Preparatoria 4
Fundida en un cubículo sucio tras la ventana, mi exasperada voz emite monosílabos en dirección a ella. Y al articular palabras, sólo maldigo a ese infame cristal que me mantiene sumida en un mundo apático y sudoroso, deteniendo su rotación al inundarse de un rojo violento de semáforo. 45 segundos, un espectáculo, un claxon, un sonido y un tragafuego en un salto logra salvar el pellejo; sobre el pavimento, un par de monedas.
Cae el manto lunar y el minutero parece estar parapléjico. Ya olvidé dónde estoy, las luces me embriagan, produzco más adrenalina que de costumbre. He osado recargarme contra el vidrio, de reojo miro el caótico tránsito, pero de pronto unos estrepitosos gritos alteran aún más mi respiración. Son los de enfrente, se gritan e insultan en una acalorada discusión. Rápidamente, las miradas se concentran en ellos. Unos pasajeros se secretean; otros, ni siquiera disimulan, observan fijamente, sacudiendo la cabeza en señal de molestia. Pareciera que nunca han descargado su furia en contra de alguien.
Un silencio inusitado nos consumió. Al parecer, todo volvía a la normalidad, excepto mi mente, que se veía acorralada por ideas vagas esclareciéndose al compás de las ruedas: sociedad-suciedad; yo-nadie-todos; real-imperfecto.
Otro semáforo, el último, un respiro más, miradas huecas, mi destino rebasado por la velocidad de un insolente chofer. Tres enormes escalones y mi realidad. No existen cambios ni dentro ni afuera, ahora mismo maldigo lo que me rodea, en la lenta oscuridad recorro la amargura, envuelta en mi aparente ingenuidad.
A la expectativa.
Pocos centímetros después, un mocasín, o tal vez un desgarrado tenis, acabó con mi existencia.