El ensayo en pantalla / Hugo Hernández Valdivia

Además de la libertad que lo caracteriza, una de las virtudes más apreciables del ensayo literario es la posición que en él ocupa el autor: lo que se escribe y se describe, se comenta y se postula, es atribuible en principio y por principio a quien lo firma. A diferencia de la primera persona de cuentos y novelas (en los que, si bien es cierto que la voz del personaje puede confundirse con la del autor, éste no necesariamente habla «a título personal»), el ensayo, que a menudo es especulativo, no deja mucho espacio para especular al respecto. Algo parecido puede decirse del ensayo cinematográfico, que traza una línea clara que lo separa del relato subjetivo, no siempre atribuible al que lleva el crédito de director. Por ejemplo, si la fascinación por los gángsters que manifiesta Henry Hill (RayLiotta), protagonista de Buenos muchachos (Goodfellas, 1990), de Martin Scorsese, es endosable a él —oportuno es recordar que una de las primeras imágenes que se nos ofrecen es un extreme close up de los ojos de Henry joven, y una de las primeras frases que le escuchamos es: «Para mí, ser gángster era mejor que ser presidente de Estados Unidos»—, la forma como todo esto se presenta es suficiente para evitar la automática suposición de que el personaje habla por Scorsese. O tal vez sí, pues la fascinación del neoyorquino por los «chicos listos» es bien conocida, pero la forma abre la posibilidad de la salvedad, y el ensayo cinematográfico es más cuestión de forma que de género.

Es cierto que cada realizador que se respete —cada autor, según la política de los autores— posee un abanico de obsesiones, de constantes que le dan continuidad a su obra. Para Alfred Hitchcock, por ejemplo, el mal lleva pelo rubio, los hombres se resisten al compromiso y la madre ocupa su lugar cuando es castrante. Formalmente, sin embargo, rara vez apuesta por propuestas subjetivas en las que él se hace presente de forma manifiesta: su concepción del mundo es tangible en su cine, pero en él la forma ofrece un subterfugio. Otro es el panorama que se abre con las ficciones de Woody Allen, con los delirios de NanniMoretti y los documentales de Werner Herzog y Patricio Guzmán. Las obras de todos ellos se abren como instrumentos reflexivos en los que claramente se dibujan su presencia y su postura, el ánimo de ofrecer su perspectiva sobre los asuntos que, como es bien sabido (por la obra, pero también por los testimonios que han dejado en entrevistas y en ocasiones en libros), apasionan a cada uno de ellos.

Woody Allen no sólo aparece en un buen número de películas por él escritas, dirigidas y protagonizadas, sino que es posible ubicar su voz incluso en personajes a los que él no presta su atribulada facha. Uno de los grandes temas de Allen, que ha abordado en las diferentes etapas de su vida y sobre el que regresa sin falta, es las relaciones de pareja. En Annie Hall (1977) y Manhattan (1979), en las que da vida a los personajes principales, lo mismo que en Vicky Cristina Barcelona (2008) y Así pasa cuando sucede (Whatever Works, 2009), filmadas treinta años después y en las que no actúa (¿pero a quién oímos cuando vemos y escuchamos la profusa verborrea de Boris en Así pasa cuando sucede?), en todas ellas perpetra ensayos sobre la necesidad de la otra y las dificultades para seguir junto a ella. En su obra es perceptible una concepción de la condición humana, una exhibición de los síntomas que presentan relaciones casi patológicas que serían sólo graciosas, raras y anecdóticas si no se constataran una y otra vez fuera de la pantalla. Allen es un observador agudo, filoso y filosófico que no se lanza a la profusa argumentación de su percepción, pero sí ofrece un panorama amplio de su forma de ver el mundo; no duda para ello en hacer más de una cita y homenaje a sus mayores y a sus pares. Es, pues, un gran ensayista.

Algo parecido sucede con Moretti, para quien el cine puede ser casi un diario de viaje. Moretti, como Allen, escribe, dirige y protagoniza sus ensayos más furibundos. A diferencia de Woody, él se involucra constantemente en asuntos políticos, y lo mismo se le ve echando pestes en Querido diario (Caro diario, 1993) que en Abril (Aprile, 1998), e incluso puede vérsele arengando a las multitudes en la Plaza del Pueblo en Gente de Roma (Gente di Roma, 2003) de EttoreScola. Pero también es él quien acusa, de frente y a la cabeza, al corrupto Berlusconi en El caimán (Ilcaimano, 2006), en la que no actúa. La obra de Moretti es indisociable del Nanni indignado por la política y del Nanni conmovido por la paternidad. Y si encuentra el espacio para martirizar a un crítico cinematográfico recetándole, recitándole, sus propias críticas, también lo hay para culparse por llevar a su hijo (que aún goza del tiempo sin tiempo del seno materno) a ver una mala película o para apapacharlo una vez que ha nacido.

Patricio Guzmán no quita el dedo del renglón. Filmó un documental monumental que se exhibió en tres partes (Batalla de Chile, 1977-1980) y que da cuenta de la lucha popular encabezada por Salvador Allende y de los años aciagos que siguieron al golpe militar que lo asesinó; en adelante ha regresado en numerosas ocasiones sobre este momento y este evento. Particularmente representativo de sus obsesiones es Chile, la memoria obstinada (1997), cuyo título es tan ilustrativo como pertinente para aglutinar aquello que le da sentido a su vida y obra: la memoria. Guzmán no olvida, y en cada nueva entrega da cuenta del estado de las cosas y de su propia percepción, y en su más reciente película, Nostalgia de la luz (2010), lo mismo acompaña a los que siguen buscando a sus desaparecidos que esboza un reclamo a los que ya olvidaron. Y si bien es cierto que su voz puede resultar tediosa, también lo es que resulta impensable sustituirla: la confidencia se hace en primera persona o no se hace, y este ensayo es lo que es en buena medida por la presencia que Guzmán tiene con su voz.

En Werner Herzog coincide la vocación del explorador con la del científico,
la del intelectual con la del artista. Sus ensayos documentales parten de la visita a lo insólito, a parajes y circunstancias excepcionales que sirven de piso al edificio cinematográfico que el alemán construye y que, por lo general, se estructura por medio de un texto literario que lo mismo hace labores narrativas que reflexivas y que se escucha en voz del autor. Así, en El diamante blanco
(The White Diamond, 2004) vuela por los cielos de Guyana; en GrizzlyMan (2005) sigue por Alaska a un fanático de los osos; en Apuntes de oscuridad (Lektionen in Finsternis, 1992) registra los llameantes pozos petroleros de Kuwait, y en Cueva de los sueños olvidados (Cave of ForgottenDreams, 2010) hace labores de espeleología e ingresa a una cueva en Francia donde se ubican las pinturas más antiguas de las que se guarda registro. Herzog, cual filósofo, toma la cámara y emprende una búsqueda de fundamentos, y a menudo encuentra el caos en el cosmos, pero también el espíritu que nos hizo y nos hace humanos.

Así como se conoce al ensayista literario por sus textos, es posible encontrar al ensayista cinematográfico en sus películas. Y así como NanniMoretti dice que tiene interés por algunos hombres y no por todos, hay algunos (textos, películas y ensayistas) que es grato encontrarse y conocer (y uno quisiera frecuentar), pero también hay otros que resultan ingratos y odiosos (ensayos y ensayistas). Lo cierto es que los realizadores aquí brevemente comentados son apreciables porque al compartir su personalísima visión del mundo amplían nuestra propia visión y abren ventanas a universos valiosos (y a la universalidad). Sus películas tienden un sólido puente con los textos de Montaigne: en ellas y ellos la persuasión se alcanza por la emoción.

 

 

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