El asalto / Yazmin Andrea Padilla

Preparatoria de Tonalá

Eran las 10 de la noche. En casa, Pedro platicaba con su esposa: –¿Por qué no te vas mañana temprano? –le dijo Ana, con su bebé en los brazos.  A lo que Pedro respondió–:  –No, me quiero ir de una vez, la mueblería me exige que salga hoy por la noche, mañana temprano tienen una cita y, como soy el único chofer, tengo que llegar muy temprano a Guanajuato, hacer la entrega y regresar de inmediato. Además, el camino tiene mala fama, dicen que hay muchos asaltantes y que es mejor viajar de día.  
     Ana preparaba las cosas de su marido en silencio. La maleta estuvo lista y unos minutos después llegó el amigo de Pedro, llamado Pablo, que sería  su acompañante. Salieron a la cochera para revisar la camioneta en la que viajarían.
Llegó la hora de irse,  Pedro entró  a su casa para despedirse de su familia, quienes sólo le dijeron adiós y le pidieron que se cuidara.
Se  subieron a la camioneta, él era el piloto y su amigo Pablo el copiloto. Para no dormirse, hablaban sobre la exigencia de la empresa de manejar de noche. El tiempo pasaba lento en la oscura carretera. Ya entrada la madrugada, la carretera se veía muy tenebrosa, no pasaban vehículos. Pedro, que era el chofer, miraba con frecuencia por los espejos retrovisores, le sorprendía descubrir que no se veía tránsito en muchos kilómetros  a la distancia.
     De pronto, por el retrovisor vio una brillante luz, luego distinguió un  coche que se aproximaba, y le dijo a Pablo:  –¡No manches, ya valió madre!–. Con un tono ligero, el copiloto respondió: –¡Sí, ya vi!, ¡ya nos jodimos!–. En eso, el carro los rebasó y se puso frente a ellos. Uno de los pasajeros sacó una farola color naranja para indicarles que se pararan, y los alumbraron con lámparas de mano. Eran cuatro personas armadas, dos de ellas con pistolas y las otras dos con esos llamados “cuernos de chivo”.
     Les apuntaron en la sien con las pistolas, mientras los otros dos con los cuernos de chivo les apuntaban desde enfrente de la camioneta. La persona que le apuntaba a      Pedro le dijo: –¡Policía federal! ¡Esta camioneta tiene reporte de robo! ¿Tienes los papeles? ¡Muéstramelos! –. Pablo exclamó: –¡No inventes! ¡Tú no eres policía federal! –. El supuesto policía lo agarró del cabello, luego lo jaló, lo sacó por la ventanilla de la camioneta y le gritó: –¡Cállate, porque si no, te mueres!–, mientras le apuntaba con la pistola.
     También bajaron a Pedro. Luego los metieron en el auto de manera que permanecieran agachados; todo esto sin bajar las armas. Dos  de los asaltantes se subieron a la camioneta de Pedro y se la llevaron. El carro se fue tras ellos. Los amigos viajaban con la cabeza abajo, no podían ni voltear a verlos. Pedro sintió que el carro rebasó a la camioneta y escuchó que le dieron instrucciones al chofer de la camioneta, pero no pudo escuchar con claridad. El carro dio vuelta en u y volvieron hacia atrás, entraron por una brecha y avanzaron aproximadamente un kilómetro. Por fin se detuvieron, los bajaron del auto, los llevaron atrás y los hincaron.
     Pedro, Pablo y uno de los asaltantes se quedaron allí, mientras el piloto regresaba hacia la carretera. Los amigos permanecieron quietos, el asaltante les apuntaba con una pistola, temblaba y parecía que no podía respirar muy bien, inhalaba muy fuerte. Pedro pensó que su verdugo estaba drogado –quizás cocaína, el “perico” no lo deja ni respirar–. Pablo le hacía señas a su compañero de que entre los dos golpearan al asaltante para escapar,  pero Pedro le contestaba que no, con mímica y muecas de la cara.
     De pronto, el hombre sacó una cajetilla de cigarros, tomó uno y lo encendió. Mientras fumaba, les dijo: –Fíjense bien lo que van a hacer: van a ir al pueblito que sigue y van a poner allí su demanda. Van a decir que era una camioneta RAM negra, que venían ocho sujetos vestidos de negro, con gorra y capucha. Si no lo hacen así, nos vamos a dar cuenta, porque nosotros vamos a leer su declaración, y si no dicen lo que les digo, ¡los van a matar! ¡¿Entendido?!–. Las víctimas asintieron.
     Asustado, Pedro le pidió un cigarro al victimario, con el argumento de que ellos también estaban nerviosos. El hombre les lanzó la caja de cigarros. Después le pidieron que bajara el arma: –Ya sabemos que es un asalto y que no nos conviene meternos en broncas–. El hombre les contestño: –Mi compañero va a regresar  por mí. Ustedes se quedan aquí, el cómo van a regresar es su pedo, ¡¿estamos?!–.  Después, todo quedó en silencio. La luna, que había estado reluciente, fue cubierta por una nube obscura, de la que comenzaron a caer gotas de lluvia.
     Caían las gotas en lo alto de la milpa. Al otro lado de la brecha se escuchaba el correr de un río. El sonido del motor de un auto que se acercaba rompió el silencio; también se escuchó sonar un celular, el del hombre que los estaba cuidando, su compañero y le decía que se prepara para irse. El hombre no dijo nada, se dio la media vuelta, al llegar el auto se subió  y se alejaron. Pedro y Pablo se quedaron allí, inmóviles, preguntándose qué hacer. Decidieron comenzar a caminar y se dieron cuenta de que la carretera estaba lejísimos.
     Caminaban lento, desganados, pensativos. Vieron un par de luces moviéndose hacia ellos, así que corrieron hacia el otro lado de la brecha, gritaron, hicieron señas con sus brazos, pero el vehículo nunca apareció. Siguieron caminando por la carretera, pidiendo un aventón cada vez que eran alcanzados por algún conductor frío e indiferente.      Pedro se desesperó y su amigo trató de tranquilizarlo: –¡Cálmate! ¡Te van a aplastar! ¡Nadie va a detenerse, piensan que los vamos a asaltar!–. Cansados, decidieron sentarse y esperar a que amaneciera.

 

 

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