El cuarto de contadores

José Manuel Torres Funes

(Tegucigalpa, 1979). Es autor, entre otros títulos, de Esta tarde vi llover (Héliotropismes, 2017).

Lo principal era que los hombres son hombres, sólo después son obispos, rusos, tenderos, tártaros, obreros, ¿lo comprende? Los hombres no son buenos o malos según si son obreros u obispos, tártaros o ucranianos; los hombres son iguales en tanto que hombres.

Vasili Grossman, Vida y destino

Fue tal la turbamulta que se armó con la gente del edificio 15 c que, a pesar de los ejercicios practicados numerosas veces y los protocolos conocidos por todos, muchas familias se desintegraron durante la evacuación. Ellos habían convenido desde hacía meses en que irían al viejo almacén cuando llegara el momento (las autoridades disponían dos opciones: los locales del almacén y el registro, un poco más distante), y para allá iban cuando Marina pensó que la vecina del tercer piso, una mujer de unos sesenta años, con problemas mentales y conocida bajo el sobrenombre de Regalito, estaría en total desamparo. Tengo que ayudarle, le dijo a su esposo, que llevaba cargada a su madre. Los encontraré en unos minutos en el almacén.

Al poco tiempo comprendió que Regalito estaba extraviada, o bien había conseguido ponerse al abrigo con la ayuda de alguien más, lo que no era improbable.

Pensó en la inutilidad de su impulso y torció al almacén. Corría a toda prisa y estaba a unos pasos de arribar cuando, desde un edificio escombrado, irrumpió un batallón que se desplegaba disparando a cuanto civil encontraba a su paso. Sin perder la calma, reparó en un edificio idéntico al suyo, semiderruido, donde se precipitó para esconderse mientras se intensificaba la refriega. Conocía perfectamente la arquitectura de esos inmuebles, así que sin demora se introdujo por una de las puertas laterales, donde, adivinaba bien, el daño era menor. Descendió a toda prisa al subsuelo en búsqueda del cuarto de contadores, el lugar más seguro para resguardarse de los ataques. El piso estaba infestado de excrementos y basura, prueba de que había sido abandonado por sus locatarios hacía varios días o semanas, pero servía de refugio a los indigentes que, al igual que todo el mundo, buscaban un lugar seguro para protegerse. No es un mal indicio, pensó, quizá haya más personas. Se introdujo en el habítaculo de los contadores, cerró la puerta y se sentó contra la pared. Visiblemente no había nadie más en el subsuelo. Se resignó y pensó que dejaría pasar unas dos horas antes de asomarse y evaluar si era posible dirigirse al almacén. Su esposo y su suegra debían de estar maldiciéndola, y con razón.

A pesar del miedo, se sentía segura; no imaginaba a los soldados irrumpiendo. Mataban lo que encontraban en la calle pero rara vez penetraban en los edificios porque tenían pavor de las emboscadas.

Cavilaba de esta manera cuando el cielo empezó a tronar. Todo era tan rápido. El estruendo descendió y se extendió por las paredes del subsuelo, como si fuera un torrente de agua encerrado que finalmente explota. Las paredes se vinieron abajo. Cuando abrió los ojos comprendió que se había quedado atrapada en el cuarto.

Unos segundos después, un misil o una bomba azotó nuevamente el edificio; esta vez una porción del techo se cayó. Con una frialdad que a ella misma la sorprendió, lamentó no haberse dejado matar cuando era posible. El edificio se había desplomado, pero el cuarto de contadores estaba intacto.

Afuera se escuchaban refriegas espaciadas. Los soldados y la guerrilla debían de estar atrincherados.

Calculó que habrían transcurrido a lo sumo unas ocho o nueve horas de combate. Se dijo que a la mañana siguiente la gente volvería a salir y que durante las breves horas de tregua se procedería al levantamiento de cadáveres y a la búsqueda de heridos. Su marido la encontraría y ella le pediría que por favor la perdonara.

Agobiada por la culpa y la furia, los pensamientos rumiaron intensamente hasta provocarle una migraña. Se odiaba por haber tomado una decisión tan precipitada y absurda, por haber cedido a la tentación de la lógica propia frente a la lógica casi siempre victoriosa de la guerra. Había actuado con tanta prisa que no había visto la mirada suplicante de su esposo, quien, con su madre en brazos, sin aire, empapado de sudor, le había pedido que no se fuera. ¡Regresa!, le había gritado inútilmente.

¿Y todo para qué? Para que unos minutos después comprendiera que lo que hacía era una insensatez.

Lloró hasta hacerse mal a los pulmones. Después el silencio se impuso con su fuerza irreversible y tranquila.

Le dolían los brazos y las piernas. Más que dolerle, le ardían, como si les hubieran echado cal encima. No tenía laceraciones, pero sí unas placas rojas, como las de un eczema severo. Se preguntó si la guerra había basculado a los ataques químicos. Se estiró y tanteó de nuevo las paredes. Pensó tristemente en la invulnerabilidad del cuarto de contadores. Una montaña de piedras se acumulaba en la entrada. Se preguntó si el habitáculo soterrado estaría a la vista o si sería un simple montículo de escombros.

Esa mañana se habían despertado a las cuatro, enlazados. La guerra les había devuelto la necesidad de aprovechar al máximo del contacto físico, que en los años anteriores había disminuido sin que lo percibieran.

Él la miraba con sus ojos acuosos y cansados. Se había acostado muy tarde, había estado fumando hasta medianoche, tomando agua caliente y hablando con uno de los vecinos, un hombre sordo de un oído y de dientes muy amarillos. Su esposo lo apreciaba, a ella el hombrecillo siempre le había resultado antipático.

Antes de levantarse, había colocado por última vez su cabeza sobre su pecho. Luego él se había incorporado. En la cocina había encendido un cigarrillo y fumaba mirando a la calle. Afuera se escuchaban disparos espaciados. Su esposo, que era un hombre tan suave, un músico de manos delicadas, describía los días de guerra como páginas escritas que luego eran borradas y donde solamente quedaban legibles los signos de puntuación. Los disparos eran las comas, los misiles eran los signos de exclamación, las bombas los signos de interrogación; los paréntesis, esos vacíos, los hoyos negros después de una gran explosión, y la gente muerta, la gente, era los puntos con los que se terminan las frases. Luego había otra serie de signos menos frecuentes, como los puntos y coma, los puntos suspensivos, los guiones, que podían ser los animales muertos, los árboles calcinados, los alaridos o los espíritus atrapados en el intersticio delgado de la vida y la muerte.

¿Y las palabras borradas? ¿Qué eran las palabras borradas? ¿Quién las borraba? ¿Qué manos escribían la guerra?

Fumaba, viendo la calle a través de la ventana. Ella lo había atrapado por la cintura y luego se habían desplazado, tomados de la mano, al pequeño depósito donde guardaban las provisiones. Trataban de no hacer ruido, para no despertar a su suegra. Nicolás dijo que tenía antojo de unas tartas con mermelada de arándanos. No, protestó Marina, y luego pensó en lo absurdo que era privarse de ese placer.

Se sentaron en la mesita de la cocina y abrieron el bocal cuidadosamente. Su esposo untó golosamente las tajadas y las dispuso sobre un plato de plástico. Y lo que debía ser un gesto de placer se tranformó en un gesto de asco. La mermelada se había echado a perder, tenía un sabor agrio y metálico, como el del ajo en mal estado. Nicolás cogió un poco de mermelada con la cuchara y la probó con la punta de la lengua.

Sabe a cebollas o a ajo. ¿Qué es esto? ¿Por qué se arruinó?, preguntó, contrariado, examinando el bote.

Hacía un año, cuando inició la guerra, habían repartido un gran tarro de mermelada en diferentes recipientes. Seguramente uno de ellos no había sido lavado. Su suegra tenía la costumbre de fermentar algunas verduras y guardarlas en bocales. Debían de haber utilizado uno de esos bocales que se había quedado sucio. La mermelada se había contaminado. Era el último bote y se había echado a perder.

No pasa nada, dijo su esposo, pero ambos sintieron deseos de llorar. Hablaron varias horas, sacándole la última esencia a unas bolsitas de té. Es una lástima que me haya vuelto más inteligente ahora que se acerca el fin de nuestras vidas, le dijo su marido, de pronto.

¿Por qué dices eso? No pienses tonterías, lo recriminó. En la pareja, ella era la optimista.

Contemplaron el amanecer. Entre las cosas en las que nunca había reparado antes de la guerra estaba el cielo. Conocía bien la tierra, le encantaba particularmente la tierra roja, pero jamás le había puesto atención al cielo y menos se había conmovido por los celajes, tan maravillosos, del amanecer y del crepúsculo.

Se abrazaron hasta que la presencia de su suegra, que llevaba algunos minutos mirándolos desde el vano de la puerta, los cohibió.

Mamá, dijo él, sorprendido. Su suegra avanzó y les dio a cada uno un beso en la frente. Mi niña, le dijo, acariciándole la mejilla. Cuando se es adulto, los abrazos de los padres son tan distintos.

Ven, mamá, te prepararé unas tostadas. La consideraba como una madre, no su madre, sino otra madre.

Su suegra se asomó a la ventana con la taza entre las manos y suspiró. Después se sentó en el taburete, cogió la tostada y la remojó en el té.

Se pregunta cómo se contaría su vida y en qué ha sido especial. Tuvo una linda infancia, una casa grande, con un jardín amplio, unos padres cariñosos, dos hermanos adorables. Luego fue una joven alocada y feliz, siempre optimista, que ignoraba los primeros anuncios de los tiempos duros.

Conoció el amor y en la convivencia con su esposo descubrió nuevos gustos, también aparecieron miedos que hasta entonces habían sido inexistentes. Le pegó muy duro saber que nunca podría ser madre. Apenas digería la noticia cuando su padre cayó enfermo, para morir unos meses después. Luego le siguió su madre, y sus hermanos, que ya no se sentían bien en el pueblo, emigraron con sus respectivas familias.

Pensaba en ellos, se preguntaba si la guerra también los amordazaba, cuando comenzó a ganarle el sueño. Afuera, seguían los combates. La página blanca de la guerra proseguía, con sus puntos, sus comas, sus paréntesis, mientras ella experimentaba los primeros embates serios del hambre y la deshidratación.

Dormía cuando una rata que se había quedado atrapada entre las piedras se introdujo en el cuarto. Tras observarla —las ratas son animales inteligentes y decididos—, el roedor supo que era el momento adecuado para atacar. Sangraba de una pata, pero tenía la fuerza suficiente para precipitarse hacia las piernas de Marina. El cuero de sus botas evitó que sus dientecillos afilados traspasaran la piel, pero sintió los colmillos apresando fuertemente el calzado.

Se levantó de un salto y pegó un grito de horror. Se palpó el cuerpo aterrada; prefería a un grupo de soldados violándola que un asalto de ratas hambrientas. Después del primer ataque, el animal había reculado y estaba en el otro extremo, preparándose para embestir de nuevo.

En esta ocasión fue directo a su falda, de la que se colgó con las garras. Estaba por meterse debajo de su blusa cuando Marina consiguió interceptarla, justo antes de que le hincara los dientes en el vientre. Sintió entre sus manos un cuerpecito peludo y resbaladizo que se removía lleno de convicción. La apretó para que no se le escapara y la lanzó con todas sus fuerzas contra la pared. Se escuchó un impacto seco primero, y otro impacto, menos seco, después. Marina comprendió que la había matado. Se llevó las manos al estómago y gritó hasta quedarse sin voz. Voy a morir aquí, se lamentó.

Jadeaba, con la sensación todavía presente del animal entre sus manos cuando, como si fuera un sueño, de la misma manera súbita con la que el bombazo había destruído el edificio y soterrado el subsuelo, escuchó la voz de Nicolás. Era él, del otro lado de las piedras.

—¡Marina! ¡Marina! ¡Eres tú! ¡Soy yo, Nicolás! ¡Te vamos a sacar! ¡Te vamos a sacar!

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