Azufre.
Ése, recuerda Silva mientras recorre una avenida que luce bañada en sangre bajo el atardecer, era el olor del que se quejaban los vecinos que cinco años atrás solicitaron la intervención urgente de la policía en un edificio de departamentos del centro de la ciudad.
Ésa fue la tarjeta olfativa, intangible, con que el Coleccionista de Piel se presentó ante el mundo.
—Apesta a azufre —dijo la mujer que habló desde un teléfono público, la voz entrecortada por el tráfico vespertino—. Es insoportable. Y sabemos de dónde viene: del R. Ya lo comprobamos. El tipo que vive ahí lleva tres días encerrado a piedra y lodo. No contesta, no abre la puerta; sólo se oyen risas, ruido de televisión. Es un vicioso, mi hijo lo vio una vez fumando droga en las escaleras. A lo mejor se murió. ¿No es así como huelen los muertos?
Si la memoria no le falla —vaya modo de aceptar que los recuerdos son inestables como las nubes—, Silva acudió al llamado difundido por la radio policial por dos razones: no estaba en servicio y la clave usada por el despachador en turno —209, sujeto atrincherado en vivienda— se le antojó anacrónica, parte de una época arrumbada en un archivero de cerrojos oxidados que quiso abrir con la llave de la curiosidad. O del morbo, admite al dar un volantazo para permanecer en su carril.
En su mente se empieza a perfilar con nitidez toda la escena. Ahí está el edificio de departamentos: un decrépito sobreviviente del terremoto que devastó varias zonas de la ciudad —el centro fue una de las más afectadas— a mediados de la década anterior, una construcción de cinco pisos cuya fachada parece mimetizarse con el ocaso que se desploma sobre calles y tejados con la pesadez de un paquidermo. Eso, justo eso semeja el edificio: un elefante que hubiera decidido agonizar entre viejas vitrinas pobladas de maniquíes que contemplan con añoranza el fulgor juvenil de bancos, bares y restaurantes. La gente que camina ante el inmueble absorbe su tristeza sin advertirlo, un contagio que se traduce en un enturbiamiento de la mirada y una súbita lentitud en el andar. Pero el momento pasa y el peatón recupera el lustre, alejándose a toda prisa rumbo al siguiente renglón de la agenda.
Azufre, en efecto.
Como una presencia azul, el olor baja por el cubo de las escaleras y se extiende hasta el vestíbulo iluminado por focos tartamudos donde Silva se topa con dos agentes que interrumpen su charla con una mujer de rasgos contrahechos, la autora de la llamada, para observarlo con extrañeza.
—¿Qué hace aquí, detective? —pregunta el agente más joven—. Es un 209, todavía no hay…
—Andaba cerca —ataja Silva— y quise darme una vuelta por si algo se ofrecía. No se preocupen, ustedes continúen. Es su asunto.
—Se agradece la mano extra —dice el segundo agente, conciliador—.
Incluso ahorramos tiempo si la cosa se pone fea, aunque creo que nos las arreglaremos. Nomás le pido que nos deje trabajar, sabemos qué hacer. ¿De acuerdo?
Guiados por la mujer que no para de refunfuñar entre dientes, algo sobre vecinos que uno nunca acaba de conocer, los tres policías comienzan a subir las escaleras hundidas en una penumbra oleaginosa. El olor, cada vez más intenso, serpentea como si quisiera remedar los diseños vagamente art déco que adornan el barandal, la sinuosidad del graffiti que puede vislumbrarse en los muros. En cada piso se repite el mismo panorama: corredores alumbrados por una suerte de grasa de bajo voltaje, flanqueados por puertas que se abren revelando figuras que se asoman para esfumarse con rapidez y rematados por vitrales por los que se escurre la sustancia del crepúsculo. De un sitio impreciso se desprende el llanto de un bebé, un vagido que remite a un ciervo atrapado en un cepo en el corazón de un bosque; Silva imagina el forcejeo de la criatura, las dentelladas al aire, la piel que se desgarra, el hueso reventando en astillas fosforescentes. En un rellano de la escalera una sombra gorda se separa de sus compañeras y repta pegada a la pared, pero no tarda en reintegrarse a las tinieblas.
En el cuarto piso el olor ya es un bozal que provoca arcadas a los dos agentes, obligándolos a llevarse una mano a la boca y la nariz. Silva los imita; siente escozor en los ojos.
—¿Qué les dije? —dice la mujer, la mitad inferior de la cara cubierta por un pañuelo sucio—. Llevamos tres días aguantando esta pestilencia, y hoy se puso peor. Así no se puede vivir. Es por aquí.
Sujeta por un solo tornillo, la R metálica que cuelga de cabeza en la puerta frente a la que los cuatro se detienen hace pensar en un jeroglífico egipcio. Debajo de la letra hay una mirilla bloqueada desde dentro por un objeto negro. Cinta aislante, se dice Silva, constatando que el olor emana en oleadas regulares del interior del departamento. Con las facciones descompuestas, el agente más joven llama a la puerta tres veces. Le responde el sonido amortiguado pero inconfundible de risas que estallan, seguidas de aplausos y el rumor de voces catódicas.
—Policía, abra ahora mismo —al tono del segundo agente se filtra un timbre nervioso, pero su puño no flaquea al aporrear la R torcida.
Al cabo de un minuto de silencio puntuado por risas apagadas, los agentes piden a la mujer que se aparte. Mientras su compañero lo cubre, el más joven se lanza a patear la puerta, que termina cediendo con un crujido óseo: el chasquido de la pata que se rompe cuando el ciervo abandona el cepo para desangrarse entre los inmensos árboles de la noche.
Bienvenidos, recuerda haberse dicho Silva, a la fuente de la que brota todo el azufre del mundo, al manantial de la fetidez primera. Bienvenidos a la guarida de la bestia que ha preferido hibernar para no caer en ninguna trampa. Bienvenidos al imperio de la podredumbre.
Los despojos orgánicos e inorgánicos acumulados en montículos que parecen obedecer un orden premeditado, casi geométrico; el murmullo de alimañas que circulan a sus anchas entre la basura y los escasos muebles; las ventanas selladas con cinta aislante para impedir una mínima fuga de oscuridad; las paredes llenas de vocablos y nombres que comienzan con R, escritos con una caligrafía que evoca dibujos primitivos —relámpago y rubí, Rabelais y Ruanda—, y el olor, antes que nada el olor, amo y señor de la pocilga: todo, aun el burdo bosquejo de algo similar a una galaxia que se adivina en el cielo raso de la estancia principal, contribuye a crear la impresión de una tumba hermética, una cripta faraónica presidida por una butaca colocada en el centro de un círculo trazado con tiza roja en el suelo.
El círculo de Giotto, recuerda haber pensado Silva, el mensaje de perfección que recibió el papa Benedicto XI de manos de un cortesano que visitó el taller del pintor en Pisa. Un círculo sublime, exacto, poderoso, sin un solo titubeo.
Sentado en la butaca que hace las veces de trono desvencijado se encuentra el soberano de ese reino de detritos: un hombre de edad y rostro indefinidos —un rostro, sí, que es más bien la primera imagen que viene a la mente cuando alguien dice la palabra rostro—, un verdadero saco de huesos que no obstante mantiene la espalda erguida, la mirada fija en el televisor que perfora las sombras con un brillo espasmódico, el oído atento a las risas que surgen de la pantalla en ráfagas periódicas, el olfato ajeno al hedor del que pende —más débil pero innegable— el aroma a crack.
—Policía —dice, venciendo una nueva arcada, el agente más joven—. Los vecinos se han quejado de la peste que sale de aquí… ¿Me oye?
Las pupilas dilatadas del hombre se desvían casi imperceptiblemente del televisor, deambulan alrededor del aparato y se detienen en algún punto encima de la antena. Su voz, como su rostro, es de una neutralidad que eriza el vello del cuerpo.
—¿Estás ahí? ¿Dónde estás? ¿Adentro o afuera? —susurra, y entonces una explosión de carcajadas vuelve a reclamar todo su interés.
—Está ido, ¿no ven? —dice la mujer desde el umbral del departamento, sin despegarse el pañuelo de la cara—. No puede ni hablar, pinche vicioso. Púdrete si quieres, ¿me oíste?, pero no pudras a los demás.
El segundo agente la interrumpe y asiéndola del brazo la conduce al corredor, donde la mujer se deshace en una retahíla de insultos ahogados por la puerta que Silva cierra con cautela para luego dirigirse al policía más joven:
—Encárgate de dar una buena revisada, a ver si localizas de dónde viene el olor. Yo trataré…
—¿Qué es esto? —lo ataja el agente, movido por la náusea—. ¿Qué es esta mierda?
Entre los dedos agita un frasco con algo que de golpe remite a un pedazo de papiro, quizá un trozo de cuero apergaminado. Silva parpadea y su vista, habituada ya a la penumbra del departamento, registra los envases de cristal de distintos tamaños alineados sobre el piso que centellean a la luz del televisor, entre los cerros de basura, como si fueran la instalación de un artista conceptual. Extrae de un bolsillo los guantes de látex que suele llevar consigo y al cabo de ponérselos toma uno de los frascos,
que examina —hay restos de una etiqueta de mayonesa— para luego destaparlo. Con un leve mareo descubre que el papiro es en realidad piel humana, un triángulo cutáneo cuya irregularidad delata que fue arrancado con los dientes. Una colección de piel, se dice, este tipo se colecciona a sí mismo desde hace varios días. Curioso que la droga despierte el afán coleccionista, al museógrafo del organismo humano que todos traemos dentro. La droga, y las risas pregrabadas de los sitcoms.
—¿Qué es, carajo? —insiste el policía joven.
—No sé… No sé —contesta Silva, cerrando el envase y regresándolo a su lugar—. A ver qué dicen los del laboratorio, pero no creo que haya que preocuparse. —Inhala profundamente—. Anda, revisa el departamento y yo me ocupo del vecino incómodo. Ojalá pueda sacarle algo.
En cuanto el agente entra en una de las habitaciones posteriores Silva se acerca al hombre de la butaca, que en todo ese lapso ha mantenido su parálisis de roca; la respiración acompasada y el pestañeo ocasional son las únicas pruebas de que no es un sedimento, un cadáver atado al mundo por el flujo catódico. Silva se agacha y le pasa los dedos frente a los ojos; al no obtener respuesta, levanta las mangas de la camisa que parece colgar de un gancho. Aunque confirma sus sospechas, la visión de manos y brazos amoratados, en carne viva, no deja de provocarle un escalofrío: imagina los dientes que roen la piel con lentitud, el dolor disuelto en una niebla donde despuntan carcajadas mecánicas, la meticulosidad requerida para guardar cada jirón de uno mismo en la urna improvisada que le corresponde. Y entonces alza la mirada para toparse con unas pupilas que lo estudian desde el fondo de un túnel de vidrio licuado mientras el olor a azufre se intensifica.
—¿Quería una cogulla, señor, un sombrero de peregrino, una máscara? —murmura el hombre, esbozando una mueca que pretende ser sonrisa.
Esa voz, piensa Silva, esa voz. ¿Por qué, pese a ser tan neutra, suena tan familiar? ¿Por qué evoca transmisiones oídas entre la estática del sueño, diálogos en un idioma desconocido que semejan más bien intercambios de pulsaciones eléctricas? Incapaz de elevar sus palabras por encima del balbuceo, dice:
—Es la policía. Los vecinos se han quejado de usted, por eso estamos aquí. Lleva tres días metido en este basurero que apesta en todo el edificio. ¿Entiende lo que le digo? Soy el detective…
—A mí no me engañas, ¿sabes? —ataja el hombre, el intento de sonrisa atornillado a su rostro—. No importa que hayas desobedecido y te hayas involucrado: eres un peregrino como yo y entre peregrinos no nos leemos las manos, por eso he preferido comérmelas y guardarlas. Quiero llevarme aunque sea un trozo de este cuerpo cuando vengan a recogerme. Un souvenir, ¿sabes?, un recuerdo de este mundo que uno nunca acaba de conocer. Como a los vecinos. —La sonrisa se desvanece cuando un nuevo estallido de carcajadas surge del televisor. La voz del hombre es ahora el jadeo del ciervo que expira en el bosque—. Están por llegar. Puedo sentirlos. Vendrán pronto. Muy pronto. Tengo ganas de verlos. Los he extrañado. Pero ya vienen. Me dijeron que los esperara aquí. Éste es el lugar. Si me muevo se olvidan de mí.
—Será mejor que se levante —Silva sacude la cabeza, luchando contra el mareo que empieza a invadirlo—. No sé de qué habla.
—Claro que lo sabes, sólo que no quieres aceptarlo —el hombre devuelve la mirada a la pantalla como si buscara apoyo—. Pero no importa. Al principio es difícil y luego te vas haciendo a la idea, créemelo. Con la energía oscura pasa lo mismo. Cuando te enteras que se conoce únicamente el veinticinco por ciento del universo y que lo demás es silencio, sombras sobre sombras, juras que vas a enloquecer. ¿Cómo, te preguntas, he podido vivir rodeado de tres cuartas partes de oscuridad sin darme cuenta? ¿Cómo es posible que mi universo se haya reducido a una cuarta parte en un abrir y cerrar de ojos? ¿Quiénes habitan el resto? —El hombre suelta un cloqueo metálico—. La cosa es aprender a diferenciar entre ellos y nosotros. Ése es el quid de la cuestión. Ellos deben hacerse las preguntas mientras nosotros nos mantenemos al margen. Observar, catalogar y reportar: ése es nuestro trabajo, por eso estamos y estaremos aquí. Obedecemos órdenes: no involucrarse, no reproducirse. Somos los observadores, un porcentaje de la incógnita del setenta y cinco por ciento. Ellos temen que nosotros les arrebatemos su cuarta parte y para defenderla se pasan la vida haciendo ciudades, barrios, manzanas, calles. Perímetros, les dicen, vamos a proteger nuestros perímetros. Hay quienes hasta construyen empalizadas donde clavan cabezas, creyendo que así ahuyentarán las tinieblas. Pero las tinieblas las traen aquí abajo, en el corazón, no allá arriba. Mejor deberían clavar corazones en sus empalizadas, corazones que todavía sangren y palpiten. ¿Entiendes lo que te digo? Dentro del perímetro, todo. Fuera del perímetro, nada.
Como desde el fondo de un pozo, Silva escucha que una voz lo llama por su nombre. ¿Quién eres?, piensa, ¿dónde estás? En ese momento para él no hay más voz que la que se desliza con la sinuosidad de una boa entre las carcajadas catódicas, el único cirio en medio de la penumbra que amenaza con devorarlo.
—No se puede prever qué encuentros nos estarían destinados si estuviéramos menos dispuestos a dormir, ¿sabes?, por eso he preferido vivir despierto. Para esperar la señal. Para oír la risa de los muertos —el hombre apunta al televisor con un dedo carcomido—. Parecen felices, ¿verdad?, sin apuros. No fue fácil admitirlo: primero pensé que me equivocaba, que la falta de sueño me la estaba cobrando. Pero una noche distinguí la risa de una mujer con la que me acosté durante algunos meses y que murió en un picadero, pobrecita, y se hizo la luz: los muertos seguían en contacto con los vivos gracias a la televisión. ¿Te imaginas? Por un lado estaba la gente que había muerto al cabo de grabar su risa, y por otro, aquellos que no la habían grabado pero que se lograban colar a los mismos programas: una fiesta en grande. Y le dicen la caja idiota. ¿Quién iba a decir que los muertos se reunirían en los reestrenos de madrugada para reír hasta reventar? —El hombre se interrumpe para atender una ola de aplausos—. ¿Oyes cómo se divierten? También son parte del setenta y cinco por ciento. No son visibles como nosotros pero ahí están, pasándosela de lujo. Ellos me darán la señal cuando llegue la hora. Cuando vengan a recogerme. Pronto. Para volver.
—¿A dónde? —la pregunta de Silva es un rasguño en el aire viciado—. ¿Volver a dónde?
—¿Qué podría atraerme en esta tierra, salvo el deseo de quedarme? —el hombre se muerde los labios—. Pero se acabó el tiempo. Ése es el trato: para el peregrino no hay prórrogas. El intruso es harina de otro costal, otro rango; su estancia es indefinida porque su responsabilidad es enorme. Y terrible. A nadie le gustaría ser intruso. Al menos a mí no. He visto demasiadas cosas y sé de qué hablo. Mi trabajo terminó y ya me voy, pero tú seguirás aquí hasta que te llamen, así que te falta mucho por ver. El problema es que no sabes cuándo te llamarán. Pero te das cuenta, eso sí. A mí me ayudó su risa. Hay que aprender a reírse con los muertos. Nuestra salvación es la muerte, pero no ésta —el hombre cambia de golpe a un tono de súplica—. Por eso no me debo mover. No me muevas, por favor. Éste es el lugar. El perímetro que me tocó. Aquí van a venir a recogerme. Pronto. Ya me voy, te lo juro. Estoy trabajado y cargado y quiero descansar. Aquí me quedo quieto. Por favor.
—¿Detective? Estoy hablándole desde hace rato. No hallé más que basura. La peste… ¡Hey! ¿Me oye?
La voz del policía joven es la soga a la que Silva se aferra para dejar bruscamente una negrura horadada por los ojos del hombre de la butaca, que ha recuperado su parálisis mineral. El televisor es de nuevo el foco de su atención.
—Así que basura —dice Silva, y se sorprende de lo seco que suenan sus palabras. Se aclara la garganta—. ¿No sabemos de dónde viene el olor?
—Pues no, la verdad —dice el agente—. ¿No será que el tipo ya se está muriendo, como dijo la señora?
Nuestra salvación es la muerte, pero no ésta.
—No lo sé —dice Silva—. Está desnutrido y desvaría, aunque no lo veo… De otro modo no podría…
—Ah, ¿le dijo algo? —el agente mira a Silva con interés—. ¿Qué le dijo?
—Cosas sin sentido… No importa. A lo mejor alcanzaste a oír… Pero olvídalo, es la droga.
—Pues no, no oí más que la televisión y lo que usted decía. Qué paciencia para hablar con las piedras, yo que usted…
—¿Cómo? —el mareo ronda otra vez a Silva—. ¿Oíste que hablaba yo pero no él?
—Pues sí, usted era el que lo interrogaba, ¿no? —el agente señala el televisor—. Y luego las risas.
Hay que aprender a reírse con los muertos.
—Está bien… Está bien —Silva se pasa una mano por la frente—. Hay que llamar una ambulancia, ¿te encargas de eso? El tipo necesita un hospital, tenemos que sacarlo de aquí. Yo me ocupo de lo demás.
En cuanto el agente abandona el departamento para buscar a su compañero, Silva se dirige al televisor y lo apaga. ¿Por qué no lo hice antes, piensa, eones antes de enterarme de empalizadas y muertos que ríen? Una súbita presión en la vejiga lo distrae. Ve una puerta entreabierta al otro lado de la estancia y enfila hacia ella, pero algo se interpone en su camino: una garra en carne viva que salta de la butaca y se le hunde en el antebrazo, una voz similar a una pulsación eléctrica que formula su despedida.
—Nunca conocerás al hombre —murmura el Coleccionista de Piel—.
Por más que te esfuerces, nunca lo conocerás.
Atravesando calles convertidas por el ocaso en arterias que surcan otras urbes, otros mundos, Silva recuerda ahora el colofón del episodio ocurrido cinco años atrás.
La irrupción de los paramédicos en el departamento transformado en sepulcro por decreto del faraón que lo habitaba. La mirada de los vecinos alineados en el corredor, en la que se alternaban el asco y el asombro. La camilla donde fue colocado lo que quedaba del faraón que expiraría a bordo de la ambulancia, sin decir una palabra, mucho antes de llegar al hospital. La evaporación del olor a azufre a las pocas horas de la salida de la camilla. La colección de frascos que se desechó en cuanto el laboratorio confirmó que el contenido era piel arrancada con los dientes, perteneciente al hombre cuyo cadáver nadie reclamó. La identidad del faraón reducida a un par de credenciales y unos cuantos papeles y disuelta en el apodo otorgado en el cuerpo de policía.
Su nombre comenzaba con R. Su nombre o su apellido.
El remedo de galaxia dibujado por una mano casi infantil en el cielo raso del departamento.
La butaca apostada en el centro de un círculo de tiza roja.
Entonces Giotto, que era un hombre muy gentil, tomó una hoja de papel y, con un pincel impregnado de color rojo, después de apoyar el brazo en uno de sus costados, trazó a pulso un círculo tan perfecto que todos los allí presentes quedaron llenos de asombro.
Como los vecinos alineados en el corredor.
Eres más redondo que la O de Giotto, piensa Silva, o lo que es igual: eres más importante de lo que suponía.
El proverbio lo sorprende porque ignora su origen. ¿En qué rincón de la memoria habrá permanecido oculto? ¿Es suyo ese dato o se trata de un implante mnemónico, activado por un programador de recuerdos ajenos? ¿Qué recuerdos le pertenecen?
Un recuerdo de este mundo que uno nunca acaba de conocer.