urbano como apocalípticos, caóticos, antisociales. También en una ciudad como Barcelona, que aún tiembla con la sola invocación de la Rosa de Foc. No pienso, modestamente, que esta sea la perspectiva adecuada. […] Existe un trabajo, que no puede ser sino colectivo, sobre lo común y lo público que es, y debe ser, por fuerza, litigioso y antagónico. Y está cerca de aquellos procesos que Chantal Mouffe identifica con lo que llama, justamente, democracia radical. El futuro de nuestras ciudades está en juego con lo que ocurra, en los próximos años, con este trabajo y sus posibles consecuencias. Y también, cómo no, con su capacidad para crear escenarios nuevos que ahora apenas empezamos a imaginar políticamente.