Sabíamos que el pastor alemán era de un vecino que vivía en el barrio alto del pueblo, junto a la carretera que lleva a Iglesias. No nos extrañó verlo junto a nuestra casa: los perros aquí van y vienen, todos tienen esa mirada egoísta de desamparo, mendigan caricias y comida a quien quiera dárselas y muchos comparten el mismo nombre y da igual el que tengan porque si hay que llamar o espantar a uno se le dice «¡chucho!» y atiende. Éste nos siguió en nuestro paseo junto al cauce del molino, intercambió unos ladridos indignados con los perros del pastor que corrían en lo alto del páramo; luego pareció desentenderse de nosotros y se quedó curioseando entre los chopos y chapoteó en el arroyo, para después alcanzarnos con cierto gesto de reproche, como si tuviera el susto del niño que se siente por un momento perdido. A partir de entonces nos precedió en el paseo, adivinando los caminos que íbamos a recorrer; se detenía de repente, las orejas y el rabo tiesos, y nosotros atentos con él, adivinando la carrera de una liebre o el vuelo torpón de la perdiz, que el perro festejaba con persecuciones vanas de las que regresaba con la lengua fuera. Cuando volvimos al pueblo, el cielo estaba malva. Entonces el chucho se fue sin despedirse y persiguió con su trotecillo a un niño que subía en bicicleta hacia la zona alta. Unas horas más tarde, cuando nos habíamos acostado, las sábanas estaban todavía frías e intentábamos acomodar nuestros cuerpos a la orografía del colchón de lana, hablando de otra cosa nos acordamos del perro y reparamos en que, a pesar de llevar aquí varios días, todavía no habíamos visto a su amo. Nos asaltó la duda: ¿se habrá muerto? En el pueblo todos son tan viejos que cada verano la primera conversación con los de aquí suele ser un recuento de ausencias, tierras que ya no se labran, tejados que se caen y casas cerradas para siempre salvo, quizá, el medio mes de vacación que ciudades remotas conceden a familiares que nunca antes visitaron al difunto y que llegan ahora con sus bicicletas en la baca, la radio tonante, paquetes con docenas de latas de cerveza, hijos adolescentes y hoscos que se buscan y se reúnen para aburrirse y emborracharse, y niños, muchos niños, casi tan felices como ruidosos, que entablan cada día una guerra mundial en estas calles, sin ellos, severas y silenciosas. Pero esto no importa: decía que la muerte llega, echa la llave a la puerta y llena de humedad y arañas las habitaciones. Nunca es generosa y deja fuera un perrillo sin amo al que alimentan los vecinos hasta que uno, clemente con su condición de huérfano, lo lleva al páramo y lo mata.