Estaban llenos de entusiasmo al final de la caminata, incluso más que cuando partieron. A pesar de que se acuclillaban bajo un árbol de curri, no estaban cansados en absoluto. Ambos eran muy altos y delgados. Su trabajo demandaba esa complexión.
Raman observaba el movimiento dentro de un arbusto que se agitaba frente a él. Estaba muy interesado en saber qué era lo que lo producía. El otro hombre tenía una pequeña piedra de granito en la mano y la hacía rodar sobre su palma. Él también observaba el arbusto. El espacio entre ellos lo ocupaba tal oscuridad que no podían verse las caras. El frío que no habían sentido mientras caminaban, lo sentían ahora.
Ellos siempre dejaban todas las palabras que tuvieran que decir en el pueblo, antes de partir. El lenguaje corporal era esencial para las noches en que hacían su trabajo: robar.
Rodaban piedras en las manos de los dos. Los movimientos dentro del arbusto se intensificaron brevemente y luego cesaron. Un destello cruzó la mirada de Raman. Jabalíes. Sus ojos penetraron en la oscuridad. Debían de ser siete u ocho jabatos. Ahora sus ojos buscaban a la madre. No estaba ahí. Debía de haber ido a pastar. Raman pensó por un momento que la jabalí era igual que él. Todos los días debía regresar a salvo a su territorio escapando de las rejas electrificadas, los disparos de las armas y las trampas cebadas con arroz que se ocultaban entre la maleza. Se dijo a sí mismo que nada era estable. Compadeció a los jabatos. Sin querer entretener tales pensamientos de piedad, giró su cara hacia el otro hombre. Miró la copa del árbol de curri. Dio vueltas al granito en sus manos.
El bosque estaba sumido en un profundo sueño.
Ellos esperaron.
La roca que Raman sostenía se resbaló de entre sus dedos y cayó sobre su pie. Se sobresaltó y volteó hacia Munusamy. Su mirada no bajaba de la cima del árbol. Seguía rodando la piedra.
Raman había decidido irse, pero Munusamy seguía jugando con el guijarro en su mano. Cuando éste se le escapó también y cayó a la tierra, Raman se puso de pie para irse.
Todo estaba perfectamente bien.
Mientras regresaban, Raman escuchó un ruido y giró el cuello para mirar atrás. Vio a la madre de los jabatos entrar al arbusto. Sus ojos ya estaban acostumbrados a la oscuridad y la imagen del enorme lomo de la jabalí lo atemorizó.
Pensó en tocar el hombro de Munusamy para mostrarle lo que había visto, pero no lo hizo. Era peligroso perder la concentración. Caminaban con tal facilidad a través de los arbustos que parecía como si ellos hubieran creado personalmente esa vereda. Las plantas de cacahuate que rompían como olas en ambos costados del camino se mezclaban con la oscuridad que las rodeaba, formando un mar negro.
El foco que había en la fachada de aquella casa titilaba. Desde el interior pobremente iluminado escapaba otra luz amarilla. Cuando Munusamy miró a la entrada de la casa desde el porche trasero, la vio tan oscura como si no hubiera un solo foco.
Ahí planearon las señales que harían con sus cuerpos para comunicarse.
Ragothaman, que estaba tirado en la cama, escuchó un ruido y prendió la lámpara. Raman estaba parado muy cerca, en la luz que llenó la habitación, como un poste alto y tieso.
Ragothaman quiso gritar, pero ningún sonido salió de su garganta. Con el corazón lleno de miedo y tensión vio a su esposa e hija durmiendo cerca de él. Lanzó la sábana sobre su esposa, pero cayó sobre su hija.
No dirigió sus ojos en esa dirección en absoluto. Clavó sus ojos en él. Cuando lo vio erguirse, se volvió más vigilante. Creyó que se había levantado de la cama sin intención de escapar o de dar la voz de alarma. Su mente le dijo que no sería tan tonto como para perder a su esposa o a su hija, pero aun así su cuerpo se mantuvo tenso y en alerta.
El hombre quitó el cerrojo de la recámara y entró lentamente al pasillo. Él también lo siguió. Apagó la luz que allí había. El pasillo quedó completamente a oscuras. Cuadros con imágenes de dioses colgaban de las paredes. Raman trató de entender para qué lo había llevado ahí. En la habitación que acababan de dejar, el sonido de la esposa tosiendo subió de volumen y después se detuvo. Raman notó que había luces del otro lado de la casa. «Pero ¿y qué?», pensó.
Ragothaman levantó la cabeza para tener una vista completa del intruso. Era muy alto. Su aspecto lo previno de perder más tiempo.
A través de su silencio, transmitió las palabras: «No hagas nada, ¡te daré todo lo que tengo!».
Raman se acercó a él y respondió con la mirada: «¡Ya sé!, ¿qué más puedes hacer? ¡Dámelo rápido!».
Raman tocó su garganta. Se mantuvo expectante mientras la puerta de la recámara se abría. Sabía que podría cerrarse repentinamente, pero no sucedió. Luego escuchó cómo se abría el armario. Se movió lenta y cuidadosamente hasta pararse con un pie en el escalón de la puerta y otro en el interior del cuarto.
Intentó calcular cuántos soberanos de oro estaba a punto de obtener por los sonidos que le llegaban mientras escuchaba las tinieblas. Se dio cuenta de que su atención se estaba desviando y la redirigió a Ragothaman, que regresó trayendo un puñado de joyas y un fajo de billetes.
Una vez que ambos estuvieron de vuelta en el vestíbulo, Ragothaman cerró con seguro la puerta de la recámara.
Se acercó al tipo. Un extraño olor emanaba de su cuerpo. Puso todo lo que cargaban sus manos en las manos que se extendían hacia él. Por supuesto, sintió el dolor de perder, pero aun así supo que era un intercambio necesario. Al siguiente segundo, el tipo comenzó a prepararse para irse. Sus ojos recorrieron el patio y barrieron de este a oeste la casa. Hubo una señal (Ragothaman no la entendió, pero supuso que habría cuatro o cinco personas agazapadas afuera).
Cuando caminaron por el pasillo hacia la entrada principal, sus hombros chocaron suavemente. Así que uno se hizo a un lado para que el otro saliera con facilidad. Al girarse Raman, vio que Ragothaman también se había dado la vuelta hacia él. Al notar la forma en que lo miraba, se puso aún más en alerta. Sin quitarle un ojo de encima, descorrió el pasador. El marco de la puerta era tan alto como él. Cuando puso un pie en el escalón de afuera, Ragothaman pisó la parte inferior de su lungi y gritó muy fuerte: «¡Ladrón! ¡Ladrón!». Uno abrió una de las puertas dobles y luego la cerró muy rápido. El otro trató de zafarse, incapaz de resistir el dolor en el pulgar que había quedado atrapado donde se unían las puertas. Cayó al suelo.
Raman lo pateó para mantenerlo adentro, cerró la puerta desde afuera y se alejó. Munusamy llegó del otro lado y se unió a él. Vieron cómo las luces se encendían y escucharon cierta conmoción adentro de la casa. Caminaron rápido en la oscuridad dando largas zancadas. El campo de cañas que había cerca los esperaba. Los absorbió.
El inspector Falullah fue directamente a la cocina sin poner atención a las manchas de sangre seca que había cerca de la puerta. Sus ojos contaron cuatro platos con restos de comida. Cuando regresó, escuchó a la esposa del tipo llorar mientras rogaba que alguien lo llevara al hospital.
Con antorcha en mano, el inspector Falullah caminó solo en dirección al oeste. Los agentes que lo acompañaban calcularon la distancia por el movimiento de la luz que cargaba.
A través de la puerta abierta, se podía ver que la hija yacía en estado de shock sobre el catre. Había mucha gente a su alrededor, consolándola.
Un agente murmuró, con voz tan baja que ni siquiera él mismo se escuchó, que encontraría al culpable. Otros se decían lo mismo. Dos agentes registraron habitación tras habitación. Sus pasos cadenciosos expresaban el temor de que alguien pudiera seguir oculto ahí adentro.
La esposa caminaba por toda la casa, hablando con alguien. Había entre cuarenta y cincuenta personas esperando el regreso del inspector. Este último se acercó a la entrada del campo de caña que un círculo de luz señalaba. Escrutó cuidadosamente los tallos con ojos expertos, se dio vuelta y se dirigió al agente principal, Thandavarayan, que lo había seguido y en quien confiaba:
«Éste es el trabajo de kuravas». (1)
«¿Cuántos, señor?».
«¡Cuatro!».
Esas palabras contenían el orgullo y la experiencia de muchos años. Tras pronunciarlas, mostró a Thadavarayan el interior del campo, moviendo la luz de la antorcha lentamente. Había, en cuatro lugares, pequeñas pilas de excremento fresco. Thandavarayan pudo darse cuenta una vez más de la exactitud de sus cálculos.
Cuando ciertas personas intentaron acercarse a ellos, un agente les gritó con lenguaje soez. El tono de su voz advertía que los ladrones podían seguir escondidos en el campo de caña y atacar en cualquier momento.
Sin saber exactamente por dónde empezar, el inspector preguntó a la dueña de la casa, que estaba completamente destrozada: «¿Cómo está su esposo ahora, señora?».
Mientras respondía con mucha tensión en su voz que para esa hora el vehículo habría cruzado Kannamangalam, ella se preparaba mentalmente para la siguiente pregunta.
«¿Pudo ver a alguno de ellos, señora?».
Abrazó fuertemente a su hija mayor y dijo: «No», mirándola a ella.
«¿Cómo se dio cuenta de lo que ocurría?».
«Señor, cuando mi esposo gritó de dolor por su mano machucada saltamos de la cama. El armario estaba abierto. La puerta de la recámara había sido cerrada con seguro desde afuera».
«¿Él fue herido sólo de la mano?».
«Sí, señor. Pero se desmayó. ¡Había demasiada sangre!».
Thandavarayan tomaba notas de todo lo que se decía en una caligrafía que sólo él podía entender.
El inspector consoló a la mujer: «No se preocupe, señora. Dejaré dos o tres policías para velar por su seguridad». Después se llevó a un lado a Thandavarayan.
La palabra kuravas se escuchó varias veces en esa conversación.
Thandavarayan asintió con la cabeza frecuentemente, dando esperanza a los policías que lo observaban de que podrían capturar a los fugitivos.
El vendaje fue removido pero la herida no había sanado aún. El dolor había quedado congelado dentro del dedo. Ragothaman fijó su mirada en las costuras que recorrían su pulgar.
«¿Cómo fue que se arruinó todo aquella noche?, ¿pude haber esperado un poco más?». Antes de que la mente pudiera pensar en arrastrarlo hacia adentro, el cuerpo había actuado.
«¿Con cuánta gracia se había comportado él? ¿No pude darme cuenta de que sería mejor para mí ganar de nuevo los diez soberanos y todo ese dinero que arriesgarme así? ¿Cómo podré vivir el resto de los días de mi vida sin pensar en él? ¡Creí que había cuatro personas ahí y al mismo tiempo lo ignoré! ¿Cómo me hice de tanto valor creyendo que cuatro personas estaban agazapadas afuera? ¿Qué hubiera ocurrido si todas ellas se me hubieran echado encima de repente?», meditaba Ragothaman.
Aún ahora, pensaba: «Él estaba solo, pero esta gente, por alguna razón que sólo ellos conocerán, vinculó a tres más con él. Cuando me paré cerca de él, ¡qué profunda advertencia me lanzaron sus ojos! ¿Cómo pude atreverme?».
La investigación arrojó montones de información. Con cada nuevo detalle, el dolor se incrementaba en el dedo herido. De vez en cuando, cerraba los ojos y suplicaba por agua, comida o ayuda a quien estuviera cerca. En tales ocasiones, la mano derecha se movía suavemente sobre el destrozado pulgar. La gente que las observaba, comprendía la empatía que sentía una mano por la otra.
Una tarde en que la herida aún no había sanado por completo, se solicitó a Ragothaman que fuera a la estación de policía. Como no tenía aún el valor suficiente para ir solo, pidió a un amigo suyo que lo acompañara.
El despacho del inspector estaba muy limpio y ordenado. Aún así, era claro que el miedo seguía echado ahí, como un perro que asomaba la lengua goteando charcos de saliva. Ragothaman sintió que la herida que había estado sanando ahora le dolía de nuevo, pero intentó ocultarlo. El inspector irradiaba orgullo.
«¡Los hemos atrapado, señor! ¡Sólo eran dos personas! Si usted hubiera actuado juiciosamente, pudo haber evitado eso». Señaló su dedo herido. «¡Son personas muy peligrosas! Para ellos, el asalto es una cosa muy común. A la menor provocación, ¡le hubieran partido la cabeza!»
Sin permitirle continuar, Ragothaman preguntó: «¿Qué debo hacer ahora, señor?». Hablaba en un tono nervioso e irritado que sugería que lo único que quería era olvidar todo el asunto.
«¡Nada! Todo se ha terminado, ¿por qué está tan asustado y tenso? ¿Quiere verlos?».
«¡No, señor! ¿Qué sentido tiene?».
«No se preocupe. Sólo tiene que identificarlos, no hablar con ellos».
Thandavarayan los acompañó a la celda de detención. Una mujer que estaba parada afuera se cruzó con ellos. Como el agente esperaba, ella giró su rostro para mirarlo.
Munusamy estaba parado al fondo. Sostenía una maleta. Al verlos llegar, la arrojó a un rincón disimuladamente. El otro hombre tenía la cara vuelta hacia la pared.
Thadavarayan gritó: «¡Hey, tú, perro asqueroso! Ven aquí. ¿Por qué mientes descaradamente?». Él, mostrando que no le asustaban los gritos y las amenazas, lentamente se puso de pie, se acomodó la ropa, se aproximó a los barrotes de la celda y se quedó parado ahí. Ragothaman quedó a unos cuantos centímetros de él. Hizo su dedo cosido muy visible, como si deseara que él lo viera.
Tan pronto como lo vio, apartó la vista de la misma manera en que la había apartado con los jabatos aquella noche en el bosque.
Ragothaman evitó mirarlo a los ojos. Su mente rezó porque un velo negro cayera entre ellos. Lo había visto muy de cerca aquella noche en el vestíbulo, pero algo evitaba que lo viera directamente a los ojos ahora. El tipo estaba bastante calmado y lo barrió de pies a cabeza. No había ningún sigilo en su mirada. Era una mirada que decía: «Todo se ha terminado, ¿ahora qué sigue?», pero a pesar de todo él no podía verlo a los ojos.
Sin decir nada, entró de nuevo al despacho del inspector.
Su amigo y Thandavarayan se quedaron parados afuera.
El inspector le hizo un gesto invitándolo a sentarse. Él lo ignoró y dijo: «¡Esos dos no son los hombres que vi aquella noche!». Su voz, que acababa de perder algo importante, se quebró.
Traducción de Iván Soto Camba, a partir de la traducción
del tamil al inglés de P. Ramgopal.