El collar de ámbar / Daniela Castillo

Guadalajara, Jalisco

La vista a través de aquel vitral vestido de cristales que contaba historias de olvido se había vuelto eterna con el correr del tiempo, que por su longevidad ya no alcanzaba a tener medida alguna, pero, a pesar de ello, la mirada acuosa color de mar no cejaba de entrever incansablemente al capricho de la luz del atardecer, petrificada a la espera.
    La amargura se disfrazó de sonrisa al eco de los pasos  de madera pulida por la edad,  una cadencia constante en el recinto que le precedía a la escalera de caracol de la torre donde ella permanecía en una impasibilidad que ni siquiera el rechinar metálico de los goznes de la puerta de roble lograron romper. Llevaba ya cuentas perdidas de atardeceres a la espera de ese eco y aquella brisa perfumada de loción y tabaco filtrada por el viento, mas su vista apenas vaciló de la contemplación de las motas doradas que bailaban a la luz de la ventana al atardecer, en una satírica danza de incertidumbre. Incluso de espaldas pudo sentirle sonreír con ese cinismo del que no podía concebir que existiese si no era en él… Ya no. El avance que le precedió fue casi un acecho por la sinuosidad de su paso y la eufonía casi letal del sonido, mas no fue aquella amenaza implícita la que causó la prisión del aliento en la garganta de ella, sino la pequeña caja labrada de madera y nácar que él colocó entre los pliegues oliváceos del vestido en su regazo, coronada con un broche de metal que tentaba hasta a la más celosa de las dudas a ser abierto.
    Pero aquellas manos de marfil casi épico le hicieron honor a la apariencia de estatua griega que mantenían. El bufido escapado de sus labios le restó importancia al gesto y los dedos de él procedieron a causar el chasquido del broche al revelar el interior de la alargada arca que dejó ver un fondo de terciopelo tinto donde descansaba un collar de ámbar.
    La joya pendía de eslabones entrelazados como amantes de bronce que terminaban en un marco de madreperla donde la piedra lucía como un fresco térreo a la espera de un cuello donde entrelazarse, y sin aguardar una reacción que sabía que nunca llegaría, acarició el largo cabello para correrlo cual cortina de hebras de caoba dejando al descubierto la longitud de la marmórea garganta; los dedos flirtearon con el terciopelo de fondo como una despedida eterna de ese nómada collar.
    La sonrisa de él se acentúo ante la indiferencia del frío del metal sobre la blanca piel del cuello mientras cerraba el pestillo en la nuca de ella, para siempre.
    La presión de la gargantilla no cedió aun después de cerrado el broche en el cuello, ni cuando a la brisa de tabaco se le negó el acceso por entre sus cuerdas vocales.  Los dientes de ella hicieron juego con la madreperla al ser revelados en la efímera y final sonrisa que ni siquiera las manos de él reduciendo el diámetro de su garganta con los eslabones de bronce pudieron borrar, hasta que la vida se le escapó por los labios en un último aliento del nuevo recinto al que pertenecería eternamente el collar, su último recinto de muerte.
    Él se inclinó entre el caoba de sus rizos y besó suavemente el pálido cuello de ella, sonriendo ante la frialdad sin vida a la última vista del crepúsculo por aquella ventana de oro que ya no iba a ser mirada nunca más a través de ese azul de ojos.

 

 

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