Cuando llueve en París, la ciudad más bella del mundo se compadece de su suerte, un poco como una vieja actriz que, de regreso de su camerino, se apresura a desmaquillarse.
No me gusta salir cuando llueve. Los truenos me aterran, los rayos me recuerdan los sortilegios y espero siempre homicidas crueles. Tengo un miedo azul del agua; un miedo que se remonta a mi más tierna infancia —estuve a punto de ahogarme en un lago a mis seis o siete años. También cuando el cielo expone sus humores masacrantes, prefiero quedarme en casa, confortable, la nariz contra el vidrio de mi ventana, dibujando con el vaho de mi aliento y observando la calle al mismo tiempo. Paso las horas vigilando a los transeúntes, espiando a los vecinos de enfrente, una manera u otra de velar mi callejón metido en el corazón de Montmartre, con sus inmuebles agrietados en las puertas sin campana que el cartero sólo empuja, sus persianas abatidas sobre un lado, tanto de día como de noche, sus cortinas polvosas a través de las cuales, ciertas tardes, se asiste a las escenas familiares intimidatorias.
Salvo ciertas excepciones, las gentes de mi barrio son tan agradables como los viejos presos clasificados. Ellos trabajan en silencio y mueren sin ruido. En cuanto a los chiquillos, no saben más que pegarle al balón sobre el asfalto, graznando; a pesar de su escándalo, nadie se queja realmente. Ellos ponen un poco del ambiente que se necesita en la calle.
La mayoría de los habitantes de la calle Fontaine son jubilados exangües, literalmente aplastados por los años de labor por una paga de miseria. Si son amables y corteses, es porque no tienen la fuerza de quejarse o de protestar. Al verlos arrastrar sus esqueletos de una banca pública a otra, la boca abierta y el ojo en blanco, uno juraría que su alma está en otro lugar.
Ahí está el señor Michelet que saca a su perro, un viejo perro faldero medio ciego. El señor Michelet vive en el primer piso. Viudo y sin hijos, vive solo en un estudio de dos piezas, sórdido, que hasta apesta a pino. Yo estuve una vez en su casa —la más hábil de las sirvientas no sabría poner una pizca de orden en tal desastre.
El señor Michelet pasea a su perro faldero varias veces al día. El perro es tal vez diabético, supuso la Abuela. Personalmente, yo me preocupaba de que el perro fuera diabético o incontinente. Cuando lo oigo chillar justo a la mitad de la noche, tengo deseos de gritar yo también.
El señor Michelet había sido dramaturgo de 1940 a 1960. Conoció a Jean Gabin, Melina Mercouri, Alan Ladd y un montón de actores de renombre. En una foto plagada de manchas se le ve festejar en compañía de Jean Cocteau en un restaurante abarrotado de celebridades con —en segundo plano— un individuo calvo que se supone que es Picasso.
El señor Michelet no obtuvo las ventajas de la instauración de la Quinta República. Desde entonces, se pudre en el olvido, tan anónimo como una sombra. La muerte de su mujer, ocurrida un decenio antes, lo hundió en los múltiples agujeros de la más difusa de las soledades.
Al abrigo del toldo de la panadería veo a Nanar, que se ríe contando historias a Diara Bamako, un traficante, de prisa y corriendo. Nanar se hace pasar por el tonto de la ciudad, cuando no hay alguien más pícaro que él en los alrededores. Si quisiera esforzarse, encerraría al diablo en una botella. En cuanto se dobla de esta forma, apoyándose contra sus rodillas, es que tiene algo para vender. Diara, que conoce bien a su hombre, está en guardia, salvo que eso no va a servirle de gran cosa; Nanar terminará por vender un ticket de tómbola a un paciente de cuidados paliativos.
Un poco más abajo, en la terraza de un café, Michel y José-la-Tour charlan fumando como dragones. José es apodado la Torre porque dobla los talones de sus zapatos con el fin de parecer menos bajo.
Michel y José son adictos a las apuestas hípicas. En menos de una hora van a arruinarse. Le juegan raramente al buen caballo, a pesar de las pistas que obtienen y de su perfecto conocimiento de los jinetes. Una vez sobre cien, les sucede que salgan los números buenos, y entonces colman a los amigos de rondas generales, resultando que al final del día, hayan ganado o perdido, ellos regresan a su casa sin un centavo.
En la mesa de al lado, con el diario L’Equipe ante los ojos, Frédo, un aficionado al fut, prepara su acusación. Ninguna información, ningún escándalo, ningún error de arbitraje se le escapan. Esa mañana parece muy concentrado en su lectura. Por su manera de frotarse las manos se adivina que seleccionó su muestra de jugadores y árbitros para estar entusiasmadísimo.
En el tercer piso del edificio de enfrente, Clarissa abrió su ventana. En camisón rosa, nada abajo, recorre su cuarto a lo largo y a lo ancho. Clarissa es una sirvienta gorda que trabaja en casa de Darty durante el día, y por la noche ronda las callejuelas sinuosas donde personajes sombríos hablan en voz baja y miran hacia todos lados. La policía la ha detenido en varias ocasiones sin lograr encarcelarla. Parece que es un poco bruja. Me cae bien, Clarissa. Tiene el corazón en la mano. Cuando un cliente no tiene suficiente para ofrecerle, ella le da crédito. En el barrio, nadie le falta al respeto.
Ahí está el señor Michelet, que regresa de su paseo. Sin su perro y sin su paraguas. Gritando como si tuviera el fuego cerca. Dos hombres con delantal salen de la panadería. El señor Michelet muestra algo a lo lejos y se echa a correr, consternado, exasperado, los dos panaderos pisándole los talones. Después de algunas zancadas salen de mi campo de visión. Abro la ventana, me inclino hacia afuera; no alcanzo a ver lo que pasa más abajo, hacia la avenida. Escucho cláxones que se impacientan, y es todo. Aquí y allá, los curiosos salen de las tiendas y miran todos hacia el mismo lado. En el momento en que comienzo a congelarme, una vecina aparece, una bolsa de provisiones bajo el brazo. Es la señora Lucette, una acomodadora del cine. Le pregunto qué sucede. Como está un poco sorda, no comprende de qué le hablo. Con el dedo, le indico calle abajo. No capta, se encoge de hombros y se escabulle.
Iba a cerrar la ventana cuando Nanar pasa bajo mi balcón. Si algún día tiene usted encima la policía completa de París, no le pida ayuda de ninguna manera a Nanar. Es del tipo que, cuando hace un pequeño favor, regresa una hora después para pedirle la luna. «¿Qué es este lío?», le cuestiono. Nanar retrocede a la banqueta, levanta la cabeza y busca en los balcones. El canalla, sé que me ve, pero finge que no me localiza. Hace eso siempre conmigo. Incluso cuando estoy frente a él, pone la mano como visera y hace como si buscara de dónde viene mi voz. En una ocasión lo había amenazado con darle un puñetazo en la cara si continuaba fastidiándome de esta manera. Señaló negativamente con el dedo, a la manera de un maestro acorralando al burro de la clase, y dijo: «Tú podrás quizá darme un puñetazo en los huevos. Conmigo vas a necesitar una escalera». Le encanta la respuesta ingeniosa, a Nanar… Continúa escudriñando los balcones. «¿Dónde estás, carajo?». Yo le replico: «Vete al diablo, pobre imbécil». Nanar se mofa: «¿Eres tú, Tom Pulga? Un momento, creí que yo era Juana de Arco». Quise cerrar en sus narices las persianas cuando un vecino desde el segundo piso pregunta qué es lo que pasa con un tono preocupado. Nanar lo tranquiliza con una sangre fría olímpica: «No es nada. Una ambulancia atropelló al perro del señor Michelet, es todo». El vecino dice: «¡Ah! Al menos vamos a poder dormir tranquilos», y se apresura a entrar a su casa, sin duda para anunciar la buena noticia a su esposa.
—Te vas a enfriar —me advierte mi abuela detrás de mí.
—El señor Michelet acaba de perder a su perro.
Mi abuela frunce el ceño, como si mis palabras no le dijeran gran cosa; enseguida asiente con la cabeza y se sumerge en su aturdimiento.
Así es ella, mi abuela, sus gustos, sus penas, sus problemas, todo está enquistado.
—El perro debió de atravesar la calzada en mal momento y una ambulancia lo atropelló.
Ella frunce de nuevo el ceño, luego lo abandona. Su cerebro funciona tardíamente. En una hora, se dará cuenta de lo que le acabo de anunciar.
Antes no estaba así, mi abuela. Estaba viva como el destello y ningún pequeño detalle se le escapaba. Pero, desde hace algunos años, avanza hacia un mundo paralelo, atrapada entre su sombra y el eco de su delirio, como un espíritu juguetón convaleciente.
—¿Qué día es?
—Es domingo, abuela.
—¿Estás seguro de que no es jueves?
—¿Qué importa, abuela? Tu cita con el médico es dentro de tres semanas.
—Es curioso —pone el dedo en la boca—. Yo creí que era jueves.
Vuelvo a cerrar la ventana, bajo del banco y me tiro sobre el sillón. Me apodero del control remoto, me quedo en reposo. No tengo ganas de ver la tele hasta que se me funda el cerebro. Cruzo las manos por atrás de la nuca y trato de no pensar en nada.
Sobre la chimenea de la sala se pudre colgado un cuadro de madera. Está ahí desde hace generaciones, en el mismo sitio, igual de indestructible que el crucifijo que sobresale. En el cuadro, casi borrado por los años, la foto de mi bisabuelo Nestor, muerto de un infarto el 14 de junio de 1940 al ver a las tropas alemanas tomar como alfombras los jardines de París. Nestor había sido un veterano de guerra, un auténtico héroe de la Primera Guerra. Maratonista en lo civil, fue mensajero en el frente, galopando del pc a las trincheras para llevar mensajes a los oficiales que dirigían las operaciones. Cuando lo veían correr sin descanso sobre las líneas de avanzada, los nazis advertían que era necesario lidiar ante un temible medio de comunicación. Por más que le disparaban por todos los flancos, jamás lograron detenerlo. Nestor corría más rápido que las balas. Era un gran atleta aunque no haya sido campeón olímpico. Sus medallas, las había obtenido en Verdun.
Mi abuela me bautizó Nestor porque le recuerdo a ese padre que le faltará siempre. Eso me daba risa, al principio, cuando ella resucitaba en mí a su progenitor que era, de acuerdo con la foto tomada en el regimiento hacia finales de 1916, un verdadero coloso que rebasaba por dos cabezas a los soldados que estaban alrededor suyo. Antes, cuando mi corazón se cerraba como un puño, me plantaba frente al cuadro de la estancia y me decía que, a pesar de mis metro con veinte centímetros, yo tenía de qué estar orgulloso. Me sentía un poco mejor, después.
Mi padre no tenía para nada madera de héroe. Era de poco carácter, patético de humildad. Les tenía horror a los conflictos y hacía las paces muy rápido. Si él hubiera provocado la guerra, no lo habría superado, sin duda. Por el contrario, era de una gentileza en el límite de lo soportable, casi vergonzosa, y lloraba fácilmente.
En la foto que guardo sobre mi mesita de noche, mi padre luce una sonrisa melancólica. Se veía incómodo frente al objetivo del fotógrafo. Su mirada es huidiza, casi borrosa. Según la abuela, él era así desde que estaba pequeño; influenciable e inseguro, listo para tragarse cualquier tontería y a dar el delantal al menor fallo; en síntesis, era un «fracasado».
Ignoro si me quiso por amor o por el hecho de que sentía culpa. En ambos casos, sus visitas me hacían bien. Una vez por mes, venía a ver cómo estaba, trayéndome regalos. Me tomaba sobre sus rodillas y, acariciándome el cabello, me hacía preguntas sobre la vida escolar, sobre mis amigos y, con la sonrisa al sesgo, me preguntaba si tenía novia. ¿Novia? Yo era el único enano en la escuela. Al principio le decía la verdad. Por ejemplo, cómo el alboroto se interrumpía repentinamente cuando yo entraba al salón, cómo todos mis compañeros se burlaban de mí cuando trepaba mi silla —algunos me imitaban sobre el escritorio del maestro retorciendo el trasero. Le confesaba cómo eso me hacía daño, cómo me hacían voltearme como burro en el recreo —aun cuando las niñas no estaban de acuerdo, ninguna movía un dedo por mí. Mi padre dejaba de repente de acariciarme el cabello, miraba fijamente el suelo, los puños crispados; a veces, lloraba dando pequeños gemidos. Fue para ya no verlo triste que decidí no volver a decir la verdad sobre mi vida de enano. Si había alguien a quien quería ver reír a carcajadas todos los días y todas las noches, además de mi abuela, era mi padre. Así, había dejado de confiarle mis pequeñas desdichas. Cuando me preguntaba cómo me iba en la escuela, le respondía con entusiasmo que las cosas habían mejorado enormemente, que sacaba buenas notas, que mis compañeros habían votado por unanimidad por mí para ser su delegado, y que yo tenía una novia que se llamaba Virginia. Y mi padre, que no sospechaba ni por un segundo que le estaba diciendo mentiras, me abrazaba muy fuerte contra él: «¿Ves?», aseveraba. «Todo termina por arreglarse». Estaba tranquilo.
Creo que fue a partir de entonces que me convertí en un poco mentiroso. No me da nada de vergüenza mentir. Si eso pudiera volver menos duros a los corazones, no dudaría de mentirle al mismo buen Dios.
Después, mi padre no volvió a visitarme. A partir de mis trece años, sus ausencias tendieron a espaciarse cada vez más y luego lo perdí de vista. Una mañana de mis quince años, recibí del correo postal de Hanoi una carta de cinco páginas escrita con una letra febril. Mi padre me anunciaba que la situación con mi madre se estaba enfilando hacia un punto donde no había nada qué salvar, que mi madre había puesto a mi hermano y a mi hermana contra él, que el infierno se había instalado en la avenida Ternes 103. Ciertos pasajes estaban salpicados de lágrimas. Mi padre me aseguraba que me extrañaba, pero que estaba obligado, para salvar el pellejo, a elegir entre el exilio y el suicidio. Al día siguiente del divorcio de mi madre que yo jamás conocí, él trepó al primer avión para Vietnam, sólo llevando por equipaje alguna ropa, sus diplomas y nuestra foto de los dos tomada en las escalones de Sacré-Cœur. Al final de la carta, se disculpaba por no haber sido un padre suficientemente valiente para criarme bajo el mismo techo que mi hermano y mi hermana y me suplicaba perdonarlo por el daño que me hizo. Omitió poner su dirección en el sobre y yo no pude responderle para que él supiera que yo lo amaba con todo mi corazón, que no estaba enojado en lo más mínimo y que yo comprendía.
Más tarde, las cartas que me enviaba mi padre fueron cada vez menos largas y tristes, por momentos entusiastas, y desprendían bien el estímulo de felices noticias. Me narraba sus peregrinaciones de geómetra en el país de Ho Chi Minh, los bellos encuentros que caracterizaban sus viajes, los proyectos que elaboraba en su cabeza. Un día me había mandado una tarjeta postal de Bangkok, donde se acababa de establecer para siempre, con este poema:
Haz de tus heridas amapolas
Y de tus sueños oasis floridos
Ningún triunfo es más bello
Que aquél de sobrevivir al dolor
Junto a la tarjeta postal, la fotografía de una sublime tailandesa con los ojos grandes como horizontes y una sonrisa tan resplandeciente como una fiesta de Navidad.
Al reverso de la foto, esta frase escrita con la mano más firme: «Encontré el amor y no lo voy a dejar escapar».
Fue la última vez que mi padre dio signos de vida. Nunca más supe qué sucedió con él desde entonces.