(Buenos Aires, 1938). Fiscal muere (Interzona, 2021) es su nueva novela.
Al dejar atrás al mendigo, parada en la esquina y sin moverse, sin saber a dónde ir porque su única meta razonable se le había evaporado por culpa de un mal sueño, Melisa parecía sonámbula o perdida. Al menos así se lo dijo después el pibe que la había estado mirando desde hacía largo rato con ojos azorados. Se le notaban poco, los ojos, bajo el denso mechón de pelo verde, pero estaban azorados. Y parecían tan profundos los ojos del pibe, al menos en el recuerdo de Melisa, mientras revivía la mañana de su huida, ya por suerte lo suficientemente distante como para sentirse por un rato a salvo. Aquella mañana, el tal pibe tenía la cara pintada de blanco y un redondel rojo en la nariz y dos redondeles más, azules, uno en cada mejilla. En el cruce de la avenida estaba haciendo sus malabarismos con cinco naranjas cuando los semáforos se lo permitían. Juntaba algunas monedas. Pocas, pero le alcanzaban para resistir la tentación de comerse las naranjas y dejarse de embromar. Melisa lo había estado mirando largo rato, apoyada contra un árbol, sintiéndose algo protegida por la corteza amiga, habiéndose apartado varias cuadras del, para ella, impensable alivio de un mate cocido caliente en una escuela. Hasta ahí había llegado su impulso, y sin saber para dónde enfilar observaba al pibe, quizá con la esperanza de que él la hiciera desaparecer en algún acto imposible de prestidigitación.
El pibe, a su vez, se había puesto a mirarla a ella, perdiendo así una luz roja completa con tres autos de los buenos que, de tener suerte, le habrían largado unos pesitos. No le importó. Esa mujer ahí estacionada lo desconcertaba, lo desconcentraba.
—Che, ¿te vas a cruzar o no? —recordó ella que le había preguntado por fin.
—Si te digo que sí, te miento…
—Entonces ¿por qué no me decís que no, directamente, y te ahorrás un montón de palabras?
Un sabio, se había dicho Melisa en la mañana de su huida, más que un pibito es un enano sabio, y para su sorpresa se había echado a llorar, hipando, y a duras penas había logrado contestarle.
—La verdad, no puedo decirte ni sí ni no, no tengo idea.
Sólo tenía lágrimas, que se le iban escurriendo ajenas a su voluntad y hasta a sus emociones; lágrimas solitarias, desahuciadas. El pibe se quedó mirándola perplejo.
—Si yo me pongo a llorar como vos se me corre toda la pintura de la cara y chau laburo —le dijo, pensando que podía ser un consuelo. Le llevó un rato agregar—: Me llamo Cholo; ni se te ocurra decirme trolo, que te achuro. Soy payaso, pero como dice mi amá, hay cosas de las que no se debe reír uno. Tampoco llorar por eso. ¿Querés una naranja?
—No te voy a comer tus elementos de trabajo…
—Ya junté bastante. Me voy. Si querés, venite conmigo, que no es cruzar o no cruzar, sino todo lo contrario. Es por otro lado, bordeando la vía, son muchas, muchas cuadras, un poco complicado, pero yo te muestro. Eso sí, hay que caminar muy rápido, sobre todo en las partes donde hay pared, por si pasa el tren, viste.
Quien se hacía llamar Melisa había llegado exhausta a su destino. Todo se conjugaba para dejarla sin una gota de fuerza. No sólo la larga caminata costeando las vías del tren. Todo, hasta la inesperada urgencia de esconderse entre los matorrales para vaciar las tripas, habiendo dejado atrás la tercera estación. Entendió que la palabra esconderse era un eufemismo porque, por más que se acuclillara, los matorrales sólo le ocultaban la parte baja del cuerpo. Recordando pasadas clases de yoga se plegó como mejor pudo y aun así temió acabar en manos de la yuta —para usar el término del Cholo—, no por lo que había escrito o hecho sino por lo que estaba haciendo. Una verdadera cagada. Mientras tanto, el Cholo le había oficiado de campana y hasta le había encontrado unas sucias hojas de diario. Sintió que el pibito, con su cara pintada y sus naranjas, tenía más solidaridad en su enjuto cuerpo que tantos de los que andan por el mundo haciéndose los benefactores. Aun así, cuando por fin llegaron a destino, ella casi no podía sostenerse en pie. Pero el Cholo, muy decidido a pesar de su corta estatura y de los escasos diez añitos que llevaba transitando por el planeta Tierra, la condujo casi corriendo a través de las callejas de un caserío sin que ella pudiera emitir palabra por falta de resuello, y por fin la empujó para hacerla ingresar a lo que parecía fungir de plazoleta central, asombrosamente verde entre tanta pared de lata y bloques de cartón comprimido y ladrillos pelados. Al fondo de la exigua plaza o patio, bajo una parra, había una roca inmutable que Melisa pudo discernir que era un hombre con poncho sentado en un sillita baja, tomando mate. Eso la tranquilizó, porque le pareció reconocer en él una estampa de tiempos idos o de alguna novela, o algo como entrevisto en sueños. «Ahí está el Viejo de los Siglos», le dijo el Cholo, y su tono de voz delataba respeto. Melisa se sorprendió de encontrar a alguien así en un lugar como ése, tan degradadamente urbano. Este hombre pertenece a la montaña, al campo, al mar, a algún rincón incontaminado, pensó en aquel momento, y de inmediato supo recriminarse por estarle aplicando a otro la trillada frase: ¿Qué hace una linda chica como vos en un lugar como éste?, en referencia al hombre sentado que nada pero nada tenía de chica ni de linda. Entonces sonrió, con una sonrisa exhausta, hermana secreta de la de Ómer, y al llamado Viejo de los Siglos se le iluminó la cara y al rato condescendió a saludarla.
—Bienvenida —le dijo—. Parece tener sed, usté, vaya nomás a buscar a doña Adelaida, en la tercera casilla, la de la puerta roja, y dígale que la manda el Viejo y que le sirva un tazón de leche y unas galletas.
No era una invitación, era una orden, y sin decir palabra Elisa Algañaraz, en su avatar Melisa Strani, pegó media vuelta, resignada a acatar, porque de todos modos buena falta le hacía un tentempié.
El Viejo aprovechó su alejamiento para recriminar al Cholo
—¿Cómo se te ocurre traer a una turista a estas horas de la mañana?
—No es turista, abuelo. Ella es distinta. Estaba perdida.
—Pues no parece una desalojada más. A ésos los huelo a distancia, huelen a derrota. Ésta tiene olor a miedo. Tenés que aprender a olfatear el miedo, Cholito; tiene un olor muy especial, fuerte, dulzón, bastante asqueroso si sos muy remilgado… pero no conviene ser remilgado cuando se vive como nosotros. Reconocer el olor a miedo puede ser vital en esta vida, detectar el miedo en el otro nos salva en muchas situaciones y puede dar sus buenas ganancias, siempre y cuando respetemos los códigos de prudencia y dignidad, esos que pretendo inculcarles a ustedes, mis muy despojaditos.
—Usté habla como un libro abierto, abuelo.
—Sí, pero ya te lo dije mil veces: no me llamés abuelo. Y yo no saco mis ideas de los libros, yo leo el mapa del mundo y de los seres que lo habitan; nunca leo libros, esos mentirosos.
Esta última frase alcanzó a oírla Melisa al irse acercando y sintió un inexplicable alivio, aunque quizá fuera efecto del estómago lleno. Mate cocido y bizcochitos de grasa, ¿qué más podía pedir?
El Viejo, cumplida la misión hospitalaria, quiso invitarla a marcharse.
—Mire, doña —empezó diciendo—, no es hora ni día de visita turística. Vuelva el jueves…
—¿Turística? ¿Qué visita turística? —se asombró sinceramente la tal doña.
—Turismo sociológico, que le dicen. Vienen hasta del extranjero, no crea usté, a conocer una villa de emergencia. Pagan bien por el tour y acá en Villa Indemnización los respetamos y estamos organizados para recibirlos y contarles cosas; pero, claro, en día de visita. Todos los jueves, salvo feriados, a las seis de la tarde, antes de que los que tienen la fortuna de hacer algunas changas o los que fueron al piquete regresen a casa. La invito a volver el jueves a la hora indicada y unirse al grupo de turistas; no le vamos a cobrar en reconocimiento a su coraje. No cualquiera se anima a meterse hasta acá, así, solita, en pleno día.
—A mí me trajo el Cholo.
Efectivamente, asintió el susodicho con un movimiento de cabeza entre orgulloso y contrito.
—Y no tengo a dónde ir —insistió ella.
El Viejo quedó largo rato mirándola, como quien la sopesa. Mucho tiempo pareció pasar antes de que formulara la pregunta:
—¿Y se puede saber por qué no tiene a dónde ir una muchacha bonita como usté?
Por causa de agotamiento, la nueva Melisa no reaccionó con su habitual ironía. Una suerte, entendió de inmediato, y hurgando un poco en su lejano pasado encontró la respuesta adecuada:
—Porque mi marido me pegó y me fui de casa así, casi con lo puesto.
—Bueno, doña, el lugar adonde acudir en ese caso es la comisaría, no la villa, usté comprenderá. Vamos a pedirle al Cholo que la acompañe hasta la salida de este laberinto y le indique el camino. Él conoce demasiado bien el camino a la comisaría, pero no le conviene llegarse hasta allá, usté comprenderá.
—No, no —rogó Melisa, alarmadísima—. No, ¡la comisaría no!
Y de inmediato, para atemperar el exabrupto, alegó un cansancio monstruoso, cosa que se notaba, y se fue enredando en una larga explicación mientras mentalmente le pedía disculpas al pobre Giacco Strani, más conocido por Bambino, que sí, es cierto, una vez le había dado un tortazo, pero en realidad fue reacción, porque ella había intentado romperle una silla en la cabeza, cosa que no contó ahí bajo la parra en el patio comunitario de la villa de emergencia ni tampoco contó en aquella oportunidad en la comisaría céntrica hasta donde había llegado en medio de la noche, descalza y con un tapado sobre el camisón, para hacer la denuncia —como, por supuesto, sí cuenta bajo la parra—, para que no vuelva a suceder tamaño hecho de abuso conyugal, y el policía que tomó la declaración muy serio aseguró que al día siguiente irían a pegarle un susto a su marido —era todo lo que ella pedía—, pero al día siguiente, cuando un uniformado se apersonó en su casa, por supuesto triunfó la solidaridad masculina y policía y marido rieron de la locura de las minas que se creen con derecho a la protesta cuando sólo se pretende disciplinarlas un poco, como corresponde.
—Por lo tanto —agregó, convencida de la fuerza de su historia—, a una comisaría no vuelvo ni ebria ni dormida.
—Bueno, me parece justo que no le gusten las comisarías —aceptó el Viejo y quedó contemplándola largo rato, en silencio, chupando del mate y poniéndola incómoda.
Se le cerraban los ojos a Melisa, pero no era cuestión de dejarse llevar por el agotamiento en esta situación que intuía de verdadero riesgo. Riesgo, sobre todo, de perder su única posibilidad de refugio, porque ese hombre ahí sentado con su poncho y su mate, figura emblemática, si la hay, de alguna manera le inspiraba confianza. El llamado Viejo de los Siglos la miraba a los ojos, una mirada escrutadora, filosa, de párpados entrecerrados y capacidad de penetración insospechada. Ella intentó, con ojos bien abiertos a pesar del cansancio, devolverle una mirada llena de indiscutible sinceridad, y quizás hasta ella se la creyó, porque acabó escupiendo la verdad, en parte, cuando el Viejo, después de largos, insostenibles minutos, lo mandó al Cholo a calentar más agua para el mate y abrió la boca para decirle a ella:
—Bueno, ya se mandó el bolazo. Ahora cuentemé en serio qué la trae por acá. Y no me venga más con historietas, usté no es de las mujeres a las que el marido les anda pegando, usté ahora ni siquiera es mujer de marido, si no me falla el olfato. Usté es de las que se valen solas y no estaría acá como perdida sin una razón de peso. Así que ahora cuentemé, nomás. Por ahí puedo darle una mano. Eso sí, mejor me cuenta la precisa y no me sale más con teledramones.
Entre la pared y la espada se sintió Elisa Algañaraz, a pesar de su papel de Melisa Strani. ¿Qué elegir, entonces, la amenaza de la pared representada por éste, el llamado Viejo de los Siglos sin nombre personal alguno, que no le ofrecía otra salida más que narrar su viacrucis, o la espada del mundo exterior si optaba por enmudecer y retirarse de la villa? Entendió que no se trataba de una opción, no: la figura retórica sólo designaba un posicionamiento de alta peligrosidad. Bonita frase, se dijo, sólo un paso al costado podría salvarla de que la espada la empujara hasta clavarla contra la pared. Y ya había tenido ella su cuota excesiva de paredes. Ahora sólo le restaba intentar demolerlas hablando. Sintió que no le iba a ser fácil, y al mismo tiempo sí, narrarlo desde fuera, como si se tratase de otra persona. Al fin y al cabo, Elisa Algañaraz ya podría ser olvidada. Ella era ahora Melisa Strani. Sólo que no quería perder aquello que Elisa vivió mientras estuvo en brazos de quien escaló hasta su encierro para rescatarla.
—Hable con calma —dijo el Viejo cuando a ella se le empezaron a agolpar las palabras—. Nos sobra tiempo, acá el agua tarda mucho en calentarse con los métodos solares que usamos, y el Cholo sabe muy bien cuál es la temperatura que exijo para el mate.
Tanta, pero tanta necesidad de contar tenía ella, que fue totalmente infiel a su antigua premisa de síntesis y discreción y tersura. Se desbocó sin por eso olvidar la prudencia, tratando de no comprometer a sus compañeras, las demás escritoras, rozando apenas la aventura del barco, sin nombrarlo, nada de nombres en este relato, concentrándose sólo en lo suyo, desde el encierro en el piso trece hasta las tres puertas del sótano, pasando por los canarios del portero y el portero, la portera que tenía su lado tierno, la computadora intervenida, el vareador, la cancerbera, Juana Azurduy, personaje histórico, la pseudohepatitis, y, sobre todo, el enviado caído del cielo, a quien tampoco nombró pero hizo tanto más que nombrarlo al pintarlo en exceso con las palabras del amor.
—Corajudo, el mozo —supo opinar el Viejo.
Fueron casi sus únicas palabras, porque la mujer no dejaba resquicio para más.
El Cholo llegó con el termo y el Viejo lo despidió con un simple gesto. El mate pasó de una a otra mano, el agua caliente se agotó y ella
seguía hablando. El Cholo fue vuelto a llamar con un chiflido agudo, de ésos de dos dedos en la boca, que Elisa, ahora Melisa, solía admirar de niña en los chicos del barrio; unos choripanes fueron ordenados, traídos e ingeridos, y ella seguía hablando, contando su historia del encierro y del rescate sin orden ni concierto ni solución de continuidad alguna. Sólo calló lo del embarazo, por pudor, pero habló y habló hasta sentir que se le había agotado la fuente de palabras, ese manantial que desde hacía meses necesitaba derramarse.
Así se derramó Melisa, evitando entrar en detalles precisos, desbordada e incoherente. Después se encogió sobre sí misma, como deshecha. Sin fuerzas para más. Entregada.
El Viejo apreció la confesión y pareció atar cabos, porque al ratito lo llamó al Cholo y le dio la orden:
—Usté, Cholito, me la lleva a la doña a descansar donde mejor le plazca, después veremos.
Fue así como Elisa/Melisa pudo por fin derrumbarse en un camastro y la mañana de su arribo a la villa se le convirtió en noche. En algún momento de ensoñación se sintió en un vivac, un lugar de no saber dónde, sólo que no se llamaba vivac, claro, se llamaría campamento, quizá. Ansiaba salir en busca de su hombre, que no se llamaba Manuel Ascencio Padilla, por supuesto que no, y cómo se llamaría entonces… Y cómo se llamaba ella, la no-Juana ni Elisa. Se le vino encima lo negro de algo que en otra instancia habría denominado humo, nubarrón, ávida boca del sueño, ceguera, cualquier cosa menos angustia del perder pie y perder la manera de navegar esa ola de espanto.
En el trayecto por los corredores del laberinto de construcciones precarias, el Cholo le había ido dando coordenadas, pero ella, ya sin capacidad de oír y menos de entender, no logró enterarse de que el pibe la estaba llevando a la casilla de su familia, y «No te preocupés», le había dicho, «te dejo mi cama, yo mismo me la compré con la platita que me fui ganando con los malabarismos, se la compré al Botellero, que me la dejó barata pero es bien buena, casi ni está vencida, si te estirás de costado y no te movés mucho cuando dormís vas a estar muy cómoda, a ése lo llaman el Botellero», le iba chamuyando el Cholo en el camino para que la tipa no se le durmiera allí parada entre los charcos; «le dicen Botellero por recuerdo a su tata, que sí era, y él también, consigue cosas viejas, le hubiera gustado heredar el oficio, me dijo una vez», siguió diciendo el Cholo, «pero lo obligaron a ir a la facultá, y mirá ahora, es cartonero como todos los demás despedidos de la fábrica, pero dice que odia los cartones, que es mucho más limpio el vidrio, y por eso lo llaman el Botellero».
Melisa cree haber soñado con el Botellero, y casi nada más, un hombre soplando una burbuja de vidrio dentro de la cual ella había logrado colarse para encontrar un capullo y convertirse en crisálida, en esas horas de estar sumida en una dormidera con algo de desmayo, de pérdida de conciencia. «Parece muerta», le dijo el Cholo al Viejo, alarmado, cuando a la mañana siguiente se levantó del piso donde había dormido sobre una destripada colchoneta y se acercó a su propia cama con ánimo de recuperarla por un par de horitas. «Dejala», le contestó el Viejo; «de seguro está muerta, muerta de agotamiento, de horror, de congoja; esa mujer ha atravesado muchos mares aunque nunca haya salido de su casa; esa mujer ha galopado muchas muertes, ha conocido luces y negruras de todos los matices; merece su descanso y nosotros no somos quién para negárselo; mejor vamos a ayudarla a que siga durmiendo».
—Mi amá me mata —se quejó el Cholo—; ya el otro día me sacó a patadas cuando quise hacer entrar al perro, ¡y yo quiero mi cama!
—Dejalo por mi cuenta.
A la hora de la siesta, cuando nadie merodeaba por el laberinto de estrechos corredores y callejas, entre cuatro hombres izaron la colchoneta del Cholo sobre una tabla y a Melisa semidormida sobre esas angarillas improvisadas y la llevaron como en procesión a la vivienda del Viejo de los Siglos, que era un lujo, con entrepiso, dos cuartos y hasta un baño más que elemental.
Le dejaron al alcance de la mano un jarrito y un termo con cierta infusión con resabios de miel y de limón, pero no era eso, era una bebida por momentos amarga, y le dejaron bizcochos salados y galletitas dulces, y Melisa en sus intermitentes despertares bebía unos tragos, mascaba algo y volvía a dormir, sin sorprenderse por el hecho de sentir tanta seguridad y confianza en ese lugar que era la fragilidad misma. Entre paredes hechas con ladrillos de plástico prensado y ventana de botellas, una cortina como toda puerta y techo de chapa que sonó estrepitosa cuando estalló el aguacero, ella creía sentirse mucho más protegida que en su propio hogar. Allí nadie iría a buscarla. ¿Nadie? ¿Ni Ómer? La idea llegó a desesperarla en uno de sus raros momentos de vigilia, pero supo que no era tiempo aún para ansiedades, porque éste era tiempo del dejarse estar, instancias cuando su deseo y la muerte se daban la mano y más valía permitirles dulcemente un encuentro fortuito. Dejarse acunar, dejarse morir de ganas de no ser y con los ojos cerrados navegar otra noche, porque alguien —de eso estaba segura—había decidido por un rato mecerla entre sus brazos. Alguien mucho más allá de los seres que la habían acogido. Ése de quien se dice que está más allá de sustancia y atributos, que a algunos les da por llamar Dios y en quien ella nunca había creído demasiado.
Juana Azurduy, evocó Melisa. Qué bien le habría venido a Juana un semejante abrazo.