El cíclope / Laura Sofía Rivero

La sorpresa reunió a todos los doctores del Centro Médico. En un principio creíamos que se trataba tan sólo de un extraño caso clínico en la historia de la oftalmología. El paciente llegó a la sala de urgencias y las miradas perplejas de las enfermeras al solicitarnos nuestra presencia en la sala de observación nos provocaron seguirlas por el corredor a la expectativa de lo que ocurría. Nuestras miradas aguzadas por los años de experiencia se clavaron en los ojos del paciente mientras las batas blancas no dejaban de arremolinarse en torno al enigma. Ojalá la prensa no se entere de esto, musitó uno de los doctores jóvenes quien fue el único en romper el silencio del lugar.
     Durante semanas trabajamos por investigar no la cura de la extraña deformación sino las causas que pudieron generarla. No obstante, en ningún archivo de los hospitales de la nación se encontró algo similar a un paciente con un ojo dentro del ojo. Hicimos todos los estudios clínicos posibles pero ni siquiera la vigilia ante las pantallas nos daba una señal de cómo encontrar alguna pista.
      Todos los días visitaba al enfermo, quizá sólo por saciar mi incredulidad. Los espasmos lo hacían retorcerse periódicamente y decía sentir como una punta de lápiz clavarse en distintas partes de su cuerpo. Su ojo cristalino era tan redondo como los demás pero en la pupila encerraba un nuevo y redondeado iris avellana acompañado de todas y cada una de las partes de un globo ocular normal. Ambos habían aumentado de tamaño y lo hacían lucir como una de aquellas caricaturas japonesas. Era un fenómeno.
      Comenzamos a llamarle El Cíclope al acostumbrarnos a su presencia. Sin importar el tono aparentemente despectivo del peculiar apodo lo nombrábamos así incluso frente a su camilla. Notamos que El Cíclope era incapaz de dormir y pasaba todo el tiempo en vela, agotado por no tener el descanso tan fundamental en un ser humano. Pasábamos el tiempo con él mientras llenábamos formularios y papeletas. El cíclope nos contaba cosas sumamente extravagantes y contestaba disparates a las preguntas médicas que le hacíamos.
      Los psiquiatras concluyeron que padecía de sus facultades mentales. Al ser incapaz de dormir, las mentiras se convertían en el único medio de catarsis para ese hombre al que le estaba negado el sueño como el único generador de ficciones.  Todos necesitamos de ciertas dosis que nos hagan separarnos de la realidad o la praxis y El Cíclope no las tenía.
      Ahora que he descubierto no sólo las causas de su deformación sino que veo con claridad su caso, me apeno terriblemente de no haberlo sabido antes de que encerraran al Cíclope en una celda para enfermos mentales. En ese entonces yo mismo lo creía loco. Me torturaba el clic clac que hacía con sus dientes tan similar a una máquina de escribir. No paraba en todo el día. Tampoco soportaba las frases inconexas que vociferaba o sus quejas sobre los piquetes en su cuerpo.    Señorita, me siento escrito, ayúdeme, les decía a las enfermeras cuando cambiaban su suero.
      Sin embargo ahora entiendo que los indicios habían estado allí desde hace siglos. No por nada el ojo es más que un órgano que encierra el más importante de nuestros sentidos sino una esfera intrigante como todas lo son. Incluso los presocráticos adivinaban en ella la perfección de Dios mismo, según me he enterado a través de mis recientes lecturas. Yo mismo me he convertido en un investigador del creador a partir de las esferas de nuestro cuerpo.
La ausencia del Cíclope en el Departamento General de Oftalmología fue en principio refrescante luego de casi dos años de tratar su peculiar estado clínico. Sin embargo, la duda de su condición me asaltaba incluso entre sueños, en los que veía el par de ojos avellana multiplicarse hasta el infinito.
     Comencé a visitar las bibliotecas de la ciudad en busca de mayor información. Si los archivos médicos no registraban ningún caso parecido, quizá la poesía en algún punto imaginó una situación como la del Cíclope. Busqué todo lo que me podría ser útil y leí hasta gastarme los ojos de madrugada.
     Un día, al terminar el último de los libros de mi extenso montículo, me di por vencido y decidí olvidar el motivo del doble ojo. Para entonces ya me había hecho asiduo a la lectura diaria y comencé a devorar los libros sólo por placer. Meses después encontré en la biblioteca un ejemplar que llamó mi atención por tratar de una vida con similitudes a la mía.
     Llegué a casa y comencé a leer el libro. Para mi sorpresa el personaje se desarrollaba tan similar a mis recuerdos de la infancia, a mis amores y miedos más ocultos. El terror se apoderó de mí cuando, en la recta final, el médico del texto que leía se encontraba frente a una deformación ocular que le causaba una intriga apabullante. Cerré las pastas con fuerza, metí el libro en mi portafolios y corrí hasta mi casa.
     He dejado de trabajar y ya no contesto las líneas telefónicas. En días me creo capaz de continuar leyendo mi propia historia, pero mi cobardía me impide abrir de nuevo las hojas. Sé ahora qué fue exactamente lo que duplicó los ojos del Cíclope pues ahora el reflejo de la pátina en mi espejo de baño revela la misma imagen que él vio alguna vez en sí mismo.
     Ahora que escribo estas líneas sin saber qué dios me ha creado a mí o si quizá no soy yo más que otro generador de hombres, me pregunto quién habrá surgido primero, si El Cíclope o yo, pues ambos somos tan sólo palabras puestas en papel por un escritor anónimo. No sé cómo regresar a la clínica y decirles a mis antiguos compañeros de trabajo que nuestras vidas se entretejen para ser la literatura de otros ojos que no son los nuestros.

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