Tegucigalpa, Honduras, 1975. Su libro más reciente es Mundo ininterrumpido (Roca en el Aire, 2006).
En una noche sin grumos en el cielo, después de una tormenta de mayo, en el interior del bar Son de Aquí, esquina de Reforma, calle opuesta al puente, sobre una vieja tarima mal entablada, apoyado a un taburete guarnecido de vaqueta, Fabio encendió un cigarrillo sin mirar a ningún lado.
Con tan poca cosa un hombre puede ser feliz, ni con un abrazo, con tan poco: una salva de aplausos de uno que otro respetuoso y desconocido admirador, servilletas con peticiones, un cubalibre de cortesía con su mínima liturgia, hacer salir los colores al rostro de una señora si al modular la voz se le agrada el oído y empachar al marido de felicitaciones por encontrarla. Sí, tan poco, la nada para cualquiera que vive una vida corriente.
Dicen que Fabio desde siempre gusta de ser una leyenda, un gitano urbano que sabe convertir en cantos trovos una anécdota personal, por muy burda que sea; que le agrada aceptarse abandonado en un escenario, como si aquel fuera la sombra de un árbol que lo defiende de una brizna repulsiva; y que goza conformarse con ser famoso unas pocas horas, frente a pocas gentes: «Es el momento más embriagador que se puede saborear», ha comentado.
Pero esa noche era una noche diferente. No era el mismo hombre agradecido de vernos cada semana, que dibuja una sonrisa discreta con sus mejillas. Yo, si se me permite murmurar, lo vi como una mácula de luna; leer su rostro, todo el lenguaje de su cuerpo, era como escuchar una tonada andaluza, en compás de tres por ocho.
Aquel sorbo de cigarro era la primera pausa después de seis canciones. No había mucha gente. Estaba oscuro, no, en realidad la luz era difusa, que al final es lo mismo. Nadie se movía, el calor era muy espeso, distinto a la calle, y tal vez por estar sofocados nos centramos más en él, y notamos cómo Fabio despedía el humo por su nariz y rezumaba la nicotina por sus poros, como si en realidad se estuviera deshaciendo de desconsuelos y estos lo aislaran del exterior. Creo que esperábamos que como siempre él dijera algo, algún comentario sobre las líricas, la historia que lo había movido a componerlas o una analogía simpática que redimiera los tonos menores; pero no, no hubo nada de eso. Lo que hizo fue acomodar el cuerpo de su guitarra en su regazo y fumar… fumar y fumar… Cuando de pronto levantó la vista, entonces se sintió descubierto, y con semblante sobrio recorrió el lugar con sus ojos por entre los asistentes; en ese instante el trovador tragó gordo y no admitió una sensación tan explícita. Tendríamos que esperar a que tocara. Y es que la música guarda una semejanza clara con el lenguaje hablado, se trata de un discurso sonoro que el oído puede comprender, y a través de él traslucir y organizar nuestros sentimientos simétricamente, todo depende de lo que estemos viviendo; y en algunos casos ocurre una maravillosa condición: puede enlazar a una, dos, cinco, veinte, mil personas al mismo tiempo. Con la solemnidad de una ceremonia nos ajusta a un plan prefijado: compartir realidades, entenderlas, sentir como otros sienten. Y, sabiendo eso…, fue en su receso que, al verlo insatisfecho y algo ausente, provocó en toda la audiencia una cualidad paternal, nos sentíamos orgullosos de estar ahí y escucharle. Sin querer, con sus primeras canciones nos había pedido socorro, quién sabe qué o cuánto padecía, solamente se le veía solo, muy solo. Pero no del tipo de soledad que es el resultado de relaciones sociales simples y deficientes, él estaba acostumbrado a eso, aquello era más de fondo, más emocional, era la carencia de sangre que hierve cuando alguien que te ama se siente orgulloso de ti; la falta de despertar una mañana muy próximo a la espalda de una persona que comparte tu olor; era soledad, soledad pura y dura.
Acababa de arrojar la colilla al piso para reanudar el recital cuando al local ingresó una pareja que de cualquier ángulo que se pudiera ver era desigual; ella era una morena perfecta, natural, innombrable, afectuosa con el brazo de su compañero y seguro complaciente; él, un árabe narizón y rústico, brutal, un barbaján disimulado. Y seguido de ellos, ayudado por un bastón con enchape cromado, entró un hombre calvo de cansada edad, abundante de carnes y poco avisado. Sin esperar nada buscó un lugar, la mesa coja del rincón le pareció bien, pero antes de sentarse, casi a gritos, pidió un martini sin aceituna, revuelto o agitado, qué más daba. A diferencia, uno de los camareros condujo a la pareja a los pies de la tarima, justo enfrente de Fabio, quien desde su lugar notó que pasaron encorvados, aguantando lo último de noche fría, olor a tierra removida y hormigón húmedo que traían consigo; pero más atento, contó los pasos de ella, desmadejó las costuras de su vestido y procuró no descubrirse interesado, por ese pánico irracional masculino a lo que no debe hacerse con lo que no nos pertenece. Entonces, el músico dirigió su atención a la esquina del hombre del bastón; cabe decir que entre la niebla de cigarros y el escaso resplandor era difícil reconocer esa silueta o los cuadros de Pete Seeger sobre su cabeza; mientras tanto, a ocho mesas, otro camarero tomaba la orden de la pareja, quienes de golpe se daban cuenta de que adentro estaba más cálido que en la calle, se aflojaron las chaquetas y sólo el árabe vio fijamente a Fabio en su trono comenzando a ejercitar una escala.
La tonada maniobró entre las mesas, acústicamente acarició nuestros oídos, se incrustó en nuestro temple, como cuando dedo a dedo calzamos la mano en un guante; era el preparativo de un estudio de virtud sobre aquella morena despampanante. Con su vista cerrada y haciendo armaduras en el tercer y cuarto traste nos guió por el mito de la enamoradiza Hera y la Vía Láctea; musitó fraseologías sobre el poder de un beso y la necesidad de ser correspondido; abrió su mirada y discretamente la dirigió a la de la morena, pero no la encontró; baladroneando, la describió con sones y nos volvió cómplices de su revelación, se había prendado de su tersura de muñeca y ojos como manantiales de resina.
¿Qué de raro puede haber en eso? Los bares impulsan a los seres humanos a esas voluntades, porque la mayoría de quienes los visitan son personas que necesitan compartir profundas faltas y aflicciones, es una actitud desconocida y jamás aceptada por ellos mismos, ya que nadie quiere verse como un perdedor insalvable en noches de posibles encuentros. Eso sí, siempre es necesario conceder a otro la responsabilidad de ser exculpado, y eso precisamente fue lo que ocurrió. De vuelta y media, las pocas parejas que se encontraban en el lugar comenzaron a acceder al efecto de Fabio, se estrecharon entre brazos, tenían algo de tronco de árbol, se rendían como ratas que hipnotizadas una vez siguieron la huella sonora de un mítico flautista. Sin embargo, sólo en una mesa el efecto no rindió frutos, la mesa de aquella pareja dispar. El árabe permanecía serio, fumaba un enorme puro y analizaba a sus vecinos de al lado y volteaba irrespetuosamente a mirar a los que estaban a sus espaldas, no entendía la reacción; y ella, la hermosa morena, miraba al cielo, a su derecha o a su izquierda en planos bajos, nunca al frente; rozaba los vellos del brazo del árabe, resoplaba ansiosa y fastidiada, hasta que Fabio, volteando a ninguna parte, como dejándolos solos, punteó los últimos acordes: …A G A… Y recitó una frase a dos líneas: «Fue como si mi niña cantara y más me abrazara en aquella canción», provocando entonces que temblara.
Desde su esquina, el hombre del bastón prendió un cigarrillo; el fósforo mostró su sombra incorporándose ávidamente y el tabaco encendido hizo patente sus manos arriba, hasta repetirlas juntas. Acto seguido, todos hicimos lo mismo. El trovador observó la esquina con cariño, deteniendo su vista en la calva de aquel nuevo admirador que en sus pasos de a uno y medio avanzaba hacia la tarima con un rostro animoso que decía: «¡Qué tipo tan grande!». A su vez, la morena dijo algo al oído del árabe; prontamente se pusieron de pie, caminaron hacia la salida, ignorando el nutrido barullo de la concurrencia. Y al ras de la tarima, el calvo del bastón sacó su billetera, de esta un tarjetero, y de dentro de este un membrete: «Llámame, puedo apoyarte», le dijo a Fabio, quien guardó el impreso en su bolsillo, como si nada.
Y ya en la puerta, mientras el árabe salía a buscar su automóvil, la morena volteó a ver a Fabio por primera vez; lo miró con dureza, quiso desviar el rostro pero no lo hizo, porque su floja amabilidad pudo más, la indujo a mostrar sus manos y estrellarlas entre sí, con las cuales bien se hubiera dicho que estaba aplastando insectos. Un pálido dolor se apoderó de sus párpados, como si trajera a la memoria un acontecimiento perdido; y ya para salir, a la muda articuló una corta palabra, sólo reconocible por ellos dos; y yo, cerca de la tarima, escuché que Fabio, manteniéndose a flote, respondía ligeramente: «Idem». Y entonces entendí que había sido testigo de una extraña familiaridad, un fenómeno persistente en el pasado intenso de dos amantes que tristemente nunca supieron decir adiós.
