El artista de la vida

Alonso Cueto

Lima, Perú, 1954. Uno de sus libros más recientes es Francisca. Princesa de Perú (Penguin Random House, 2023).

Ocurrió hace poco y aún no sé cómo lo puedo contar. Yo regresaba del supermercado. Había comprado cosas sanas. Una botella de yogurt, jugo de naranja, queso fresco. Incluso un paquete de galletas de agua. Las bolsas me pesaban. Me dirigía en línea recta a mi casa. Pero en el parque, cerca de mi casa, me crucé con una mujer. 

Delgada, elegante, de complexión frágil. Parecía haber sufrido mucho.

En el parque no había nadie salvo nosotros dos. 

Me abordó. 

Te he visto cerca, por aquí, varias veces. Eres de por aquí, me imagino.

Sí, le dije.

Quiero ser muy clara contigo, me informó. Eres la única persona que me puede ayudar. 

Generalmente, cuando ocurren estas cosas, salgo corriendo. Pero era una mujer hermosa y tenía un cierto aire. Me quedé.   

Necesito eliminar a mi marido, agregó. 

Muy bien. 

Las bolsas del mercado me pesaban. Le pedí que me dejara avanzar. Un viento fresco corría en ese momento por el parque.

Caminó detrás de mí. Tú eres la única persona que lo podría hacer. Nadie sabe que me conoces. Nadie sabe que te conozco yo a ti. Tienes que ayudarme. Te ofrezco lo que me pidas. Cualquier cosa. 

Por favor, le dije. 

Pareces un tipo atlético y fuerte. Además veo que comes bien. Te lo ruego. 

Tomé aire. Lo mejor era irme pero decidí confrontarla, no sé por qué. Me di media vuelta. 

Mira, no sé quién eres. No te conozco. Por lo visto estás completamente loca. Me voy a mi casa. Disculpa.  

La mujer se quedó atrás. Volteé. Estaba de pie, temblando, con un escalofrío. Me gritó unas palabras atroces. Me había detenido en ese recodo pero ahora debía seguir. En línea recta siempre.  

Llegué a mi casa. Pensé que podía tomar una cerveza, ver el partido de fútbol, fumar un cigarrillo, dormir. 

El teléfono sonó. Era mi novia. 

Hola, amor. Te paso a recoger más tarde. 

¿Ah, sí? ¿Para qué? 

¿Cómo? No me digas que te has olvidado. Es santo de mi tía Teresa. Nos esperan en su casa.

Tienes razón. Muy bien. 

Saqué la cerveza, los cigarrillos. Busqué un poco de pan. 

A las cuatro, mi novia me fue a buscar. 

¿Vamos donde tu tía?

No. No vamos, me contestó. He decidido que no vamos. 

¿Por qué? 

Porque me parece que tenemos que terminar, me susurró. La verdad es que me aburro demasiado contigo. 

¿Terminar? ¿Quieres terminar conmigo? ¿Pero no me llamaste para ir donde tu tía? 

Sí, pero después lo he pensado. Y he decidido terminar. 

Bueno, pero esto es una sorpresa. Y un trauma.

No hagamos dramas. 

Bueno, entonces… si te parece terminamos. Pero dime por qué. 

Mientras enumeraba sus razones, iba alzando los dedos, uno por uno. 

No tienes una conversación interesante, nunca quieres salir, eres más bien un tipo intrascendente. 

Eran palabras duras pero ciertas. Yo debía aceptarlas. 

Bueno. Está bien. Como digas, amor. 

Y además si te llevo al santo de mi tía vas a quedarte en una esquina, como siempre, mudo, sin hablar con nadie. 

Bueno. Si te parece.  

Ni siquiera puedes contestarme nada. Me voy. 

La vi partir: el arco exquisito de sus piernas, la extensión preciosa de los brazos, el pelo sedoso y triste. 

Me puse a llorar. 

¿Debía quedarme allí solo, tomando cerveza, fumando un cigarrillo, viendo el partido de futbol? Había otra alternativa.  

Llamé a mi hermana. 

Mi hermana Domitila siempre es mi paño de lágrimas en casos así. 

Al rato estaba en su casa. 

Vamos a tomar una cerveza, me dijo. Lo mejor en estos casos es una cerveza. 

¿Quieres que saque una del frigidaire? 

No. Vamos a la calle. A divertirnos. Ven. 

Mi hermana es alta, morena y muy risueña. Es una gran compañía. La quiero mucho. 

Salimos. Creo que empecé a manejar a toda velocidad. Estábamos en la Avenida Angamos. De frente, a divertirnos. De frente.  

Baja la velocidad, me pidió. 

¿Por qué? 

Porque nos vamos a estrellar. 

En ese instante, no sé por qué, volteé a mirarla. 

Fue un error, por decir lo menos. 

El carro de adelante frenó. Para evitar chocarlo, viré el timón. 

Me salí de la pista. Nos estrellamos contra un poste. El poste era una vara enorme, doblada, junto a nosotros. 

Domitila tenía la cabeza ensangrentada. Yo estaba ileso. Tenía que buscar ayuda. Debía salvarle la vida a mi hermana. Con el apuro me había olvidado de llevar mi teléfono celular. 

Salí a la vereda. Algunos carros nos tocaban la bocina. Les estábamos dificultando el tránsito. 

Mierda, me dije. Mierda. Mierda. Mierda. 

Un recodo.  

Era un día de sol. Fuera de los bocinazos del tráfico y de mi hermana ensangrentada en el auto, todo parecía muy tranquilo en el barrio. Pensé que debía tocar la puerta de la casa más cercana para que me prestaran un teléfono. Debía llamar a una ambulancia. Mi hermana se veía muy mal. 

Me acerqué a una casa, junto a un roble. Tenía una puerta de madera. Unas escaleras de mármol, un farol, una ventana de rejas verdes. 

Toqué. 

Alguien me miró por el ojo de la cerradura. 

Por favor, hemos tenido un accidente. Mi hermana se muere. 

De pronto la puerta se abrió. 

Qué sorpresa, me dijo un rostro familiar. 

Al poco rato me di cuenta de lo que pasaba. Quien me había abierto la puerta era Miguel, mi compañero de carpeta. Había tocado a su casa. 

Cuántos años que no te veo, por Dios, es increíble. 

Pasé. 

Es extraordinario, le dije. Préstame tu teléfono, por favor. 

Sí, claro, pero antes tómate un trago con nosotros, proclamó. Estamos justo varios de la promoción aquí. No lo van a creer. 

Pero no puedo. Es que mi hermana… 

Miguel me sonreía, me palmeaba, me sonreía. 

De pronto estaba en una sala, junto a un montón de personas que me saludaban y me abrazaban y me decían «carajo, estás igualito». 

Salí a ver la ventana. Una ambulancia había parado y estaban introduciendo a mi hermana en una camilla. 

Alguien me puso un vodka tonic en la mano. 

Me voy. No puedo estar aquí, les dije. Me voy. Lo siento. 

Primero un brindis, me dijeron. 

Al rato me fui. El carro estaba allí. Traté de entrar. Encendí el motor. Logré retroceder. 

Estaba avanzando por las calles de Miraflores, con los parachoques destrozados, sin saber a dónde ir. Debía buscar a Domitila en alguna clínica. 

De pronto un árbol se cayó delante de mí. No podía avanzar. 

Me salí del auto. 

Pensé en mi madre. Había trabajado tanto toda su vida para que yo fuera feliz. Como en el poema de Borges, pensé que yo la había traicionado. 

Lloré un poco bajo un roble, pensando en mi madre. 

Debía recuperar a mi novia, debía encontrar a mi hermana, debía huir de la vecina que me había pedido que la ayudara a matar a su marido. 

Mi vida estaba llena de tantos desafíos. El camino aún era largo.

Comparte este texto: