Cuando terminé de escribir mi primera novela me recluí en casa durante dos semanas. En ese tiempo cerrado al mundo viví cada mirada de cada personaje, cada esperanza, cada angustia. En ese momento era muy joven. Creo que si lo hubiese hecho hoy, me habría suicidado en el último día de esas dos semanas, como desenlace lógico. La lógica, el absurdo de la lógica y la lógica precisa, milimétrica, del absurdo son para mí asuntos que me absorben, como si de hecho fueran la primera regla de mi vida. Pero, como dije, era muy joven, y ese pánico aún no había alcanzado las dimensiones actuales que, junto con otros pánicos y cansancios, acabarán por ser mi fin. En ese tiempo yo era mi único lector y nadie esperaba nada de mis palabras. La vida era menos difícil, en consecuencia. Me consideraba un gran escritor desconocido y era casi feliz porque cerraba los ojos ante muchas cosas.
El primer día que salí a la calle, luego de esas semanas, aún llevaba en la mirada la mirada de los personajes, y me paseé por Lisboa como si no conociera Lisboa, como si me admirara todo. Las horas de esa tarde fría de enero pasaron y yo pasé con ellas. Poco a poco dejé de ser los personajes para ser el narrador: una voz más grande que yo, una voz que había surgido en la novela como una voz de la tierra. Describí, sólo para mí, las paredes, las palomas caminando lentamente en el suelo, como si todas las palomas fueran una criatura más grande que se hincha y se hace pedazos. Describí, sólo para mí, a las personas que me miraban, e imaginé que ellas me imaginaban. Pero también, poco a poco, el narrador salió de mí, tal vez asustado por el ridículo de ser un narrador describiendo mentiras dentro de una persona, y volví a ser lo que soy: una cosa absurda cualquiera en busca de una lógica imposible y que se llama Zé Luís. Con todo, luego de dos semanas de observar palabras, luego de un año de desenterrar palabras, yo era alguien que únicamente podía hacer cosas grandiosas. Sólo esa idea me parecía lógica. Entré en una librería del Chiado. Me vi entrando en la librería e imaginé: José Luís Peixoto entra en una librería, donde aún se ignora la importancia de sus palabras. Creo que el narrador aún debía de estar dentro de mí, escondido en algún rincón oscuro.
No sé cómo explicarlo. Tomé un ejemplar de Ulises del anaquel y empecé a leer. Nunca lo había leído todo. Aún no lo he leído. No creo que alguna vez lo lea todo. Sin embargo, tomé un ejemplar del anaquel y leí dos párrafos. Me gustaba que Joyce escribiera así. El efecto que esa breve lectura tuvo en mí fue inesperado. Instantáneamente, me acordé de haber leído, hacía algunos años, en una enciclopedia de mi hermana, que James Joyce estaba enterrado en Zúrich. También recordé que entonces había acabado de leer Dublineses y que sentí algo sublevándose en mí. En la librería, sin que mis libros vieran la librería, me imaginé, secretamente, como un héroe. Yo había escrito una de las más grandes novelas de la historia de la literatura. Yo únicamente podía hacer cosas grandiosas.
En casa, guardé dos camisas dentro de una mochila y salí. Tenía dinero y fui a Santa Apolónia. Compré un billete para Zúrich. No sabía que se podía ir a Zúrich en tren, pero me informaron que el Sud-Express iba a salir en pocos minutos y que, apenas llegando a Francia, debía cambiar de tren. Todo el trayecto lo hice de pie. Me asustaba la idea de no poder controlarme y de contarle mis planes a cualquier emigrante de París o a cualquier francés que iba a hacer un viaje usando Inter-Rail y que compartiese conmigo el vagón. Estaba siempre mirando por la ventana e, interrumpido de vez en cuando por revisores, pensé todo el tiempo que iba a llegar a Zúrich y que iba a desenterrar el cuerpo de James Joyce y que lo iba a llevar a Dublín, de donde nunca debía haber salido. Cambié de tren y llegué a Zúrich.
El día estaba por terminar. Telefoneé a mi madre y le dije que estaba en Rossio. Estaba en un teléfono público de Suiza. Tengo una licenciatura en alemán. Tengo un diploma sellado que garantiza que soy licenciado en alemán. Bajo el sello falta decir que fueron cuatro años de triquiñuelas y ayudas de parte de algunos colegas más caritativos. Pero, pese a ello, mi alemán básico me sirvió para alquilar un cuarto en una pensión pequeña, minúscula, justo al lado del cementerio. La señora de la recepción, con las manos sobre los papeles de registro, se llevó las gafas a la punta de la nariz cuando le dije que insistía en quedarme en el cuarto ínfimo, que tenía una ventana del tamaño de una caja de fósforos con vista al cementerio. Coloqué la mochila en la única silla que cabía entre la cama y la pared, y pasé la noche, arrodillado en la cama, atisbando el negro del cementerio: el blanco de las tumbas dibujado en el negro, las formas de los árboles esculpidas en el negro.
Cuando salió el sol mis piernas estaban adormecidas. Bajé para desayunar: tostadas y café con leche que la señora de la recepción me sirvió, contrariada. Comí lentamente. No tengo apetito en las mañanas. Di cuenta de tres cigarrillos hasta que abrieran el portal del cementerio. Dos ancianas y yo fuimos las primeras personas en entrar. Intenté encontrar la tumba yo solo, pero me perdí. Me topé con una de las ancianas, que cambiaba las flores marchitas de una jarra, y le pregunté: ¿James Joyce? Nunca he oído hablar de él. No le expliqué. Hay cosas que no vale la pena tratar de explicar. Caminé toda la mañana, dando vueltas en el cementerio, mirando nombres, mirando fechas. Por fin, era ya la hora del almuerzo, estaba con hambre y con frío, encontré la tumba de James Joyce. Estaba abandonada. Ninguna anciana le iba a cambiar las flores marchitas, no tenía flores. Tenía musgo alrededor de las letras. James Joyce escrito con musgo.
Volví a la pensión. La señora de la recepción se asustó con mi llegada. Se asustó aún más cuando le pregunté por el almuerzo. Pan, dos salchichas fritas y dos huevos estrellados por la señora de la recepción con un delantal de volantes. Salí para comprar un pico y una pala. Tuve que señalarlas con el dedo. No sé decir pico en alemán. Fui a mi cuarto para dormir y soñar. Me desperté a mitad de la noche. Enseguida me desperté por completo, como si no me hubiese despertado, como si no hubiese dormido. Tomé el pico, la pala y la mochila. Salí del cuarto sin hacer ruido. Me monté en el techo de un Mercedes que estaba estacionado y salté el muro del cementerio. Busqué el camino que conocía y fui directamente a la tumba de James Joyce. Enfilé la punta del pico en una de las junturas del mármol y las forcé. El mármol no sonaba como si se moviese. Cuando mis fuerzas ya se agotaban, cerré los ojos y, con toda la voluntad de mis brazos y de todo mi cuerpo, escuché que el mármol cedía. Empecé a cavar. El pico y, después, la pala. El sonido del pico y, luego, el sonido de la pala. Mi entusiasmo crecía. Luego, el pico que acertaba en algo. El tesoro. La pala que sacaba la tierra suelta. Mis manos que sacaban la tierra suelta. La tapa del ataúd se quebró bajo mis pies. Aparté pedazos del ataúd. Ahí estaba James Joyce. Así su brazo derecho, la mano que escribió Ulises, y los huesos se separaron por las junturas. Tomé el cráneo: los ojos de James Joyce, los dientes de James Joyce. Me sorprendió el poco peso del cráneo de James Joyce, el cráneo donde nació el Ulises. Miré al cielo y no encontré la luna. Algunas estrellas entre las nubes. En la noche me sentí grandioso y feliz. Guardé todo lo que me parecía que pertenecía a James Joyce dentro de la mochila. Los huesos, unos contra otros, hacían un ruido suave. Salí de la fosa y empecé a taparla con palas llenas de tierra. Animado por el peso de James Joyce en mis hombros, empujé de nuevo la piedra sobre la tumba. Por la mañana estaba en la estación de trenes.
Sentado en un vagón, llevaba la mochila en el regazo. Pensaba que era revelador que James Joyce, justo él, pesara menos que la mayoría de las ediciones del Ulises, cuando en el paso de la frontera el tren aminoró la marcha hasta que se detuvo. Entró un policía, bigote y patillas, y me pidió el pasaporte. Señaló a la mochila y preguntó: ¿Chocolates? Sorry. Salió. Medio cigarrillo después, el tren continuó. El paisaje, los árboles desnudos, los estanques de agua, me dejaban pensar. A veces, las aldeas. En la pequeña estación de una aldea cenicienta y verde decidí bajar. Entré en un café, conocí a un señor. Me ofreció un cuarto, me ofreció trabajo para ocuparme de cinco vacas. Me enamoré de la hija del señor. Guardaba la mochila detrás de una cómoda. Pasaba las noches en el cuarto al lado de la hija del patrón, Sabine era su nombre, pensando en ella y sufriendo por ella. A veces sacaba a James Joyce de la mochila y lo extendía sobre la cama para que no se enmoheciera. Hacía tres meses que no me sentía orgulloso.
Cuando decidí partir, ya era primavera. Tres de las cinco vacas iban a parir, pero yo estaba harto de amor no correspondido y Dublín me esperaba. De madrugada, me dirigí a la pequeña estación y tomé el primer tren que pasó en dirección a París. No fui a la Torre Eiffel, ni al Arco del Triunfo, ni al Louvre. Telefoneé a mi madre y le dije que estaba en Rossio. Estaba en el teléfono público de una estación de París. Cambié de tren. Estaba cansado. Hasta James Joyce, tan leve, me parecía demasiado pesado. Consideré aún la posibilidad de abandonarlo en un contenedor de basura de París y regresar a casa en avión, pero yo no soy de los que desisten. Yo no soy de los que desisten. Mientras tengo un resto de fuerzas, tengo un resto de esperanzas. Yo no soy de los que desisten. Y llegué a Calais. Los barcos estaban llenos y solamente podría continuar el viaje al día siguiente. Timé a un inglés. Le robé su billete y también le habría robado la cartera y el reloj si se me hubiera antojado, pero el billete me bastaba. En Inglaterra viajé siempre en ómnibus. Pasé la mitad del tiempo mareado y la otra mitad durmiendo, con la boca abierta, tumbado sobre el pasajero de al lado, abrazado a James Joyce. En Londres decidí tomar un avión directo a Dublín. Estaba muy cansado y muy sucio. Aún olía a vaca. Tenía la nostalgia de los personajes de mi novela, y ganas de llamar a mi madre y decirle que estaba en Rossio —estando justo en Rossio.
Después del check-in, después de haber radiografiado la mochila como equipaje de mano, después de que me avisaran con un guiño que no se podía viajar con comida, pero que por esta vez pasaba, me senté en una de las sillas de primera clase. La azafata me quitó una paja del cabello y me sirvió champán. Respiré. A cientos de metros de altura, abrí un tanto el cierre de la mochila y miré a James Joyce. Confié en él, ya éramos amigos, lo puse en mi asiento y fui al baño. Me lavé la cara. Cuando volví, dos niños estaban jaloneando a James Joyce de un lado al otro. Agarré la mochila, furioso, y me contuve para no darle un coscorrón al pequeño. Su madre, sentada al lado, se despertó y dijo: Oh, Sean. Quería llegar a Dublín. El aterrizaje fue suave.
Las calles, los pubs, las personas. Crucé tres puentes hasta llegar a un parque. En el parque caminé hasta encontrar un árbol que me agradase. Era un árbol grande, tal vez un plátano. Entre las raíces cavé con las manos. Primero la hierba, luego la tierra. La noche crecía lentamente en la tarde. Pasaban personas que me miraban por un instante, pero todas desviaban la mirada. Cuando no hubo nadie, ni en los senderos del parque ni atrás de los arbustos, metí a James Joyce, dentro de la mochila, en el hueco y lo cubrí con tierra y con una capa de hierba. Miré un instante el sitio donde lo dejé y consideré que había hecho algo bueno. Me alejé en dirección al aeropuerto. Sentía una falta en el corazón. Sentía pena de dejar a James Joyce. En ese momento aún no sabía que quien deja las cosas que ama dispersas por el mundo, siempre siente la falta de algo, donde quiera que esté. Fui a Lisboa. A la noche siguiente dormí en mi cama, abrazado al manuscrito de mi primera novela.
Traducción del portugués de Renato Sandoval Bacigalupo