El día que los ríos recobraron su apariencia cristalina*

Mónica Nepote

Guadalajara, Jalisco, 1970. Uno de sus libros más recientes es Mi voz es mi pastor (Ediciones Taimado Sioux, 2016). También escribe en su blog https://lasrepublicasdelosalvaje.blog/

1.

Me acerco a las aguas cantantes. He recorrido kilómetros para acudir a este encuentro. Subí montaña arriba desde el nivel del mar acaudalando una escritura alrevesada, quiero decir: reescribiendo la escritura del río. Ir contra la gravedad, buscando el río a partir de la desembocadura. De cero a poco más tres mil metros arriba, puesto que todavía no soy capaz de alcanzar cinco mil justo en donde nace, a mirar lo que queda del glaciar. Estoy en los bosques que merodean el Pico de Orizaba, en las rocas por donde baja, desde aquí logro mirar, con el permiso de las nubes, la zona blanca de la montaña, el cuerpo de hielo que está muriendo.

Esta es una cita, investigo la montaña, busco palabras para entender lo que pasa allá arriba y, aunque no estoy aún en condiciones físicas de subir tan alto, sostengo conversaciones con quienes han pasado días arriba estudiando el hielo. «El hielo ha sido tratado como roca», un cuerpo por otro, un cuerpo que niega la confusión a partir del derretimiento, en su desaparición nos recuerda que es un estado del agua.

Quiero entender, desde mi propio cuerpo, a través del oído, la vista, mi caminar y el cansancio, la forma en que el agua me habla, me llama y me apela.

No es que el agua me llame como me llamó mi madre; el río tiene su propia voz para decir, decirnos. No es que imagine verdades inexistentes o mágicas, es que el agua en realidad nos dice; sin ella mi cuerpo no tendría forma, mis órganos, mis ojos que miran, mi cerebro que procesa el encuentro, mi sangre y mi piel; no sería más que una bolsa de apenas unos cuantos gramos de materia orgánica plegada, sin respiración ni latido, sin actividad neurológica. Sin la vida del agua en mi cuerpo este sería un estado transitivo ontológico: un ser sin ser, sólo un estar despojada o desprovista, sólo un hilo de materialidad, rastro, para ser abrazada por algunos organismos, para ser reincorporada a la tierra hasta ser humedecida de nuevo y reensamblarme en otra forma, otro tiempo, otro sentido.

No soy yo quien le da atributos de vida, es el agua quien hace posible que exista y la busque, que suba las rocas, que siga la ruta del río desde el mapa con la punta de mi dedo, que haga preguntas en torno a sus cauces y a la fuerza con la que arrastra las rocas, los rastros que deja en estas es su propia escritura. De alguna manera mi cuerpo también es la escritura del agua, mi razón de ser es milenaria, soy parte de las aguas primigenias.

Vine a conocer el río, vine a buscar lenguaje, a entender la montaña en los escurrimientos y la huella de liquen y musgo que a su paso brotan. Vine a caminar y hablar del río cerca del río. Mi estar aquí tiene esa doble huella que corresponde a todo gesto de acercamiento: tras de mí, un rastro de dióxido de carbono; delante de mí, el deseo de escuchar los arrullos del agua y sus múltiples maneras de ser a partir de todo lo que hace nacer.

2.

A los treinta y nueve años, el geógrafo anarquista Élisée Reclus publicó Historia de un arroyo, un recorrido por el curso de un río. Las largas caminatas por el espacio abierto fueron parte de la metodología de Reclus para escribir sus textos de geografía viviente. El mundo de aguas claras que Reclus reconoce no son las mismas que vemos ahora bajo el dominio de las figuras de poder: estado e iglesia eran neutralizadas por las verdaderas enseñanzas que daba la tierra. El entorno mismo, con sus montañas, glaciares, colinas, arroyos, riachuelos y bosques contrastaba con los deseos de control de las instituciones humanas, el verdadero espacio de donde provenían las lecciones de emancipación y libertad, donde los humanos podían verdaderamente formarse en libertad, era la naturaleza en su propia fuerza, en su existir. En sus páginas exalta la imagen del agua como elemento vinculante entre los pueblos.

En el presente, la extractivización extrema, la intoxicación, los procesos de desecación de los cuerpos de agua contrastan con rudeza las imágenes descritas por Reclus, pero como toda historia líquida, existen filtraciones. De alguna manera la tierra misma nos apela, este es el origen mismo de las luchas por las defensa del territorio. Es decir, Reclus, a pesar de los cambios y transformaciones del paisaje, aún tiene razón.

Reclus habla de un estado prístino del agua que nace en lo que los campesinos de los Pirineos llaman ojos de agua. En nuestros territorios les llamamos joyas a los sitios donde se sabe, nacían arroyos. Queda la huella del lenguaje, el agua fantasma que alguna vez habitó esos espacios. ¿Estará metros abajo? ¿El agua fantasma volverá con las lluvias? ¿Tomará posesión de las voces y los cuerpos que la defienden? Tomará salidas, el agua sale por su propio pie, le dijo un día un campesino a una mujer conocida ante el estupor de esta cuando una filtración aventó con toda la fuerza propia de las filtraciones un piso recién puesto. Cae por su propia nube y viento, destroza lo que encuentra, sigue su curso. El agua tiene memoria, solemos decir; cuando en realidad, el agua es la memoria.

3.

Las naciones son ficciones políticas

Los ríos no

Yuvan Aves

Los ríos han sido elegidos como marcas fronterizas, no son puerta ni límite, no es esta su esencia. Las aguas son lo que sabemos desde antes de la creación del lenguaje: movimiento, sonido, arrullo, fuerza. Construimos espacios para habitar a su alrededor porque necesitamos su palabra y consuelo, necesitamos darnos forma con ella. Vivimos a su alrededor con la claridad de necesitarla y la impertinencia de entubarla, lejos de la vista cambiamos nuestra relación. El agua no vive en una llave o una tubería, aguarda lentamente, tiene muchos más años de experiencia, sabe que estas formas y materiales que la contienen no detendrán su curso ni su fuerza.

Los tiempos presentes no marcan el final del agua, no presenciamos su final sino su intoxicación. Las consecuencias de una relación irrespetuosa, la distribución inequitativa y la transformación de su apariencia en líquidos densos. El agua no es un asunto de magia, no desaparece nuestros desechos, la fuerza de su caudal parece llevárselos pero volverá con las toxinas que hemos vertido, volverá como pez drogado, como piel muerta. El agua nunca se va, y si lo hace regresa con un mensaje en su propia gramática.

El agua, como el viento, nos vincula y articula. Riega nuestros afectos y permite el crecimiento y la floración. Durante una navegación por el humedal, al deslizarse el remo y permitir el fluir, me hicieron una pregunta:

Tú, ¿a qué aguas perteneces?

Al río San Juan, que palpita entubado debajo de tus pies; a las aguas calientes del río de la Primavera, bosque cada vez más castigado por la sequía y el fuego; a las aguas de la cuenca del Valle de México que se inunda cada verano por no poder refiltrarse en el suelo; a las aguas de los humedales que luchan por seguir existiendo; a las aguas de las Monarcas que resisten a pesar del perverso diseño del monocultivo aguacatero; a mis propios fluidos, mi sangre, mi sudor y mis lágrimas.

*Encontré esta frase dicha de paso por Omar Felipe Giraldo e Ingrid Toro en Afectividad ambiental. Sensibilidad, empatía, estéticas del habitar, un texto que busca detonar conversaciones y miradas en torno a las posibilidades de «reorientar radicalmente nuestra habitación en el mundo».

Comparte este texto: