Verónica Grossi (Guadalajara, 1963). Es autora de Sigilosos vuelos epistemológicos en Sor Juana Inés de la Cruz (Iberoamericana / Vervuert, 2007).
I. El cartero saltarín en shorts pone las cartas en el buzón y se escapa, como el conejo de Alicia en el País de las Maravillas. Una vez me lo encuentro y me saluda. Me sonríe con los dientes. Es delgado y alto. Me platica un poco. Con los años se vuelve un amigo. Me mudo del lugar. Me reencuentro con el cartero en el gimnasio, envejecido, enclenque. No lo puedo relacionar con el que vi. Se esfumó. Se esfumaba al caminar con presteza por mi jardín. Apenas oía el clic cuando depositaba las cartas. Los días estaban soleados pero no sentía la presencia del tiempo. Era como si quisiera estirar la mano, penetrar el aire, sentir el sol, las estaciones, oler la tierra, pero todo se desdibujaba como si estuviera del otro lado de la frontera de vidrio. Un espejo grueso. Un vidrio opaco. ¿Dónde estaba yo? Llegué a desconocer mi presencia. ¿Dónde quedó la que fui? La monotonía de los días, en un pueblo deshabitado, me fue destiñendo los sentidos, el pensamiento. Buscaba alimento de las flores del jardín, de los frutos siempre insípidos. Nada me despertaba. Aletargada, sobrevivía día a día con un peso en el alma. Por lo mismo, cuando llegaba el cartero lo saludaba con furia, con un entusiasmo desbordado, para intentar conectarme con el mundo. Pero el mundo en sí era un caleidoscopio sin punto fijo, que giraba y giraba, hasta marearme. Las rotaciones de los días me traían más canas y arrugas. Mi voz se llenaba de gallos, de sonidos guturales monstruosos. Noté una mañana cómo mi cuerpo despedía un olor extraño, incluso sin que hubiera salido a trabajar en el jardín. Incluí en mi rutina un baño diario, con espuma y perfumes. Agregaba sales de todos tipos para relajar la musculatura endurecida de la espalda. Ponía música de fondo para estimular mi atención y aligerarme el ánimo. Pero caía cada día en un sopor creciente, un estado de hinchazón mental que me aplatanaba hacia las superficies del piso de mi habitación. Empecé a convivir con las hormigas que se metían del jardín a mi cuarto, por un orificio apenas perceptible en la pared que daba a la calle. Me tiraba al suelo, con mi café, a conversar sola, a dibujar antenas, a observar el recorrido de los pequeños monstruos con patitas diminutas peludas que se atrevían a cruzar la frontera del exterior. Así pasaban las horas, lentamente. A la vez, sin darme cuenta, mi rostro fue cambiando con sorpresiva rapidez. La que fui antes era otra, una extraña que nada tenía que ver conmigo, con este cuerpo. Me convertía en una máscara a la que no le quedaban expresiones. Una máscara seca, llena de pequeñas cicatrices causadas por las pústulas sebáceas atrapadas en las capas más escondidas de la piel. Intenté cubrirme de colores pero todo se me descascaraba, como una vieja pared. Después recurrí a los disfraces, para imaginarme a las personas que tanto admiraba en el pasado. Fui una actriz, después una bailarina, otras veces una esposa rica, adúltera, llena de joyas, en una casa rodeada de jacarandas. Los domingos me convertía en una cantante que tenía casa en la playa. Entonces, aunque fuera invierno, me ponía un bikini y me embarraba crema solar para brillar bajo la luz neón. Así, empecé a tomarme fotos, en el suelo, frente a un espejo. Las fotos las imprimía o bien las guardaba en discos que acumulaba en cajas. Las hormigas se subieron a mi cama. Me hacían cosquillear la piel durante la noche. No llegaron a metérseme en los oídos porque me puse algodones. Eran hormiguitas negras, que no picaban. Para compartir con ellas espacio, les dejaba las migajas del pan que comía mientras miraba fotos o leía revistas con anuncios de mercancías. Cerraba las cortinas para no encandilarme. Mi lugar preferido era el baño, que consideraba en mi imaginación una alberca olímpica o bien la fuente histórica de un lugar exótico. Un día se me ocurrió tirar centavos para creerme en Roma. Pensé en todos mis deseos. Eran tantos que no me podía decidir. Pensé en el cartero, con sus shortcitos y sus dientes amarillentos. Uno de ellos era plateado. Me dio cierto asco, pero me lo imaginé acompañándome al club deportivo para jugar frontón. Después nos tomamos unos jaiboles.
Terminamos entre las hormigas tratando de tomarles fotos, de hablar con ellas, mientras masticábamos chicle del mismo sabor. Cuál fue mi mayor tristeza cuando mi amigo ya no vino más. Se puso muy viejo, encogido y arrugado. Así me lo encontré un día, cuando llevé mi ropa a la lavandería. Se acordó de mí y me saludó con una prisa que daba miedo.
Se disparó hacia afuera al verme. It’s nice to see you, me dijo. Pero no pareció que sus palabras tuvieran sentido. No parecía nice el haberme visto. Se escurrió por la puerta de la lavandería, levantó la mano en su habitual saludo y caminó rapidito hacia la calle angosta, donde había muchos coches estacionados pero ningún alma. Me sentí entonces más transparente que nunca. Me toqué todo el cuerpo y noté cómo todo se me caía. Mi cabello era tan blanco que ni se reflejaba en los vidrios de las máquinas. Me dolían las coyunturas. Recogí entonces la canasta con la ropa mojada y la arrastré hasta el coche. Me sentía tan fuera de lugar que preferí repetir lo que ya era una larga rutina: colgar la ropa, todavía enjabonada o chorreando, por todos los muebles del apartamento. Dormí esa noche, entre hormigas y humedad, latas de sardina, bolsas de papas fritas, llena de terror sin saber quién era.
II. Lo volví a ver, a tres metros de distancia, sentados los dos en una silla de plástico, sobre el pavimento pedregoso. Nuestros labios sudaban bajo una mascarilla de tela o de papel. Caía del cielo un vapor ardiente, insoportable. Estábamos absortos ante la figura de la pantalla que indicaba cómo mover brazos y piernas una y otra vez, dentro del espacio asignado de una hora. El deseo de espiarnos no existía. Atisbarnos de reojo nos habría perdido o desorientado en esa rutina difícil de movimientos, pues ya nuestro cuerpo no respondía. Era doloroso levantar la rodilla desde la silla. Darle vuelta hacia un lado y al otro al tobillo, levantar una mano, estirar un brazo. Los hombros hacia abajo, hacia arriba. El sol nos calcinaba. Sentíamos un creciente mareo. Encorvados, aturdidos, dirigidos por esa voz virtual que indicaba con precisión, por medio de un micrófono, cada uno de los movimientos difíciles de lograr. Esperábamos el fin de la hora. Al terminar la clase, nos levantamos a recoger las llaves del coche y la botella de desinfectante que estaba bajo las sillas. Empapados, nos quedamos un momento agachados, a frotarnos el cuerpo y las llaves con alcohol. Fue entonces que pudimos mirarnos, sólo un brevísimo instante. Sí, era él, el cartero. No pude escucharlo. Me parece que murmuró una invitación a tomar un café o té. Lo único que pude responder fue en silencio, meneando la cabeza con una negativa. Ni siquiera pronuncié la frase que pensé: «Es peligroso». Una vez de pie, caminé lentamente hacia el coche, apartándome de todos, sillas y figuras. Me esperaba un día con la misma rutina de siempre en casa. En mi burbuja de cristal, donde limpiaría las superficies y me asomaría en ciertos intervalos a observar los verdores del jardín. Una fotografía cambiante, lejana, dependiendo de la hora y de la estación