El Triste apareció un día por la plaza. En ese entonces, claro está, no le decíamos el Triste. No lo conocíamos. Por eso nadie reparó en su presencia. Por eso y porque todos estábamos concentrados en la danza, acompañados por la música de los tambores y las flautas de carrizo. Tiempo después supimos que dio tres vueltas al jardín y luego se sentó en una de las bancas a vernos. En realidad no le pusimos atención por tres motivos:
A) A esa hora siempre había decenas de personas dando vueltas en el jardín de la plaza (algunos, incluso, duraban horas haciéndolo).
B) Bancas había ocho, todas llenas. Y todos sus ocupantes viéndonos. La presencia de un desconocido más en una de ellas no era de llamar la atención.
C) Cada año, a lo largo de la avenida Belisario Domínguez, decenas de grupos nos poníamos a ensayar con el objetivo de ir, en noviembre, a la procesión. Al final de ésta se le daba a uno de los grupos el nombramiento de Atractivo Turístico Municipal y habíamos trabajado mucho para lograrlo en esta edición. Teníamos ese objetivo en mente y evitábamos cualquier distracción. (Por tanto, un desconocido no iba, no señor, a distraernos).
Así, era lógico que nadie volteara siquiera a verlo. Porque, además, tampoco es que se distinguiera entre todos los curiosos, que nos veían como una rareza antropológica (los turistas, nacionales o extranjeros, nos tomaban fotos igual que hacían con los monumentos del centro histórico).
El primero en saber algún dato preciso de la existencia del Triste fue don Trino, encargado de las inscripciones. Hasta él llegó luego de preguntarle a Clarita, al finalizar el ensayo, qué debía hacer para unírsenos. Ella, con sus ojitos pizpiretos y sonrisa de comercial de tele (ya había salido en tres de ellos), le dijo que tenía que pasar a la mesa, con don Trino. Y allá fue el Triste. El encargado de inscripciones había sido, años atrás, el principal del grupo durante mucho tiempo, hasta que un día, bajando del colectivo, su pierna se atoró en la puerta cuando éste echó a andar. Aunque renqueando feamente, don Trino volvió a caminar, mas no a bailar. Así ocurre cuando a uno le pasa una llanta, con a saber cuántas toneladas encima, sobre la pierna. Por eso no le hizo gracia cuando el Triste le preguntó si ahí se podía apuntar: don Trino odiaba a todos los nuevos porque veía en ellos al danzante que él ya nunca sería.
Gracias a la forma de inscripción nos enteramos de que:
1. Su nombre era Tarcisio de Jesús López Aguilera.
2. Nació el 23 de julio de 1975, en la capital. Tenía 30 años.
3. Vivía en Privada del Prado 14, en la colonia Belisario Domínguez
(a un par de cuadras de la plaza de ensayos).
4. No tenía teléfono ni celular ni correo electrónico.
5. No tenía experiencia en grupos de danza autóctona
(así decía la forma, elaborada por el ayuntamiento. Nosotros le llamábamos la Danza Madre).
Tras llenar la forma, se fue. No volvimos a saber de él sino hasta la semana siguiente. Nadie. Ni siquiera los que vivíamos cerca de la plaza y, por lo tanto, de su casa. Al siguiente ensayo llegó puntual, por no decir que el primero. Don Neza (el instructor, Netzahualcóyotl Pérez) lo saludó y le dijo que para ingresar a la compañía primero tenía que pedir autorización a la rosa de los vientos. Lo puso al centro del círculo y, mientras Esther le pasaba el sahumerio por el cuerpo, el instructor sopló el caracol: primero mirando al Norte, luego al Este, después al Sur y finalmente al Oeste. En ese momento un ventarrón sacudió con violencia las copas de los árboles. Todos nos miramos espantados. No así don Neza, que dijo que era una señal de aprobación.
Las primeras semanas Tarcisio ocupó los últimos lugares del grupo. Asignaron a Clarita para que le enseñara los pasos básicos, tarea que aceptó con una de sus sonrisas de comercial. Cuauhtémoc fue el encargado de tomarle medidas para el vestuario. Rosa le hizo las tobilleras de concha y demás accesorios. Además, durante seis días acudió a casa de don Neza para que éste le enseñara lo que llamaba «el fundamento intangible de nuestro tributo a la Diosa». En realidad no era más que un repaso de la historia del país, haciendo énfasis en el apartado de la Conquista y en el hecho de que, a pesar de la evangelización forzada, habían prevalecido los ritos originales a los dioses supremos. «Ellos creen que le bailamos a su Virgen, pero en realidad lo hacemos a la gran Tonantzin», repetía don Neza cada que podía.
Al finalizar su periodo de iniciación, tuvimos más información sobre Tarcisio.
Clarita nos dijo que era «tremendamente» bueno para las danzas porque tenía una memoria «prodigiosa» para aprenderse los pasos (Clarita, lo sabíamos, era dada a la grandilocuencia). También nos contó que hablaba poco y sonreía menos. Siempre estaba «como triste», dijo con los ojos pizpiretos conmovidos.
Cuauhtémoc nos contó que estaba «encabronadamente» musculoso. Tenía un par de tatuajes en la espalda: «jeroglíficos» que no supo descifrar. Durante la sesión de medidas y en las diferentes veces que fue a probarse el vestuario habló apenas lo necesario. «Como si siempre anduviera agüitado el bato», abundó el Témoc.
Rosa no pudo aportar mucho, porque sólo estuvo con él cuando le entregó los accesorios. «Pero sí, estaba como triste. Muy callado. Sí», dijo nomás por no dejar.
Don Neza, en cambio, aseguraba que el alma de Tarcisio había viajado mucho. Que tenía un sufrimiento tan grande que se reflejaba en los ojos y escurría por su cabello, pero que su espíritu era poderoso. Seguro, sentenció de manera contundente, había sido guerrero águila en alguna de sus otras vidas.
En suma, Tarcisio se convirtió, entre nosotros, en el Triste.
Poco tiempo después, no más de tres meses, ya era el primero del grupo. La energía y concentración con que danzaba era apenas comparable con su hermetismo: llegaba, hacía los bailes y se iba. A veces don Trino se acercaba, le daba un par de consejos para bailar mejor —a los que el Triste sólo asentía con la cabeza— y luego lo dejaba continuar. Don Neza estaba fascinado: decía que el aura de Tarcisio estaba impregnando a todo el grupo con su fuerza astral. Témoc lo veía con desconfianza: seguía sin encontrar el significado de los dos tatuajes y eso, decía, no era buen augurio. Rosa, Villa, Esther y Abundis, en cambio, optaron por ignorarlo y concentrarse en su trabajo: a ninguno le vino bien que el nuevo los relegara tan rápido.
La más contenta era Clarita. Cuando llegaba a los ensayos, el Triste ya estaba ahí, todo musculoso él, y a Clarita le centelleaba la mirada pizpireta. Le dedicaba una sonrisa de comercial que Tarcisio apenas correspondía con una mueca y luego ocupaba su lugar. Clarita entonces se dedicaba a danzar y a observarlo embelesada. «Que conste que yo lo enseñé», presumía, convertida toda ella en una sonrisa de oreja a oreja.
Y aunque al Triste era imposible sacarle un solo dato preciso, poco a poco fuimos recolectando diferentes informaciones, todas casuales, claro, producto de diferentes fuentes:
i. Don Chilo, el tendero: «Pues acá viene todos los días, muy temprano, y compra un litro de leche, un pan dulce y dos cigarros sueltos. Por ahí de medio día compra una lata de atún, otros dos cigarros y por la noche una cerveza de lata y un cigarro. A veces cambia la lata de atún por una de sardinas».
ii. Doña Esperanza, la casera: «No se ha atrasado ni un solo mes. No sé en qué trabaja, pero cuando se llega el día de la renta tiene mi dinero contadito. Puros billetitos nuevos, como recién hechos. Al principio pensé que eran falsos, pero nunca he tenido problema en el banco. Ojalá todos los inquilinos fueran como el señor Tarcisio».
iii. Juanito y Tadeo, vecinitos: «Pues es chido el bato. Siempre anda como bien callao. Un día le rompimos un cristal de su casa con el balón y no se enojó». «A mí la otra vez me disparó un bolis».
iv. Panchito, taxista del barrio: «Yo lo he llevado varias veces allá por el centro, en las mañanas, pero nunca se baja donde mismo. No habla en todo el camino: se sube, pide que lo lleve al centro y vuelve a abrir la boca hasta que llega el momento de bajar. Así está cabrón: a veces uno platica con el pasaje para no dormirse, pero con ese güey no se puede».
v. Doña Sara, vecina de muro, divorciada: «No me crean a mí, pero seguido se oye que… bueno, ya saben. Como que tiene sus amiguitas y las trae a la casa. Y bueno… ustedes saben… estos muros… ay, pues, todo se oye. A veces hasta se me antoja. Digo, aunque una ya esté curada de espanto, pues como que se antoja volver a los buenos tiempos. Y está de buen ver, ¿a poco no?».
Así, sacamos algunas conclusiones: Tarcisio trabajaba, pero no sabíamos dónde. Llevaba una vida frugal, no dada a los excesos. Era tranquilo y bueno con los niños. A veces llevaba a alguien (¿la misma mujer?) a su cuarto para no pasar la noche solo. En pocas palabras: teníamos un perfil que no perfilaba nada. En absoluto.
Un día, a mediados de octubre, al finalizar el ensayo don Neza nos dirigió unas palabras. La euforia que había en él era tan grande que su taparrabos apenas la podía contener. «Pasado mañana», anunció ceremoniosamente, «van a venir el gobernador, el presidente municipal y los achichincles de los dos. Eso nos pone, señores y señoritas, en la antesala del nombramiento». (El de Atractivo Turístico, ese que buscábamos con tanto empeño). La noticia nos emocionó a todos, menos a Tarcisio. El gesto se le endureció, aún más de lo acostumbrado. La mirada era una mezcla de ira y temor. Cuando Clarita le apretó el brazo por la emoción, el Triste volteó y todos vimos venir la bofetada. Una bofetada que, hay que decirlo, nunca llegó. Se dio la media vuelta, tomó sus cosas y se fue con pasos apresurados. Esa tarde, por primera vez, vimos cómo los ojos pizpiretos de Clarita se entristecían. No hubo sonrisas de comercial.
A los dos días todos llegamos puntuales al jardín. Nos pusimos los vestuarios y miramos una y otra vez para ver si aparecía el Triste. Nada. Don Neza se paseaba de un lado a otro sin poder disimular su nerviosismo. Cuando la comitiva llegó, estrechó tan fuerte la mano del gobernador que éste cambió su sonrisa por una mueca. Nuestro maestro no sabía qué hacer. Llegó el momento y empezamos a danzar. Pero estábamos tan distraídos por la no llegada del Triste que cometimos muchos errores. Cuando las autoridades se fueron, don Neza se derrumbó en una banca y todos guardamos nuestras cosas en silencio. Aunque la decisión final se tomaba después de ver las danzas el día de la procesión, algo nos decía que nuestro nombramiento no iba a llegar este año. Fuimos a buscar al Triste a su casa, pero nadie abrió la puerta.
Esto, sumado a los hechos recientes, aumentó la animadversión de Cuauhtémoc hacia Tarcisio. Por ese entonces la colonia se había convertido en un hervidero. Los medios de comunicación venían y hacían reportes en vivo. Los periódicos hacían reportajes cada vez más extensos. Pero, a diferencia de otros años, ahora no eran motivados por los grupos de danza. De pronto habían aparecido mujeres en la calle que, casi agonizantes, decían haber sido violadas y golpeadas por un sujeto que, por toda referencia, usaba una media en la cabeza. Témoc no dudó en acusar al Triste. Rosa, Esther y Baltasar no dudaron en sumarse. Yo opté por no tomar partido. Don Neza, junto con Clarita, lo negó todo. Pero los argumentos de Cuauhtémoc eran fuertes:
1. «Nunca antes había pasado algo así en el barrio. Qué casualidad que nomás llegó y se soltó el desmadre, ¿no?».
2. «Seguro el día que vinieron el gobernador y el alcalde prefirió no asistir porque iba a haber un chingo de policías: no quería que lo capturaran».
3. «Por eso trae siempre esa pinche cara: lo persiguen las voces de las mujeres a las que ha violado en su vida».
Era difícil no unírsele.
Después de la visita de las autoridades, el Triste apareció en el siguiente ensayo como si nada hubiera pasado. Don Neza, apenas conteniendo la ira, le preguntó que dónde se había metido. Tarcisio sólo dijo que había tenido que salir en un viaje urgente de trabajo. El Témoc dijo, entre dientes, que era mentira. La mirada que el Triste le dirigió nos disuadió a los demás de opinar. Ese día se notó que el grupo ya dependía de Tarcisio para ganar el nombramiento.
Conforme pasaron los días, las cosas se ponían más tensas. Los voceadores eran vistos como pájaros agoreros: la gente temía el pregón con el que se anunciaba una víctima más del ahora llamado Chacal de la Beli. Además, estaba cada vez más cerca la procesión, por lo que los grupos estaban cada vez más tensos, preparándose para ganar el nombramiento. Hubo, incluso, un par de riñas callejeras que requirieron la intervención de la policía y el ministerio público.
Un día antes de la tan esperada procesión, don Neza nos citó en su casa para afinar los detalles y realizar un rito que, dijo, nos traería la fuerza de los antiguos para que guiaran nuestros pasos. La cita era a las ocho de la noche. Pasó media hora y ni Clarita ni el Triste aparecían. Nadie echó de menos a don Trino, porque nunca asistía a las reuniones: decía que era perder el tiempo. Al percatarnos de las dos ausencias, temimos lo peor. Cuauhtémoc llamó a la policía y dijo que había encontrado al Chacal de la Beli. Les dio la dirección de Tarcisio. Mientras, todos salimos corriendo temiendo lo peor. Llegamos al mismo tiempo que dos patrullas. Conforme nos adentramos en la privada y estaba más cerca la casa del Triste, los gritos se volvieron más intensos. No había duda: alguien estaba siendo ultrajado dentro de la casa. Cuando la policía derribó la puerta y entramos todos en tropel, nos sorprendimos al ver a Clarita entregada en cuerpo y alma al placer. Gritaba, sí, pero no precisamente de dolor o miedo. Al darse cuenta de nuestra presencia se separaron y se cubrieron con unas sábanas. Tarcisio empezó a mentar madres y a sacar a todo mundo a empujones, fuera policía, danzante, vecino o chismoso. Los ojos pizpiretos de Clarita rompieron a llorar. Por la frecuencia de la policía se decía que ya habían encontrado al Chacal, que lo habían sorprendido en flagrancia. Cuando uno de los guardianes del orden estaba por decir que era una falsa alarma, escuchó que las coordenadas indicaban un lugar a un par de cuadras de donde nos encontrábamos. Maldijo tres veces: por culpa de nuestra llamada se había perdido de la promoción y el bono que habían prometido a quien capturara al Chacal.
Con todo el ajetreo, fue imposible realizar el rito que don Neza quería. Aun así, como todos los años, fuimos a la procesión. A la cabeza, después del maestro, iban Clarita y el Triste. La gente nos miraba asombrada y no dejaba de tomar fotos y grabar con videos y celulares. La jornada terminó con tres novedades:
A) Después de cinco años de esfuerzos y sacrificios, recibimos de manos del presidente el nombramiento como Atractivo Turístico Municipal.
B) El maestro Neza anunció su retiro (se iba, dijo, «al encuentro de los grandes maestros ancestrales»).
C) Clarita y Tarcisio hicieron público su romance (aunque ya era la comidilla de todo el barrio) y notificaron formalmente que en un mes se casaban.
Aunque cursi, la explicación que dio Tarcisio nos convenció a todos: desde el primer día se había enamorado de los «hermosos ojos» y la «sonrisa angelical» de Clarita. Decidido a casarse con ella, comenzó a buscar trabajos eventuales, ahorrando todo el dinero y sobreviviendo a base de atún y, cuando la paga era generosa, de sardinas. Las mujeres que doña Sara había visto en más de una ocasión eran, en realidad, una sola: Clarita, que iba disfrazada a la casa de Tarcisio para tener sus encuentros amorosos sin despertar las habladurías de la gente. El viaje de trabajo, que todos creíamos mentira, era realidad: sin él, el trabajo que costearía la boda y la vida junto a «la linda Clarita» se hubiera venido abajo. El semblante y su actitud, que le habían valido el apodo entre nosotros, eran porque veía imposible darle a Clarita la vida que merecía, cosa que ahora estaba garantizada. Aclaradas todas las interrogantes, nos fuimos a la fiesta.
Una vez ahí, todos echamos de menos a don Trino, ahora conocido en el barrio y allende sus fronteras como el Chacal. Estaba detenido en el reclusorio, donde le acumularon casi veinte denuncias, todas por violación. En su declaración, nuestro ex encargado de inscripciones explicó que odiaba a las mujeres porque siempre lo veían con desdén o, si bien le iba, lástima. Y todo por la renquera que le había dejado el accidente del camión, esa que no le permitió volver a danzar. Aprovechó la llegada de un hombre nuevo al vecindario para darle vuelo a sus bajas pasiones y, dijo, «demostrarles a esas zorras que sigo siendo muy hombre». Su plan funcionó un tiempo, durante el que todos creímos culpable a Tarcisio. No negó una sola de las acusaciones.
De su llegada al reclusorio se rumoraron muchas cosas, todas desagradables. Se decía que un selecto grupo de internos había integrado el comité de bienvenida. No quisimos detalles. Por pura cortesía, le enviamos la medalla, rotulada y todo, que nos dieron cuando, en una ceremonia muy formal, nos entregaron el certificado que nos validaba como Atractivo Turístico del Municipio.