El archivo LÁZARO. Una lectura de cuatro relatos documentales mexicanos [segunda parte]

Julián Herbert

(Acapulco, 1971). Uno de sus títulos más recientes es Ahora imagino cosas (Literatura Random House, 2019).

El archivo y el architexto

¿Qué es un archivo? La cuestión me parece relevante en la medida en que se refiere a una entidad empleada como materia estética por los relatos que comento. Le pregunté a Luis Fernando Bañuelos cuál sería su interpretación personal de este concepto a partir de su experiencia en el seminario que toma en nyu con Zeb Tortorici, y esto es lo que respondió:

«Con todo y la polisemia que ha adquirido el término en los últimos años, el archivo sigue siendo un repositorio de información más o menos organizado e indexado. Implica no sólo la acumulación de documentos, sino también el trabajo (usualmente colectivo) de las archivistas que los acomodaron, describieron e hicieron accesibles. Pongo un ejemplo (que parafraseo de Kirsten Weld): cuando las rastreadoras de desaparecidos en Guatemala acusaron a las autoridades de la Policía Nacional de no ser transparentes, la pn señaló que tenía su archivo completo a disposición de las activistas. Por “archivo” se referían a una bodega mohosa con millones de papeles y legajos amontonados sin orden. Sólo después, cuando las activistas pasaron diez años acomodando y registrando los contenidos de esos documentos, de verdad se convirtió aquello en un archivo. El archivo siempre es producido por alguien, por un trabajo. El ejemplo del agua contaminada que menciona Verónica Gerber podría ser un buen ejemplo del agua como archivo: como contenedor múltiple de registros de eventos pasados. Ahora, la cosa es que el agua no es un archivo automáticamente: lo que la convertiría en archivo sería el trabajo y el compromiso que resultan del encuentro (hipotético, ya que el proyecto no ocurrió) entre la investigadora/artista/archivista y ese contenedor (el término que usa Diana Taylor para describir ese conjunto pre-archivístico es colección). Creo que el objeto de reflexión central en el curso de Zeb es precisamente el del encuentro con / en el archivo, y cómo se transforman la investigadora/artista/archivista, el archivo, el conocimiento y la sociedad en el proceso, qué accidentes, afectos y revoluciones se suscitan en ese espacio».

Lo que extraigo del párrafo anterior puede parecer una obviedad: desde el punto de vista de quien escribe con mente de artista, un archivo (o mejor: un «encuentro con / en el archivo») es materia estética en proceso de adquirir una forma. Pero, ¿por qué buscar esa materia y esa forma ahí y no en la métrica provenzal, la ciencia ficción o las mesas de un Sanborns? La respuesta más cómoda podría ser: porque queremos hacernos responsables. ¿Responsables de qué? De la Sociedad. De la Naturaleza. De Lo Real. A decir verdad, ése no es mi caso. En mi caso, lo que me interesa de los relatos documentales es una metonimia: me obsesiona, desde eso que he llamado antes identidad cognitiva, la posibilidad de contar de manera coral una historia no-del-todo-ficticia. Me interesa la no ficción porque me interesa la ficción: quiero decir, la zona de grisura donde esas dos versiones de un pacto cognitivo con la realidad se tocan, y la forma en que entidades de ficción-y-no-ficción como el Estado o la Compañía o el Ejército comercian con mi necesidad y deseo de pertenencia.

Me parece que el tema es relevante, también, para Cristina Rivera Garza:

«Sé que, en términos estrictos, Autobiografía del algodón es un trabajo de crossgenre —utiliza elementos que asociamos a un género dado para interrogar otro y construir, en el proceso, una estructura que responda a los propios materiales—. Pero me gusta pelear, y le digo novela porque la ficción es, de entre todas las herramientas en uso, la verdadera anfitriona. Y porque luego de descreer mucho y muy públicamente de las bondades usualmente ligadas a la ficción, me encuentro con este trabajo regresando a algo que no es necesariamente la ficción de las buenas conciencias, pero que se relaciona con ella de manera crítica y, si se puede, algo subversiva. La porosidad del archivo, el enigma que creció a medida que los viajes y las entrevistas aumentaron, no me dejaron otra alternativa, además».

Lo coral pone en entredicho la noción de propiedad, y esto lo sabía de un modo tal vez inconsciente William Faulkner cuando escribió Mientras agonizo. Lo coral forma parte del rack retórico de la tragedia al menos desde los griegos, y desde entonces viene asumiendo en los relatos las presencias más diversas. En alguna ficción mexicana contemporánea, por ejemplo, lo coral aparece como mimesis del sufrimiento anónimo: los textos supuestamente escritos en un ficticio taller literario de penitenciaría que aparecen coleccionados en Salvar el fuego, de Guillermo Arriaga. Los testimonios reales de migrantes mezclados con pasajes de la Divina comedia y yuxtapuestos como una suerte de coro griego en Las tierras arrasadas, de Emiliano Monge.

Me parece que la no ficción coral va todavía más lejos: problematiza el punto de vista a través de lo no verbal, lo contradictorio y lo extraño. Hace más evidente la presencia en la obra de la retórica, el plagio, la apropiación (o desapropiación o compostaje), los procesos de transformación, la imitación, la influencia: todo eso que Gerard Genette llamó transtextualidad y, en algunos casos, architexto.[1]

Cuando escribí que La casa del dolor ajeno era un western, no se trataba de una mera declaración sociológica: lo hice porque iba a utilizar la memoria cinemática del género en el libro. Así, toda la información que me permite narrar la toma de la comandancia de policía de Gómez Palacio por parte de una pandilla liderada por Jesús Agustín Castro la madrugada del 21 de noviembre de 1910 proviene de dos historiadores: Eduardo Guerra e Ilhuicamina Rico. Sin embargo, antes de escribir el pasaje me puse a ver escenas de viejas películas de vaqueros como The Wild Bunch o The Magnificent Seven, para empaparme del tono.

En el pórtico de El incendio de la mina El Bordo, Yuri Herrera hace referencia a algunas de las fuentes que se conservan del evento: sendas crónicas escritas por Félix Castillo y José Luis Islas, y una novela de Rodolfo Benavides. Cuando le pregunté cómo había utilizado estos materiales, Herrera respondió:

«Las dos crónicas que menciono, ambas muy breves, alrededor de cuatro páginas cada una, coinciden básicamente en la versión inicial que yo tenía, por la que comencé mi trabajo. Ambas son más un intento de no dejar morir la historia que una investigación. Sí incluí en mi libro algunos detalles de esas crónicas, y fueron mi guía inicial; pero no son fuentes producidas en la época de los hechos, son posteriores. Con respecto a Benavides, su novela está bien narrada, con buenas intenciones. Probablemente consultó las mismas fuentes que yo consulté. Me sirvió sobre todo para tomar la decisión de una cosa que no haría: pretender que sé qué estaban pensando todas esas personas cuyas voces fueron ignoradas o tergiversadas. Benavides “se mete” en la cabeza de las víctimas e imagina su subjetividad, lamentablemente a menudo con una gran condescendencia».

Cristina Rivera Garza dice, a propósito de su diálogo con José Revueltas:

«Al inicio, cuando empezó mi relectura, pensé que Revueltas había proyectado, equivocadamente, además, su contexto mesoamericano en la aridez del norte de México: El luto humano está lleno de indígenas. Luego me di cuenta de que, lejos de equivocarse, Revueltas había sabido ver muy bien las características de esos hombres y mujeres migrantes, desposeídos, que llegaron a Estación Camarón con la esperanza de obtener un pedazo de tierra. El acta de nacimiento de mi abuelo, en la que se le designa como un indígena de San Luis Potosí, adquirió otro sentido así, y con él, toda mi relación con el así llamado mestizaje mexicano».

Le pregunté a Verónica Gerber si había encontrado alguna relación inherente entre Amparo Dávila y Manuel Felguérez, además del hecho de que ambos sean originarios de Zacatecas. Contestó:

«No sé si hay otra. Supongo que esa juntura o coincidencia es el sesgo del que debo hacerme responsable como “autora” de La Compañía».

Añadió:

«Un poco como Felguérez, he trabajado siempre a medio camino entre lo tecnológico y lo manual. Pero creo que hay una diferencia muy importante entre la idea de tecnología como herramienta de trabajo, por un lado, y como maquinaria de producción en cadena de obras de arte contemporáneo, por el otro. Creo que ni Felguérez ni yo incursionamos en lo segundo».

Recepción crítica y fabulación crítica; la teoría de los géneros

Dije al principio que me interesaba hablar de cuatro conceptos recurrentes: territorio, identidad, propiedad y género. Hasta aquí, he abordado tres de ellos. Quiero esbozar a manera de cierre un par de ideas sobre el problema de los géneros y el problema de la recepción. Para no divagar ni escurrir el bulto, me concentro en una lectura de uno de mis libros.

En su artículo académico «La recepción crítica de la narrativa de Herbert»,[2] Miguel Ángel Hernández Acosta hace un rastreo más o menos detallado de las reseñas de algunos de mis libros, y se enfoca en lo que considera una confusión
—por parte de los reseñistas— entre autor, narrador y personaje. De pronto, a mitad del ensayo, abandona momentáneamente el objeto de su estudio para enfocarse en el aspecto documental de La casa del dolor ajeno:

es de señalarse que Herbert recurre a una investigación copiosa pero de calidad variable. Por ejemplo, al revelar sus fuentes al final del libro señala reiteradamente información obtenida de Wikipedia (en alemán, inglés y español), de novelas y personajes ficticios, «varios mapas, un globo terráqueo, y artículos diversos publicados en National Geographic». […] también cita notas periodísticas aparecidas en 1900 y 1922, es decir, 11 años antes y 11 años después de la masacre. A eso se suma que en ocasiones desacredita las fuentes orales, pero en otras da valor a declaraciones de este tipo que suman a su causa. […]

Además, cruza historias y llega a conclusiones sin que estén justificadas por los datos: «Dudo que se trate de una coincidencia», dice el narrador al establecer una relación de corrupción entre un empresario y un político. […] no logra ser «un reportaje ubicuo» como quiere Herbert, sino que utiliza hechos reales para crear un texto completamente ficcional.[3]

No intento objetar la valoración que el señor Hernández haya hecho de mi escritura. Lo que me interesa señalar aquí son algunos aspectos técnicos de su crítica: la dependencia de una serie de prejuicios tradicionales acerca del archivo y los lindes entre ficción y no ficción; la tergiversación, falta de precisión u omisión de datos relevantes (incluso en un nivel meramente estadístico) según su propio enfoque; y la insuficiencia operativa de su teoría de los géneros.

Primero: se afirma que la investigación es «copiosa pero de calidad variable». Sin embargo, el adjetivo «calidad» no está referido al proceso de indagación, sino al origen de los documentos: a la aprobación institucional de las fuentes. En mi experiencia, un mapa (o mejor: una caminata) puede aportar información complementaria y valiosa a los títulos de propiedad resguardados en un archivo municipal; especialmente cuando se procede con un método de doble verificación. Como bien señala Luis Fernando Bañuelos, lo que genera la existencia del archivo (lo que le transfiere «calidad», planteo yo, para usar los términos de Hernández) es el trabajo de quien investiga, no la aprobación institucional de lo colectado.

Segundo: Hernández señala que recurro a información tomada de fuentes ficticias, pero no aclara que, por poner un caso, la voz de una de esas ficciones es la de Espiridión Sifuentes, protagonista de la novela Tropa vieja, quien peleó en la misma batalla, en el mismo flanco, durante los mismos días y a la misma hora (aunque no en el mismo bando) que el autor del libro, el suficientemente histórico general Francisco L. Urquizo. Afirma que desacredito una fuente oral y acredito otra si suma para «mi causa» (sinceramente, no sé cuál causa sea ésta: yo lo que sostengo es más bien una tesis). La afirmación es inexacta: desacredito la indagación documental del autor Terán Lira, y acredito en cambio su compilación de fuentes orales. Es un mismo autor y son dos métodos de indagación distintos.

Y tercero: Hernández considera que, en un texto de no ficción, no existe cabida para la elucubración, pues desestima el uso de la palabra «duda» en un contexto en el que no existen datos suficientes para hacer una afirmación, pero sí una especulación. Esto ya excede, creo, no sólo las posibilidades académicas, sino directamente humanas, para integrar una investigación (un poco más adelante, al abordar el concepto «fabulación crítica», volveré sobre este punto).

Todo esto hace decidir a Hernández Acosta que La casa del dolor ajeno es «un texto completamente ficcional», sin importar que el volumen incluya treinta y tres páginas de referencias: más de doscientas notas (alrededor de veinte de ellas corresponden a textos de ficción), sesenta fuentes bibliográficas, cuarenta y tres fuentes hemerográficas, cinco tesis académicas, treinta y cinco fuentes electrónicas (de las cuales sólo tres provienen de Wikipedia), y la consulta directa de cinco archivos institucionales. No estoy seguro de que «completamente ficcional» sea, desde un punto de vista académico, la descripción más generosa que le corresponda a este relato. Tampoco la más precisa.

En otro momento de su artículo, Hernández Acosta establece: «Que el título del libro lo refiera como una crónica no es suficiente para atribuirlo a un discurso de no ficción».[4] Estoy de acuerdo con él: Gabriel García Márquez utilizó esa palabra para titular la mejor de sus novelas. Si afirmo que La casa del dolor ajeno es una crónica es porque, como a Cristina Rivera Garza, me gusta pelear. Y también porque —de nuevo, como sucede en el caso de Cristina respecto de la noción novela en relación con Autobiografía del algodón— los recursos de la crónica son los que predominan en mi discurso, aunque uso también, aclarándolo y sin ningún pudor, otras técnicas: la novela total, la novela de detectives, el western, el perfil biográfico, el testimonio, el pastiche y la glosa. Es la prerrogativa que tiene la literatura frente a la academia: circula por carreteras vecinales, con menos tráfico y policías y señalética.

Hago una última cita del texto de Hernández: «las reseñas de este libro hacen una lectura equivocada a partir de lo que creen que es un texto de no ficción».[5] Aquí hay otro punto que me interesa recalcar: el académico considera que existe una manera correcta de leer los libros, y que el resto de las conjeturas posibles son «lecturas equivocadas». En esto radica, a mi juicio, el problema central de la discusión: la labilidad entre los géneros literarios y los sistemas simbólicos con los que establecemos qué es la realidad y qué es la ficción. No se trata de categorías dadas por la naturaleza: hace un milenio, se consideraba que los dragones eran una realidad verificable. Hoy se escriben libros de ciencia cognitiva acerca del carácter ficticio del dinero. Sin la integración de esa labilidad a la teoría de los géneros literarios, será muy difícil producir crítica literaria que dialogue con su objeto de estudio desde un marco de referencias competente. Y eso no significa que —como sugiere Josefina Ludmer al hablar de literaturas postautónomas—[6] se haya vuelto imposible hacer una valoración estética de los objetos literarios: hace un milenio, la novela y el ensayo no existían, pero las metáforas y las metonimias y los hipérbatos sí. Hay aspectos de la retórica que dependen de procesos culturales y aspectos de la retórica que dependen de los mecanismos neurobiológicos que generan lenguaje, todo un sistema de referencias enmarcado por lo que Peter Stockwell y otros investigadores han denominado poética cognitiva, y que tiene por objeto de estudio las relaciones entre el funcionamiento fisiológico del cerebro humano y la retórica tradicional.[7] Lo que está en entredicho no es la estética en su sentido formativo y material, sino la historiografía literaria. Son dos cosas distintas. Y esto, que es relativamente fácil de entender para quien practica la escritura literaria, parece ser un hueso muy duro de roer desde el punto de vista de algunos profesores de literatura.


«Venus en dos actos» es un paper publicado originalmente en inglés por la escritora y académica Saidiya Hartman en 2008. Llegué a él, lo mismo que a otros materiales e intuiciones que abordo en este ensayo, merced a la generosa asesoría de Luis Fernando Bañuelos. La elusiva materia del artículo en cuestión se divide, como lo indica el título, en dos territorios. Por una parte, da cuenta de la reiteración de la violencia libidinal y el lenguaje soez y cosificador que rodea, silenciándolas, infinidad de no-historias documentales donde aparecen catalogadas o entredichas al paso mujeres de raza negra que, víctimas de esclavitud, fueron incorporadas en tanto que materia existente a los archivos, pero despojadas de experiencia y de conciencia, de voz y hasta de nombre.

¿Cómo escribir —se pregunta Hartman— la crónica de una muerte anunciada y anticipada, en forma de una biografía colectiva de sujetos muertos, como una contra-historia de lo humano, como una práctica de libertad? […] ¿Cómo puede la narrativa encarnar a la vida en palabras y al mismo tiempo respetar lo que no podemos saber?[8]

En un segundo movimiento, Hartman esboza la (im)posibilidad imaginaria de la vida y amistad de dos niñas de raza negra que viajaban en un barco esclavista en 1792, y de cuyo asesinato fue acusado (y posteriormente exonerado) John Kimber, capitán del Recovery. Sólo el nombre de una de las niñas fue registrado, de un modo lateral y ambiguo, en el juicio: Venus. Hartman confiesa que, la primera vez que visitó el documento, para trabajarlo en su libro Lose Your Mother,[9]dejó la figura de Venus a un lado porque lo que quería decir al respecto carecía de sustento documental («tenía miedo de lo que podía inventar»):

Quería escribir un romance que excediera las ficciones de la historia —los rumores, escándalos, mentiras, evidencias inventadas, confesiones fabricadas, hechos volátiles, metáforas imposibles, eventos fortuitos y fantasías que constituyen el archivo y determinan lo que se puede decir sobre el pasado.[10]

Más adelante, en un tono que podría considerarse quizá «más realista» (al menos desde el enfoque de nuestras buenas costumbres intelectuales), Saidiya Hartman se pregunta: «¿Es posible exceder o negociar los límites constitutivos del archivo?» Su respuesta, que privilegia la presencia del subjuntivo, «(un espacio gramatical que expresa dudas, deseos y posibilidades)», es ambigua pero firme:

Aquí la intención no es tan milagrosa como recuperar las vidas de los esclavizados o compensar a los muertos, sino más bien trabajar para pintar la imagen más completa posible de los cautivos. Este doble gesto puede ser descrito como la tensión de los límites del archivo para escribir una historia cultural del cautivo, y, al mismo tiempo mostrar la imposibilidad de representar las vidas de los cautivos, precisamente a través del proceso de narración. El método que guía esta práctica puede designarse como fabulación crítica.[11]

La primera vez que leí este pasaje me quedé perplejo. Pensé (y lo platiqué con Luis Fernando): eso que Hartman llama «fabulación crítica» me resulta familiar; se parece mucho a lo que antes llamábamos literatura. Hartman continúa, en un tono que me recuerda las respuestas que Yuri Herrera dio a mis preguntas sobre la construcción del punto de vista en El incendio de la mina El Bordo:

La intención de esta práctica no es dar voz a las personas esclavizadas, sino imaginar lo que no puede ser verificado, el ámbito de la experiencia situada entre dos zonas de muerte —muerte social y corpórea— y lidiar con las vidas precarias que se hacen visibles en el momento de su desaparición. Es una escritura imposible que trata de pronunciar lo que se resiste a ser dicho (en tanto las niñas muertas no pueden hablar). Es una historia de un pasado irrecuperable; es una narrativa de lo que podría haber sido o pudo haber sido; es una historia escrita con y contra el archivo.[12]

En otra parte del texto, encontré una frase que habría podido firmar yo mismo para referirme a La casa del dolor ajeno: «Mi esfuerzo por reconstruir el pasado es, también, un esfuerzo por describir oblicuamente las formas de la violencia autorizada en el presente».[13]

Casi al final de su trabajo, Saidiya Hartman agrega:

Michel de Certeau escribe que hay por lo menos dos formas en que la operación historiográfica puede crear un lugar para los vivos: una es atendiendo y reclutando el pasado por el bien de los vivos, estableciendo quiénes somos en relación a quiénes hemos sido; y la segunda implica interrogar la producción de nuestro conocimiento sobre el pasado.[14]

Ambas formas me parecen presentes en los cuatro relatos documentales que me ocupan aquí, y encuentro una conexión particular entre la segunda de ellas y los procedimientos (no historiográficos sino estéticos) de Verónica Gerber Bicecci.

Me desanima un poco la posibilidad de que, mientras algunos departamentos de estudios culturales de las universidades vuelven la cara hacia procedimientos imbuidos de creatividad y conciencia literaria para ensanchar los márgenes de su concepción de la historia, otros sectores de la crítica literaria y la academia parecen empecinados en sostener prejuicios tan básicos como la pureza de los géneros, los límites estrictos entre ficción y no ficción o la uniformidad de los valores de lectura. Por otra parte, me entusiasma la certeza de que existen también interlocutores —escritores, lectores, profesores, críticos— interesados en problematizar la recepción de relatos como los que me han ocupado hasta aquí.

Cuando le envié la versión-casi-final de este ensayo a Luis Fernando Bañuelos para conocer su opinión, me respondió:

«Tal vez valga la pena considerar un texto de Cristina Rivera Garza que dialoga con Hartman, particularmente con las citas que seleccionaste: “Agujeros luminosos”, el prólogo a la edición del quince aniversario de Nadie me verá llorar.[15] Ahí, Cristina narra el encuentro archivístico y el deseo de los que surge su novela (el “encuentro con el archivo” podría ser la contraparte a tu “fotograma inicial”; incluso “encuentro queer con el archivo”, donde queer alude a la extrañeza, el deseo, la in-disciplina). Plantea la idea de leer el documento archivístico desde el “reino del como si”, que leo como paralela a la de “fabulación crítica” de Hartman; creo que afinca un poco tu idea inicial de que la “fabulación crítica” podría ser lo que alguna vez se llamó “literatura”. Después, especula sobre su relación personal con el caso al que se enfrenta; creo leer ahí lo que llamas una “ansiedad de las legitimidades” (la expresión, por cierto, me parece un gran hallazgo). Pongo aquí una cita que me fascina, y que dramatiza los diálogos y encuentros de que hablo:

Había veintidós o veintitrés páginas manuscritas. Había preguntas y respuestas, escritas a mano y a máquina, en largas hojas desteñidas. Había sellos que todavía despedían un cierto color púrpura. Había resultados de laboratorio tapizados de números. Había un certificado de defunción. Alrededor del expediente de la mujer: muchos libros, otros documentos, más fotografías. Y mi deseo: su vida. Lo que yo quería era su vida. Quería que las palabras hicieran lo único que no pueden hacer y lo único que vale la pena pedirles: que la hicieran caminar otra vez por estas calles. Quería el marasmo de sus días, todas sus minucias. Quería el código secreto que se había inventado para entenderse a sí misma.

Me parece un final preciso para este reportaje: mi discurso intervenido por el discurso de Luis Fernando intervenido por el discurso de Cristina intervenido por el discurso de un documento intervenido por la ansiedad de vislumbrar a una persona de carne y hueso.


[1] Para el desarrollo detallado de estos conceptos (que aquí intento esbozar a través del contexto), sugiero al lector la revisión del capítulo 1 de Palimpsestos, de Gerard Genette (Taurus, España, 1989).

[2] Ángel Hernández Acosta, «La recepción crítica de la narrativa de Herbert», en La memoria cercena lo que une: lecturas críticas a la obra de Julián Herbert, de Armando Octavio Velázquez Soto (coordinador), FFL-UNAM, México, 2019, pp. 41-60.

[3] Ibid., p. 50.

[4] Ibid., pp. 50-51.

[5] Ibid., p. 52.

[6] Josefina Ludmer, «Literaturas postautónomas 2.01», Propuesta Educativa, número 32, año 18, noviembre de  2009,  vol. 2, pp. 1-45: https://www.redalyc.org/pdf/4030/403041704005.pdf

[7] Aunque la poética cognitiva no es el tema de este ensayo/reportaje, he usado algunas de sus ideas y enfoques a lo largo de él. El lector puede encontrar un estupendo resumen de ese tipo de aproximación al estudio de la literatura en Cognitive Poetics, An Introduction, de Peter Stockwell (Routledge, Reino Unido, 2002).

[8] Idem.

[9] Desconozco la obra. Dejo sin embargo la información bibliográfica que consulté en internet a disposición del lector: Saidiya Hartman, Lose Your Mother, Farrar, Straus and Giroux, Estados Unidos, 2008.

[10] Saidiya Hartman, «Venus en dos actos», Hemisferic Institute (publicación electrónica): https://hemisphericinstitute.org/en/emisferica-91/9-1-essays/venus-en-dos-actos.html (Consulta: noviembre de 2020. La referencia al texto original en inglés es: Saidiya Hartman, «Venus in Two Acts», en Small Axe, vol. 12, núm. 2, 2008, pp. 1-14).

[11] Idem.

[12] Idem.

[13] Idem.

[14] Idem.

[15] Cristina Rivera Garza, Nadie me verá llorar. xv aniversario de su publicación. Tusquets, México, 2014.

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