Cuando, en 1969, Miquel Porter Moix publicó su Història del Cinema Català, sentó las bases de un relato que, todavía en pleno franquismo, reivindicaba políticamente la existencia de una cinematografía nacional con identidad propia. Balizaba, por una parte, un territorio prácticamente virgen desde el punto de vista académico y, a la vez, refutaba el relato no menos político establecido por el franquismo sobre la uniformidad del cine español. Veinticinco años más tarde, coincidiendo con los fastos del centenario del cine, Jon Letamendi y Jean-Claude Seguin demostraron que Carlos Fernández Cuenca, el canónico historiador cinematográfico franquista, había mentido al postular Salida de misa de 12 del Pilar de Zaragoza —versión piadosa de la laica Salida de los obreros de la fábrica Lumière— como la primera película española, en detrimento de una mucho más popular Riña en un café, dirigida unos meses antes en Barcelona por el catalán Fructuòs Gelabert. Porter Moix, pionero en el desierto, había propuesto, en cambio, los hitos de un hipotético Dorado cinematográfico ubicado en Cataluña, pero indemostrable con las herramientas historiográficas utilizadas en aquel momento.
Cincuenta años después, su Història del Cinema Català, entendida como una visión global, sigue siendo única, pero ha sido parcialmente desmentida o ampliada por mucho más rigurosos estudios específicos sobre distintos períodos o cineastas. No existe, por lo tanto, un relato alternativo, pero sí múltiples piezas de un puzle que, a grandes rasgos, corrobora la especificidad del cine catalán, pero también relativiza hitos, plantea dudas y lo subordina a movimientos o autores de cinematografías circundantes, comenzando por la española. Una relación que, sucesivamente, se establece con los seriales italianos o franceses de los años veinte, el cine de propaganda de los años treinta, la reivindicación tardía del neorrealismo, los nuevos cines europeos de los sesenta, el underground de los setenta, las epopeyas históricas durante los primeros años de la democracia, los documentales de creación o la apuesta por coproducciones internacionales o rodajes en inglés en los últimos años.
En sus orígenes, el cine catalán fue fruto de la llegada del invento de los Lumière durante la segunda mitad de 1896. Las vistas tomadas en Barcelona por el operador Alexander Promio, primero, y las sesiones que Jean-Claude Villemagne —otro representante de los inventores del cine— organizaba poco después en el estudio fotográfico de unos muy afrancesados hermanos que se hacían llamar Napoleón aproximaron las imágenes en movimiento a la burguesía catalana. Resulta coherente, sin embargo, que tras unos meses de proyecciones en un local situado en la parte baja de la Rambla, el cinematógrafo se mudara al cercano Paralelo, un barrio popular en el que convivía, como en el resto del mundo, con el music hall, las atracciones de feria y otros espectáculos destinados a un público analfabeto. Gelabert tiene el mérito de ser el pionero, pero el gran cineasta de los orígenes es Segundo de Chomón. Nacido en Teruel, trabajó en Barcelona y París como empleado de Pathé, para culminar su carrera como técnico de efectos especiales de las grandes superproducciones italianas. Eclipsado internacionalmente por Georges Méliès, fue, en cambio, un primer y notable ejemplo de la voluntad cosmopolita del cine catalán.
Reguero de oportunidades perdidas, éste convirtió la Barcelona de la primera década del siglo xx en la capital del cine español, pero no supo aprovechar la ocasión que le prestaba una Primera Guerra Mundial que afectó medularmente a las grandes potencias europeas: Francia, Italia, Alemania y los países escandinavos. Los cineastas que, procedentes de esos lares, llegaron a Cataluña no estuvieron a la altura de los que eligieron Hollywood como destino de su emigración. Los productores locales optaron, a su vez, por la imitación de modas europeas y ninguna de las grandes firmas barcelonesas de la época (Barcinógrafo, Studio Films e Hispano Films) sobrevivió a la contienda. Un enemigo declarado del cinematógrafo fue el Noucentisme, un movimiento cultural y político de rasgos retrógrados que vio en las imágenes en movimiento un atentado contra la moral. El Modernisme, su alternativa intelectual, no fue mucho más proclive a la modernidad y sólo el dramaturgo Adrià Gual se atrevió a pasar de los escenarios a la pantalla hasta que el fracaso de su propia adaptación de Misteri de dolor le condujo a claudicar con la mucho más comercial Linito por el toreo. Los hermanos Ramón y Ricardo de Baños, otros destacados cineastas del período, encontraron su verdadero filón económico en los filmes pornográficos que realizaron para satisfacer las bajas pasiones de la Casa Real española, mientras Margarita Xirgu, gran estrella de los escenarios catalanes, emprendió una tan intensa como breve incursión cinematográfica. Tras los cinco largometrajes que protagonizó a las órdenes de Magí Murrià, nunca más quiso saber nada de la gran pantalla.
Mientras la industria española del cine se desplazaba de Barcelona a Madrid durante la década de los veinte, el apogeo de las vanguardias artísticas europeas tampoco tuvo su reflejo en Cataluña. Tan sólo el pintor Salvador Dalí, que en el Manifest Groc había calificado la cultura noucentista de «putrefacta», se aproximó a la modernidad del cinematógrafo. Lo hizo de la mano de Luis Buñuel, aunque para ello tuvieron que desplazarse a París para los sucesivos rodajes de Un chien andalou y L’age d’or como manifiestos surrealistas. Mientras el aragonés siguió su carrera en el cine —esencialmente en México y Francia—, el pintor catalán apenas realizó puntuales incursiones posteriores mediante un guion no filmado para los hermanos Marx, el diseño de una escena de Spellbound (Alfred Hitchcock, 1945), un cortometraje de Walt Disney que no se concluyó hasta 2001 o la colaboración con José Montes-Baquer a propósito de la experimental Impressions de l’Haute Mongolie (1975).
El primer estudio sonoro disponible en España se equipó en uno de los palacios construidos en Barcelona con motivo de la Exposición Internacional de 1929. Sus promotores, tres años más tarde, fueron el productor francés Camille Lemoine, el cineasta onubense Francisco Elías —autor de la muy técnicamente deficiente primera película sonora española— y el ingeniero catalán José María de Guillén García, fundador de la pionera emisora Radio Barcelona. El hecho de que viajaran de la capital francesa a la catalana con camiones cargados de material alquilado subraya la provisionalidad de sus planes, y su posterior actitud tras el inicio de la Guerra Civil certifica que su ideología era abiertamente hostil contra los intereses de la República. Carentes de competencia en España, los estudios Orphea atrajeron, durante los dos primeros años, numerosos rodajes de películas de carácter mayoritariamente folclórico y comercial. La recién proclamada República propició el debut de Rosario Pi con El gato montés (1935), una zarzuela de tintes feministas dirigida por la primera mujer que se puso tras una cámara después de la llegada del sonoro. Los gobernantes del nuevo régimen, en cambio, desconfiaron de unos productores que gestionaban finanzas dudosas e infundadas expectativas comerciales destinadas a conquistar el mercado latinoamericano. De ahí que la presencia del catalán en las películas republicanas fuera meramente simbólica: unos pocos cortometrajes doblados, una doble versión de El café de la marina (Domènec Pruna, 1934) y poca cosa más. En años sucesivos, los estudios Orphea engrosaron la leyenda del cine catalán a pesar de que su actividad fue muy inferior a las instalaciones madrileñas y, ya en la posguerra, se limitaron a albergar producciones de bajo presupuesto hasta que un incendio, en abril de 1962, convirtió en cenizas lo que no había sido más que otra quimera.
El decisivo papel que los anarquistas desempañaron para contrarrestar en Cataluña el golpe de Estado del 18 de julio de 1936 tuvo su compensación con el papel hegemónico que tuvieron en diversos sectores. Uno de ellos fue el cine y su gestión se extendió a la incautación de las salas de exhibición y a la producción de documentales de propaganda o de largometrajes de ficción rodados en Orphea. Sólo una minoría, encabezada por Aurora de esperanza (1937) o Barrios bajos (1937), fue de carácter revolucionario, ya que el público buscaba evadirse de la realidad con entretenimientos populares, ya fueran locales o de procedencia hollywoodiense. La ideología, en este caso, resultaba secundaria. En cambio, los noticiarios de propaganda de Laya Films —coproducidos entre el gobierno de la Generalitat y el Partido Comunista— no pudieron exhibirse en Barcelona hasta el fin de la hegemonía anarquista, en mayo de 1937, pero entonces ya era demasiado tarde para diseñar una política cinematográfica republicana a la altura de las circunstancias. El escritor francés André Malraux ni siquiera pudo finalizar el rodaje de L’Espoir en escenarios catalanes y, cuando su primera y única película se estrenó en París, los franquistas ya habían consumado la derrota de la República.
La política cinematográfica de los vencedores se regía por un doble control: la censura ideológica y la distribución subjetiva de las ayudas a la producción. Desde los primeros años de la dictadura, el cine catalán —ahora hablado en castellano no sólo por opción sino como obligación— nunca formó parte de las prioridades de la cultura de resistencia nacionalista. Identificado con los espectáculos populares, durante los primeros pasos de la dictadura se redujo al éxodo madrileño de muchos profesionales, a las comedias realizadas por Ignacio F. Iquino, a las pinceladas regionalistas de Mariona Rebull (José Luis Sáenz de Heredia, 1947) y El tambor del Bruch (Ignacio F. Iquino, 1948), los ecos neorrealistas de Nada (Edgar Neville, 1947), los delirios wagnerianos de Parsifal (Daniel Mangrané, 1951) o pequeños francotiradores como el cine de animación —Érase una vez… (Josep Escobar, 1950)— o los amateurs provistos de sus cámaras Pathé Baby. De sus imágenes folclóricas o naturalistas se esperaba que resurgiese un cine verdaderamente catalán, pero sólo Llorenç Llobet-Gracia pudo dar el salto profesional con Vida en sombras (1948), un canto de amor al cine que únicamente sería valorado cuando se restauró en los años ochenta.
La competencia entre Brigada criminal (Ignacio F. Iquino, 1950) y Apartado de Correos 1001 (Julio Salvador, 1950) asentó las bases de un cine policiaco barcelonés que conjugaba el cine negro de Hollywood y los anhelos neorrealistas de mostrar los barrios bajos de la ciudad con una censura que exigía loar el trabajo de la policía. De esa paradójica tensión surgieron títulos tan notables como Un vaso de whisky (Julio Coll, 1958), Los atracadores (Francesc Rovira Beleta, 1961) o A tiro limpio (Francesc Pérez Dolz, 1963). Su prolongación, a través de los rodajes internacionales de Estambul 65 (1966) y Las Vegas 500 millones (1968), de Antonio Isasi Isasmendi, llega hasta la democracia, cuando, bajo la figura emblemática de Pepe Carvalho, el detective creado por Manuel Vázquez Montalbán, ya se puede hablar abiertamente de prostitución, droga o corrupción política.
En la década de los sesenta, Jordi Grau (Noche d verano, 1962), Jaime Camino (Los felices 60, 1963), Josep Lluís Font (Vida de familia, 1964), Josep Maria Forn (La piel quemada, 1966) o Pere Balañá (El último sábado, 1966) intentan desarrollar un Nuevo Cine Catalán con herencias tardías del neorrealismo. La Escuela de Barcelona, en cambio, se aproxima a las contemporáneas influencias de la Nouvelle Vague desde la plataforma de un contexto cultural antifranquista que incluía a arquitectos, fotógrafos y editores. Para eludir la censura, sin embargo, cineastas como Jacinto Esteva (Lejos de los árboles, 1963-1971), Joaquim Jordà (Dante no es únicamente severo, 1967), Vicente Aranda (Fata Morgana, 1965), José María Nunes (Noche de vino tinto, 1966; Biotaxia, 1967), Carlos Durán (Cada vez que…, 1967), Ricardo Bofill (Schizo, 1970) o Gonzalo Suárez (Ditirambo, 1967) optan por anteponer la poesía al realismo. O, como proclamaba metafóricamente Jordà, «Ya que no podemos hacer Victor Hugo, haremos Mallarmé».
No todo el cine catalán, durante esos «felices sesenta», fue experimental. El grueso de la producción industrial se desarrolló en los estudios y el poblado del Oeste que la familia Balcázar edificó en Esplugues, cerca de Barcelona. Allí se rodaron decenas de westerns o films de aventuras y espionaje coproducidos con Italia o Alemania gracias a una generosa política de ayudas oficiales. Son también años de prosperidad de la publicidad y en los que Los Tarantos (F. Rovira Beleta, 1962) consiguió una nominación al Oscar. Se trataba de una adaptación apócrifa de Romeo y Julieta filtrada por West Side Story y ambientada en clanes gitanos del barcelonés barrio del Somorrostro.
A finales de aquella década prodigiosa, el recrudecimiento de la censura provocó exilios y deserciones, pero también la radicalización de cineastas. Coproductor de Viridiana (Luis Buñuel, 1961) y situado en la órbita de la Escuela de Barcelona con Nocturno 29 (1968), Pere Portabella se lanzó al cine militante sin abandonar el rigor de un lenguaje anticonvencional que se manifiesta en Vampir-Cuadecuc (1969) o Umbracle (1970). Su ejemplo fue seguido por Llorenç Soler, Antoni Padrós y, ya en el ámbito del underground, artistas como Carles Santos o Benet Rossell, que hicieron del cine un instrumento transgresor. Eran la antítesis de un cine comercial que intentaba aprovechar los resquicios de la censura para introducir el erotismo. El incombustible Iquino, siempre atento a las modas imperantes, pasó de realizar El Judas (1953), un melodrama religioso doblado al catalán con el pretexto del Congreso Eucarístico de Barcelona, a la denuncia escabrosa de Aborto criminal (1973).
La muerte de Francisco Franco, en 1975, abrió las puertas de una transición a la democracia que también tuvo su reflejo cinematográfico, tanto en el ámbito creativo como en el institucional. El Congrès de Cultura Catalana o el Institut del Cinema Català intentaron sentar unas bases sobre las que se estrenaron films, ahora ya hablados en catalán, destinados a recuperar la Historia: la Semana Trágica en La ciutat cremada (Antoni Ribas, 1975), la Guerra Civil en Las largas vacaciones del 36 (Jaime Camino, 1976) y Companys, procés a Catalunya (j. m. Forn, 1979) o la génesis de la burguesía catalana en La teranyina (Antoni Verdaguer, 1990) y La febre d’or (Gonzalo Herralde, 1993). Un segundo filón fueron las adaptaciones literarias, a veces también vinculadas con determinados períodos históricos: L’obscura història de la cosina Montse (Jordi Cadena, 1977), Últimas tardes con Teresa (Gonzalo Herralde, 1984) y Si te dicen que caí (Vicente Aranda, 1989) a partir de novelas de Juan Marsé; La plaça del Diamant (Francesc Bellmunt, 1982), de Mercè Rodoreda; Bearn (Jaime Chávarri, 1983), de Llorenç Vilallonga; Laura a la ciutat del Sants (Gonzalo Herralde, 1988), de Miquel Lllor; Solitud (Romà Guardiet, 1991), de Victor Català, La ciutat dels prodigis (Mario Camus, 1999), de Eduardo Mendoza, o Es quan dormo que hi veig clar (Jordi Cadena, 1988), en torno al poeta J. V. Foix. La realidad más inmediata, por último, también fue el centro de atención documental de La nova cançó (F. Bellmunt, 1976), Ocaña, retrat intermitent (Ventura Pons, 1978) o El asesino de Pedralbes (Gonzalo Herralde, 1978).
Recuperada la autonomía en 1983, tanto los apoyos del gobierno catalán como los de la televisión pública local garantizaron la presencia del catalán en las pantallas y la normalización de una producción que diversificó sus objetivos. Francesc Bellmunt (L’orgia, 1978; La quinta del porro, 1980; Un parell d’ous, 1984) y Ventura Pons (Què t’hi jugues, Mari Pili?, 1991; El perquè de tot plegat, 1994; Anita no perd el tren, 2000) encabezaron un filón de comedias al que también se incorporaron Carles Mira (La portentosa vida del pare Vicent, 1977; Con el culo al aire, 1980) o, posteriormente, Joaquim Oristrell (Inconscients, 2003; Dieta mediterránea, 2008). Surgieron nuevos autores con personalidad propia, ya fuese el mundo inquietante y hedonista de Bigas Luna con Bilbao (1978), Angoixa (1986)o La teta i la lluna (1994); o el torturado universo que Agustí Villaronga refleja en Tras el cristal (1985), El mar (1999)o Pà negre (2010). También se dieron a conocer realizadoras como Rosa Vergés (Boom Boom, 1990; Souvenir, 1994; Tic Tac, 1997) o Mireia Ros (La Monyos, 1996; Barcelona, abans que el temps ho esborri, 2010), a las que después se añadieron Judith Colell (Dones, 2000; Elisa K, 2010) y Maria Ripoll (Lluvia en los zapatos, 1998; Rastres de sandal, 2013). Mención aparte merece Isabel Coixet, quien, tras su debut con Massa vell per a morir jove (1987), internacionalizó su carrera con Cosas que nunca te dije (1996), Mapa de los sonidos de Tokio (2009) o La librería (2017).
El cine fantástico y de terror ocupa un lugar decisivo en el cine catalán contemporáneo. Tiene un antecedente en la productora Profilmes, que, en los años setenta, impulsó este género con películas de bajo presupuesto en las que, sin ningún reparo, Tarzán campaba por los montes cercanos a Barcelona o la reina de las amazonas cabalgaba en un zoológico. Ya en la década siguiente, la productora Filmax resucitó el cine de terror sobre una plataforma de aterrizaje hecha a medida: el Festival de Cine Fantástico de Sitges. De ahí surgieron Jaume Balagueró con la saga rec o Els sense nom (1999) y Mientras duermes (2010), Paco Plaza (El segón nom, 2001), Nacho Cerdà (Aftermath, 1994) o Guillem Morales (Els ulls de la Julia, 2010). Procedente de la escac, la escuela de cine, j.a. Bayona debutó con L’orfanat (2007) para acceder a estándares internacionales con Lo imposible (2012) o Un monstruo viene a verme (2010). Cercano a este mundo de fantasía es el filón de la animación que, además de desarrollar una ingente producción para televisión, ha generado imaginativos largometrajes como Despertaferro (Jordi Amorós, 1988), Peraustrinia 2004 (Àngel Garcia, 1989), Floquet de Neu (Andrés G. Schaer, 2011) o Les aventures de Tadeo Jones (Enrique Gato, 2012).
La otra gran tendencia del cine catalán que ha hecho fortuna internacional es el documental de creación. Heredero de Joaquim Jordà (Mones com la Becky, 1999; De nens, 2004; Veinte años no es nada, 2005) como correa de transmisión de la Escuela de Barcelona, pronto encontró aventajados discípulos en José Luis Guerin (Innisfree, 1990 Tren de sombras, 1997; En construcció, 2001), Isaki Lacuesta (Cravan vs. Cravan, 2002; La llegenda del temps, 2006; Els passos dobles, 2011), Mercedes Álvarez (El cielo gira, 2004) o Neus Ballús (La plaga, 2013). En paralelo, Carles Bosch y Josep Maria Domenech fueron nominados al Oscar por Balseros (2002) mientras Carles Balagué ha explorado la memoria histórica en La Casita Blanca (2002), De Madrid a la Lluna (2005) o Arropiero, el vagabundo de la muerte (2008) y Albert Solé indaga en su propia biografía con Bucarest, la memòria perduda (2009).
Otros autores recientes han optado por la ficción con propuestas que no sólo se alejan de la narrativa convencional, sino que consolidan la tendencia de un cine catalán mucho más inquieto que el del conjunto español. Es el caso de Marc Recha (Pau i el seu germà, 2001; Petit indi, 2009; Un dia perfecte per volar, 2015), Manuel Huerga (Gaudí, 1988; Antàrtida, 1995; Salvador, 2006), Cesc Gay (A la ciutat, 2003; Truman, 2015), Mar Coll (Tres dies amb la familia, 2009) o el productor/director Lluís Miñarro. Mención específica merece Albert Serra, que se ha hecho un lugar de honor en los principales certámenes internacionales con Honor de cavalleria (2006), Història de la meva mort (2013) o La mort de Louis XIV (2016). La última incorporación es Carla Simón con su autobiográfica Estiu del 93 (2017), un prodigio de sensibilidad que apunta hacia el futuro de una cinematografía, la catalana, indudablemente consolidada pero que todavía tiene pendiente una Historia que certifique su atípica, a veces contradictoria pero siempre apasionante personalidad.