El compañero imaginario de Marek Kotsky [fragmento] / Mario Heredia
1
Hoy inicia y concluye de forma inocente. No es fealdad, es algo extraño, como si fuera una máscara, como si ese rostro no perteneciera a él, como si todo el tiempo los estuviera engañando. Le gusta no saber nada de él. Al reflejarse en el espejo, pierde el instante, abre la cortina, el cielo es un globo demasiado azul y algunas nubes se deshilachan silenciosas. Una hilera de hormigas desfila de cabeza, en silencio, sin cesar marchan a un lugar desconocido. Es martes, el problema no es comenzar sino seguir en el presente sin los engaños de la memoria.
2
Imagina, sólo imagina que la casa es muy grande, tan grande que la ciudad se refugia en su mano, que tiene un amplio jardín descuidado y una terraza donde se puede estar muy a gusto en los días de calor. Si uno se sienta en el viejo sillón junto a la fuente seca, puede gozar de la hospitalidad del enorme hule que aún crece libre, a diario. Bach y las matemáticas cuelgan de sus ramas como gráciles bucles. Viven varios huéspedes dentro de esas paredes que se le figuran una piel muy gruesa, estudiantes casi todos, además de la dueña de la casa, su hijo y dos perros. Él, no Raúl, sino Darío, siempre trae una bufanda enredada en el cuello aunque haga un calor del demonio. Cuando Raúl se lo topa le dice buenas tardes y él le contesta buenas tardes. La casa apesta a cigarro, la señora Margot fuma todo el día.
3
El silencio es fundamental cuando amanece, despertar es la resurrección de las cosas del mundo. Y lo primero que ve Raúl es el rostro hermoso de su compañero, se llama Raymundo, es zurdo y velludo. Duerme con la paz de los muertos y de los inocentes. Estudia ingeniería, juega futbol americano y le gusta andar desnudo por el cuarto después de bañarse. Es de Sinaloa y no deja de hablar de mujeres o de partidos de futbol cuando no está chateando. ¿Por qué no te encueras como yo?, le dice a Raúl, pero el pudor lo detiene. El pudor también lo detiene cuando se encuentra a Darío y los misterios, quien con máscara y bufanda deambula callado mientras él estudia el Hanon. Los viernes nunca llueve y el piano es un desastre de vejez y de abandono.
4
Los martes y los jueves Raymundo entrena toda la tarde, entonces el tiempo se detiene. Dueño del espacio, Raúl escucha la música acuática desde una barca en el Támesis, junto a su alteza Jorge I y al gran músico. Llorar limpia los ojos y lo devuelve a su ventana. ¿Por qué llorar con esa música? Se muerde las uñas e inventa la vida de esa pareja, de aquellos dos muchachos que pasan corriendo con sus shorts tan ajustados, de la mujer de falda larga y sandalias y de ese viejo que pasea a sus dos diminutos canes. El cielo cambia de azul a naranja sin mucho pudor y luego a un violeta enorme y pegajoso. Y en un abrir y cerrar de ojos todo se esfuma. Entonces, con una tristeza que le escurre desde las córneas hasta las rodillas, enciende la luz del cuarto y se pone a leer versos de Whitman. A las nueve se cimbra la escalera y la puerta vuela. Ahí está, apestoso a sudor, apoderándose del aire y de la luz, del silencio y de Raúl. Y, sin saber por qué, Raúl está feliz.
5
Darío podría ser el personaje consentido de cualquiera, nadie sabe cuántos años tiene ni a qué se dedica realmente. Es como un trozo de plastilina. Podría ser un espía, un criminal, un poeta polaco, piensa Raúl, pero cómo saberlo. Lo que sí saben es que se lleva muy bien con la señora Margot y que, a veces, cuando no está el hijo de la mujer, se encierra con ella en el cuarto de la tele. El humo de los cigarros sale por debajo de la puerta como si hubiera un incendio dentro. Raúl practica en esa habitación cuando no la ocupan, al piano le faltan las dos últimas teclas y cuando termina de tocar le aplauden unas manos que podrían ser de la señora Margot y de Darío. Raúl se apasiona con la clase de historia de la música y la de adiestramiento auditivo. Los sábados se aspira la alfombra y todo huele a pinol, a silencio, nada de aplausos ni de tabaco.
6
Qué harán allá dentro, dice Raymundo mientras se seca frente a Raúl ese cuerpo de atleta ruso. Y Raúl siente que el ropero se le viene encima nada más de imaginarse a la pareja encerrada, sobre su piano, mientras mira de reojo aquellos vellos recios, eléctricos, sembrados en forma generosa y estratégica. Todo hombre necesita un compañero, y si no lo tiene, debe inventarlo. Abre las ventanas y un viento suave y fresco llena la habitación. Sobre la cómoda una flor de plástico se mece en un florero azul.
7
Guadalajara es una ciudad con muchos árboles y con un brillo especial después de que cae un aguacero, pero no es segura ni tranquila. Aun así causa conmoción el hallazgo de esos cuerpos. Las redes sociales dicen que se ha comprobado que antes de morir fueron violadas, los periódicos dicen que no se encontraron mayores signos de violencia que el estrangulamiento en sí. Raúl abre la cortina, frente a su ventana hay un gran álamo que quizá este año cumpla los cincuenta, también un laurel de la India que con su sombra abarca de banqueta a banqueta y que está seguro de que le espía.
8
Alguien escribe en la pared con tinta roja: La imagen de Dios se ha sonrojado y mi madre sigue muerta… Se esfuma como nace.
9
Todo libro duerme dentro de una pecera. En la escuela de música los compañeros de Raúl comentan a diario las noticias sobre los asesinatos, sobre todo las mujeres quienes empiezan a hablar de la violencia de género y esas cosas que a él no logran conmoverlo como deberían. Ya no los escucha, mejor trata de imaginar la misa breve que ha decidido escribir como trabajo de tesis de composición. Pero si sólo vas en segundo semestre, le dice Gustavo, su compañero, mientras le acaricia las manos (según él le da masaje frente al piano de cola de Gran Concierto. Raúl quisiera quebrarle la cabeza con la tapa del piano de cola Gran Concierto), pero Gustavo le cuenta que ayer se descubrió una partitura inédita de Beethoven, también se descubre otra víctima estrangulada y Raúl descubre que tiene un pie más grande que el otro.
10
Los sábados a las cinco de la tarde, antes de llegar a su casa, Raúl se detiene bajo una ventana protegida por persianas blancas. Escucha las interminables semicorcheas, siempre el Estudio Revolucionario después de la comida. Quiere tocar la puerta y conocer al pianista, pero le da miedo que sea él mismo. Me da miedo que al abrir esa otra persona no me reconozca.
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Cierra los ojos y recarga su cabeza en la pared. La misa es un bombeo de sangre que corre dentro de esos tejidos, la música que Raúl escribirá en poco tiempo. Ah, ese solo tan líquido al que se une una voz que todo lo solidifica. Mientras tanto, espera que anochezca viendo pasar a la gente desde su ventana, escucha a esos grillos quejarse lejanos, ese coro de libélulas que murmura, apenas perceptible, la palabra de Dios. La soledad siempre ha sido una mala compañía, dice la señora Margot, mientras se cepilla el cabello. A veces lo visitan fantasmas, siente su presencia como finos hilos de seda que se enredan en su garganta. Raymundo después de bañarse no puede ser un fantasma, le toma una foto con su cel, mientras su cuerpo se refleja en la ventana, una sombra lo parte en dos y las gotas de agua perlan el lado visible. Se da cuenta, pero no dice nada.
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¿Ya le viste las manos? No. Pues míraselas, las tiene de mujer, a mí se me hace que es maricón, le dice Raymundo mientras se viste. Y Raúl le contesta que entonces por qué Darío se encierra con la señora Margot en el cuarto de la tele. Pues quién sabe, pero con esa pinche bufandita no me engaña, dice acomodándose el paquete dentro de la trusa que Raúl tantas veces ha sacado a escondidas de la ropa sucia. Es sábado y se escucha el triste y manso canto del carro de los camotes. Ése podría ser el inicio de la misa que piensa escribir. ¿Darío sabrá escribir poemas?
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Domingo, ocho de la mañana, la calle tiene un brillo más intenso y está desierta. Sale a desayunar con Raymundo, caminan por esas calles muertas, Raúl imagina a todos esos cuerpos dormidos fuera del mundo, frágiles, indefensos. Su amigo camina junto a él como un zombi, tarda mucho tiempo en despertar del todo, así que Raúl lo cuida con todo el amor que puede ofrecer un ser humano. Regresan golpeándose en los brazos y se empujan contra las cortinas de los negocios que hacen un gran escándalo. Raymundo se va a los partidos y él se encierra a practicar. Cierra el piano, la terraza está sola y se sienta ahí, feliz, gozando la resolana y el aire fresco. Samanta y Salomón, los dos perros de la casa, se echan junto y le platican cosas de perros. Le gusta sentirlos cerca y ese tufo que despiden y que le recuerda a Raymundo. Pero alguien llega, odia a la gente inoportuna. Darío es diferente, como un camaleón se mimetiza. Darío es como si fuera Dios, porque lo es todo y no es nada.
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Imagina que el tiempo solar constara. Más de un año en esta ciudad y aún se siente extranjero, dieciocho años en este mundo y aún se siente extranjero. Nunca pensó lograr convencerlos, su padre accede después de tanto ruego y chantaje, su madre siempre muriéndose lo mira y rumia. Es tan raro este muchacho, los escucha decir, no tiene amigos, ni novia, con trabajos usa el celular. Es tan raro, escucha a todo el que lo conoce y también al que no lo conoce. Es tan extraño mi compañero, escribe el poeta.
15
Velocidad, distancia y tiempo. Los va a visitar algunos fines de semana, toma un autobús a Colima y luego otro a Comala que es tan blanca como un hospital. Se baja y camina directamente a la farmacia con su anuncio de neón con tres letras fundidas, espera en silencio a que su padre cierre la cortina para irse a
la casa en silencio y pasar un fin de semana en silencio, visitando a su madre enferma, siempre enferma, siempre a punto de morirse y en silencio. Lo deja el autobús y tiene que regresar a la pensión. Abre la puerta del cuarto y se encuentra a un muchacho sobre Raymundo, sobre la cama, los dos desnudos. Un combate entre dos hermosos y jóvenes guerreros que se quedó inmóvil durante siglos, pero… Me está dando un masaje, dice su compañero un poco colorado y Raúl se va a esperar en la terraza a que terminen y el hule, la fuente, los perros, todo se convierte en hermosos guerreros. Un ratón se aparece por una cuarteadura de la pared, lo mira, Raúl lo observa un momento, sonríe y el ratón también sonríe.
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La fotografía es como la muerte. La lluvia entristece sus huesos. Se asoma tras los cristales de la ventana y se ve reflejado en la calle vacía como un ángel, y le da miedo pensar que ya no está ahí. Alguna que otra gente, con paraguas o sin paraguas, camina rápido hacia su destino hablando por teléfono sin percatarse de su existencia. La casa es un cuerpo vacío, lleno de ecos y crujidos. Raymundo se va de vacaciones y Raúl estará solo.
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La soledad, siempre la soledad. La calle está desierta. Una mujer camina bajo su ventana, se detiene frente a la casa, abre la puerta y desaparece dentro. Aunque tiene el cabello rubio, no es la señora Margot.
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Dicen que Schumann murió loco por la sífilis, Donizetti también. Los dos alucinaban con ángeles, demonios y mártires. Uno murió a los cuarenta y ocho años, otro a los cincuenta y uno. Cierra el libro, suena como un viejo portón de madera. Espera unos minutos más pero no se aguanta. Sale al pasillo, las paredes están cubiertas de un viejo tapiz velludo, con amibas verdes que nadan con lentitud. Al final del pasillo la escalera, oscura, silenciosa. Baja con cuidado, deteniéndose del barandal, como si fuera a sumergirse en un estanque, al estanque de la gruta del príncipe loco. De pronto la luz y da un grito, es él, Darío, le sonríe con esa cara que parece surgir del tapiz de las amibas. Buenas noches, le dice, perdón si te espanté, pensé que todos se habían ido de vacaciones. Yo no pude, perdí el autobús y… desaparece bajo el agua.
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Dicen que las mujeres a las que han estrangulado tenían entre dieciocho y veinticinco años, que eran gorditas y poco agraciadas. Una poda de fealdad no siempre fertiliza la belleza, dice la señora Margot, mientras se cepilla su cabellera rubia. Raúl no entiende su comentario, pero le divierte y todos los ojos lo miran. Después de tantos años de estudiar piano en Colima, se entera de que ese instrumento tiene ochenta y ocho teclas. Y todo por Gustavo, su compañero que sigue masajeándole las manos con sus pezuñas de cerdo. Le gusta molestarlo, no sabe por qué, hay gente que nació para que le hagan daño o para que se la coman. Raymundo está roncando y su mano derecha y hermosa cuelga fuera de la cama, Raúl se pone los audífonos y, sin dejar de mirarlo, escucha a Schumann, ese concierto para violonchelo y orquesta que acaba de descubrir en la escuela y que no da descanso. Quien toca es Jacqueline du Pré, leyó que su marido la abandonó cuando la esclerosis le impidió seguir tocando. Hay gente que nació para sufrir, dice Libertad Lamarque en la televisión y luego cae muerta. Le gusta observar a quien duerme, sus labios abiertos, como si estuviera rezando.
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La señora Margot tiene, en vez de cabello, hilos de oro, como la foto que encontró de Jacqueline du Pré. Aún tiene buen cuerpo y eso que dicen que ya pasa los setenta. Siempre está sonriente y a todos los trata como a sus hijos, aunque hay que pagarle a tiempo para que no empiece a enviar recaditos o a racionarles la comida. La casa huele a humedad y a cigarro como la señora Margot, como deben de haber olido los dedos de ese extraño pianista que vio Raúl en una película con Gustavo, se llamaba Glenn Gould y antes de dar un concierto metía las manos en agua helada. Los muebles son de los años setenta, de seguro de cuando la señora Margot se casó, aunque nadie sabe si realmente se casó, y, si se casó, si es divorciada o viuda. No hay un solo retrato que cuente una historia en esta casa. La casa es la señora Margot, si a la señora Margot la hubieran estrangulado de joven no existiría ni siquiera esta casa. Su hijo tiene cara de sapo y sólo se aparece de vez en cuando. Tiene manos de asesino, dice Raymundo. Una pluma verde aparece en el alféizar.
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Dicen que a todas las mujeres las han estrangulado sólo con las manos, pero el asesino tuvo el cuidado de borrar sus huellas digitales. Las manos de la señora Margot son largas y estilizadas, como las debe de haber tenido Jacqueline du Pré antes de enfermarse. Debe de usar cremas caras, porque las conserva muy hermosas. Cuando deja de llover, Raúl abre las ventanas y el viento lleno de olores inunda el cuarto. Eso lo pone feliz por un rato. La gente camina esquivando los charcos y las llantas de los autos avientan el agua hacia las aceras con un ruido muy particular. El rey loco se enamoró del gran músico y surgió el drama musical, la obra total. A Raymundo no le interesan ni la historia ni la buena música, él es como las tormentas y los seres marinos, hermosos pero irrazonables. Frente a la ventana dos gorriones están haciendo un nido y cantan.
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No todos los pianos tienen ochenta y ocho teclas, le explica su maestro de audición, la mayoría, los comunes, tienen sesenta y una teclas. Raymundo lo escucha atento hablarle de los pianos, del número de teclas blancas y negras, del contrapunto y de la armonía, pero Raúl sabe que no le interesa. Entonces le cuenta sobre la vida de Chopin y George Sand. ¿Y por qué se vestía de hombre? Dice el maestro que por excéntrica, porque era escritora. ¿Tienes novia? No. Hay que salir juntos un sábado para que conozcas unas viejas, no te me vayas a volver puto como ese tal Chopin. Y Raúl asiente y sonríe. Sus tenis apestan por más talco que les eche. Y Raúl, a escondidas, los huele.
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Aparte de Raymundo, Darío y Raúl, viven en la casa seis muchachos más que pasan completamente inadvertidos. Raúl los ve frente a sus pequeñas pantallas escribiendo no sabe qué, a veces hablan y sus voces ni siquiera logran crear palabras en sus oídos, sus rostros no podría distinguirlos en la calle. ¿Y ellos a él? Somos sólo murmullos y pequeñas pantallas, como un coro griego de fantasmas. Todos estudian carreras diferentes: ingeniería, medicina, arquitectura y veterinaria. A la gente no nos importan nuestros congéneres, sólo cuando mueren estrangulados o bajo el techo de su casa, quemados o balaceados por los soldados. Entonces todos nos volvemos seres humanos.
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Darío nunca come con ellos, tiene otros horarios y por eso nunca platican con él. Hoy llega a vivir un muchacho nuevo, es muy alto y delgado, con cara de santo antiguo. Le cuenta a Raúl que va a estudiar letras, y Raúl le dice que le gusta mucho leer. Hay algo que se dicen sin hablar, queda de ir a su cuarto a ver sus libros. Tiene un celular tan sencillo como el de Raúl y un viejo revólver. Me gusta apuntarle a los automovilistas, hacerlos que se orinen encima, dice. No deberían cerrarles los ojos a los muertos, también dice. Ahí, en esos ojos, es donde podemos encontrar todas las respuestas. Marcos todo lo ve negro, Raymundo está ciego, Darío camina muy rápido, no se le puede dar alcance.