Barcelona, Cataluña, 1943. Su libro más reciente es Tres enigmas para la organización (Seix Barral, 2024).
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Hará cosa de unos veinte años, en el curso de las investigaciones que entonces estaba llevando a cabo en relación con la historia reciente de Barcelona, cayó en mis manos, en una forma que no viene al caso, un curioso manuscrito, de cuya autenticidad no me cupo ni me cabe la menor duda, pero a cuyo contenido estimé prudente no dar publicidad en aquellas fechas ya lejanas. El manuscrito consistía en las notas tomadas por un funcionario del Ayuntamiento de Barcelona durante las memorables jornadas inaugurales de la Exposición Universal de 1929. Naturalmente, yo no podía imaginar que andando el tiempo, Barcelona se convertiría en sede de los Juegos Olímpicos de 1992 y que, a raíz de ello, se repetirían circunstancias muy similares a las reflejadas en dichas notas. El manuscrito, a mi juicio, carecía de interés histórico y, por supuesto, de cualquier interés literario, ya que se trataba, como he dicho, de unas notas tomadas apresuradamente por una persona poco instruida, cuyo estilo, aunque sintético, adolecía a menudo de vaguedad y torpeza.
Ahora, sin embargo, todo aconseja la publicación del referido manuscrito, si más no, por su innegable valor testimonial. He optado por publicarlo en su integridad, a pesar del carácter local de algunos hechos y de que muchos de los acontecimientos y personajes citados en él pueden resultar hoy desconocidos al lector no especializado. Por otra parte, no hace falta serlo para advertir que muchas de las apreciaciones contenidas en las notas o expresadas por quienes aparecen en ellas han sido posteriormente desmentidas por el devenir de la Historia. He preferido, con todo, no añadir notas explicativas que no harían sino recargar un relato ya de por sí complejo. Me he limitado, pues, a corregir las faltas de ortografía y sintaxis que afeaban el texto y a cambiar el nombre de aquellas personas que aparecen en el manuscrito y aún viven y a las cuales determinadas revelaciones podrían ofender o desprestigiar.
Sólo me resta añadir que las opiniones vertidas en el texto que ahora publico pertenecen al autor del mismo, cuyo nombre no estoy autorizado a revelar, y que no coinciden necesariamente con las mías.
Primer día
Esta mañana, a eso de las diez, cuando me encontraba en mi despacho, entró un ordenanza a decirme que el ilustrísimo señor marqués de P** deseaba verme en el suyo. Acudí y el señor marqués me dijo:
—Joven, ¿cuánto tiempo lleva usted en el Ayuntamiento?
Yo le respondí que llevaba 15 años en total, cinco en calidad de interino y diez de plantilla.
—Es raro que nunca nos hayamos visto —comentó el marqués—. ¿Qué cargo desempeña usted en la casa?
Yo le respondí que era su secretario particular desde hacía cuatro años.
—Esto demuestra —observó él—, hasta qué punto he estado ocupado a todas horas.
Yo hice un gesto afirmativo con el espinazo. La verdad es que Su Ilustrísima no había pisado aquel despacho ni ningún otro desde el día en que fue nombrado (a dedo) director especial de Asuntos Protocolarios, con el encargo específico de atender a los visitantes ilustres invitados a los actos inaugurales de la Exposición Universal. Por supuesto, el ayuntamiento cuenta con su propio jefe de Protocolo, pero las funciones de este se reducen a limar asperezas entre el ayuntamiento y la diputación, el gobierno civil, el gobierno militar, la diócesis, la audiencia territorial, las delegaciones de los ministerios y otras instituciones, así como las que a diario surgen entre los diversos departamentos, unidades y negociados del propio Ayuntamiento y aún dentro de cada departamento, incluido el Departamento de Protocolo. Por este motivo, hace cuatro años, el consorcio encargado de preparar los festejos de la Exposición, previendo un aluvión de visitantes ilustres, decidió crear una comisión mixta encargada únicamente de este aspecto de la vida protocolaria de nuestra ciudad. Esta comisión nombró una subcomisión, la cual designó un comité y este, a su vez, delegó todas sus facultades en el ilustrísimo señor marqués de P**, a quien nadie volvió a ver el pelo desde el momento en que tomó posesión del cargo.
Su Ilustrísima encendió un puro y dijo:
—Le he convocado a usted a mi presencia para encomendarle una misión delicada e importante. Conociendo como conozco su hoja de servicios, no dudo de que la llevará a cabo con eficacia y distinción.
Esperó un rato a que yo me deshiciera en mieles y, una vez cumplimentado el trámite, continuó diciendo:
—El día de hoy varios visitantes ilustres tienen anunciada su llegada a Barcelona. En estos momentos el excelentísimo señor gobernador se encuentra en el puerto para recibir a sus majestades el rey y la reina de Inglaterra; el excelentísimo señor alcalde ha acudido a la Estación de Francia a esperar el tren especial en el que viaja el canciller de la República Alemana acompañado de un tal Hitler, y el excelentísimo señor teniente de Alcalde está despidiendo al vicepresidente de Estados Unidos de América, que hoy termina la visita preparatoria de la que efectuará en su día el presidente de esa gran nación.
Dio una larga calada al puro y agregó en un tono menos solemne:
—A las once y cuarto tiene prevista su llegada al campo de aviación del Prat su alteza el archiduque Florinal de Grutilandia y su esposa, la archiduquesa. Acuda usted y hágales los honores. Si tiene que hacerme alguna pregunta, hágamela ahora, porque debo ausentarme de inmediato y no estaré localizable en todo el día.
Lo que yo habría querido preguntarle era por qué no iba él a recibir al archiduque y a la archiduquesa en vez de hacerme perder una jornada entera de trabajo que pensaba dedicar a asuntos inaplazables, porque, dado lo exiguo de mi sueldo, acostumbro a traerme al despacho algunos encarguillos externos con cuyo producto consigo llegar a fin de mes a trancas y barrancas; y precisamente hoy había madrugado y me encontraba en mi despacho a aquella hora inusual porque me había comprometido a tener lista para la tarde una Harley Davidson, cuyos cilindros acababa de colocar sobre mi mesa cuando al majadero del marqués se le ocurrió importunarme. Pero, naturalmente, esta pregunta no se la podía hacer, ni la respuesta, en su caso, me habría servido de nada, toda vez que era de sobra conocida en la Casa, a saber, que si bien durante los cuatro años que el señor marqués llevaba en el cargo no había aparecido por el ayuntamiento más que el tiempo necesario para retirar sus cuantiosos emolumentos, ni un solo día había dejado de organizar y presidir una comida o una cena o ambas cosas, siempre a expensas del erario público, de resultas de lo cual había acabado convirtiéndose en un repulsivo cetáceo cuyos continuos resoplidos hacían ondear las banderas de la Casa Grande. Por lo cual me limité a hacer una venia zalamera y él, dando por concluida su misión, me despidió diciendo:
—No llegue tarde, no olvide los honores militares, el discurso y el fotógrafo, y presente un informe por quintuplicado en el plazo y forma habituales.
2
El encargo que el ilustrísimo señor marqués de P** acababa de confiarme no ofrecía mayores dificultades, porque los visitantes ilustres a los que había que acompañar durante las jornadas inaugurales de la Exposición Universal pertenecían a la realeza o eran jefes de Estado y, en general, personas de la más alta alcurnia, acostumbradas, por consiguiente, a hacer el panoli dócilmente a cambio de su sustento. Pero esto no implicaba que la misión estuviera exenta de responsabilidad. La menor distracción podía ser causa de malentendidos y dar lugar a situaciones embarazosas. Así, una semana antes y sin que se supiera cómo, a un colega del departamento se le había extraviado el príncipe heredero de Birmania en compañía de sus nueve concubinas. Por fortuna, la cosa no pasó del susto. El príncipe anduvo perdido cuatro días y al quinto reapareció sano y salvo, risueño como siempre y acompañado de once concubinas en lugar de nueve. Sin embargo, no todos los que se metieron en líos salieron tan bien parados. En circunstancias similares a las del caso anterior, el primer ministro de un país centroeuropeo anduvo ocho horas buscando en vano su hotel, hasta que, hambriento y derrengado, decidió pedir ayuda a unos transeúntes. Como no entendía nada de lo que le decían y se empeñaba en repetir una y otra vez su nombre, los transeúntes creyeron que era sordomudo y lo llevaron al asilo de los benedictinos, los cuales le dieron de comer, le proporcionaron un hábito de lego, le colgaron una campanilla al cuello y lo pusieron a trabajar en el huerto. Transcurrido cierto tiempo, vino una delegación de su país a buscarlo, pero no pudo dar con él, porque para entonces ya llevaba una larga barba y era conocido en todas partes por el apodo cariñoso de fray Ling-Ling. Fue canonizado por Pío XII en 1944.
Dispuesto, pues, a evitar este tipo de contratiempos y como el tiempo apremiaba, opté por postergar la lectura de los periódicos y la resolución de sus respectivos crucigramas y acertijos hasta un momento más propicio y me dirigí directamente al negociado de archivos, sección de discursos. Allí, como de costumbre, estaba el pobre Quimet, un mozalbete pueblerino, tonto y, para colmo, mutilado de ambos brazos, a quien siempre dejaban de guardia sus compañeros cuando salían a tomar café, es decir, entre las diez y la una y media. El pobre Quimet estaba tratando de encender un cigarrillo con los dedos de los pies, pero era poco diestro y sólo había conseguido pegar fuego a una cortina cuando yo entré. Me preguntó en qué podía servirme y le dije que necesitaba copia del modelo 426, a lo que replicó él que no me lo podía entregar si no le presentaba la autorización 711 firmada por el jefe de mi sección y contrafirmada por el de la suya. Como este trámite podía durar de seis a nueve meses y yo necesitaba el modelo 426 sin tardanza, le dije:
—Mira, Quimet, hagamos las cosas bien: indícame dónde está el documento y luego vete a hacer tus necesidades, que del resto ya me ocuparé yo.
Aunque, como queda dicho, Quimet es tonto de capirote, llevaba treinta años en el funcionariado y conocía los procedimientos especiales, por lo que un minuto más tarde salía yo al pasillo con el modelo 426 en el bolsillo interior de la americana y, de paso, con una pluma estilográfica que alguien había dejado en su pupitre por distracción.
El modelo 426 es un discurso de bienvenida a Barcelona que pronunció el entonces alcalde de la ciudad cuando entraron en ella las tropas francesas de Pepe Botella y, unos años más tarde, el mismo alcalde para hacer lo propio con Fernando VII el Deseado. Posteriormente fue utilizado para acoger a las distintas facciones de las guerras carlistas que nos honraron con su presencia, para proclamar desde el balcón consistorial el advenimiento de la República Federal y el golpe de Estado que le puso fin, la Restauración borbónica y la dictadura de Primo de Rivera, a quien Dios guarde muchos años. Según parece, este discurso es copia de otro, cuyo original se guarda en el Archivo de la Corona de Aragón, escrito en aljamiado y con el cual fue recibido Almanzor en el año 985, cuando saqueó Barcelona.
Daban las diez y media cuando me personé en el Negociado de Circulación y Transportes para solicitar un vehículo del parque móvil con su correspondiente chófer. Me atendió Lolita Puig, persona mal vista en la Casa, porque es una funcionaria competente, algo esquiva de trato y tan atractiva de aspecto que dan ganas de darle con un pisapapeles en toda la cara para ver si se vuelve normal y deja de ponernos nerviosos. Sin darle tiempo a poner pegas a mi solicitud, le dije que todas las mujeres que trabajan lo hacen para ver si un jefazo las pone un piso y las retira y que ya estaba yo a punto de instruirle un expediente disciplinario por lo que hacía en sus horas libres. Lolita se puso a llorar al oír mis varoniles y ecuánimes palabras y me dijo que me llevara el automóvil que me diera la gana y que ojalá me estrellara contra una farola de la Plaza San Jaime. La verdad es que no sé nada de ella, ni de lo que hace o deja de hacer en sus horas libres, y, por supuesto, no he presentado ningún expediente ni escrito similar al respecto. Sí he escrito, en cambio, unos versos muy sentidos a su forma de andar y otros a sus cabellos y otros al color de sus ojos, pero preferiría que me arrancaran todos los dientes de una coz a que ella tuviera conocimiento de estas debilidades. Tampoco sé si tiene novio o si tontea con algún funcionario de la Casa. A veces he considerado la posibilidad de invitarla a merendar en compañía de su madre o de alguna de sus hermanas, si las tiene, y una noche, el verano pasado, soñé que nos habíamos casado y que, por mor del reglamento, hacíamos vida marital. Pero este desarreglo no se ha vuelto a repetir desde entonces.
A las once menos cuarto bajé al garaje y me hice con el único automóvil que a aquellas horas no estaba ocupado en comisiones más o menos oficiales. Era una cafetera que andaba como quería: no le funcionaban los faros ni la marcha atrás y al apretar la pera de la bocina despedía unas llamaradas por el tubo de escape que ya habían carbonizado a más de un ciclista. Como nadie lo usaba, el chófer se pasaba el día metido en un bar de la calle Regomir y hubo que mandar un ordenanza por él. Llegó tambaleándose y apestando a carajillo.
Salimos del garaje al tercer intento y nos dirigimos Ramblas abajo hasta la Puerta de la Paz. Allí me apeé y me encaré con un fotógrafo callejero que tenía instalado su negocio al pie del monumento a Colón.
—Coja la máquina —le dije— y véngase conmigo en comisión de servicio al campo de aviación, que tenemos que echarle unos retratos al archiduque y la archiduquesa de no sé qué. Se le pagará por placa o por tiempo, según lo que cueste menos. Y no me replique, porque soy del ayuntamiento y si me sale de las narices ahora mismo le retiro la licencia y el permiso para ejercer en la vía pública.
Accedió gustoso a mis ruegos el buen hombre, pero arguyó que no podía dejar en mitad del arroyo el caballito de cartón, porque al regreso ya no lo encontraría. Como el caballito era un trasto enorme y no cabía en el portamaletas, hubimos de atarlo a la capota del automóvil con la cuerda que requisé en una esterería. Ya eran las once pasadas y aún tenía que resolver el problema de la escolta que rindiera honores militares al mamarracho del archiduque. En el ejército no había ni que pensar, de modo que llamé a un guardia urbano que dirigía el tráfico en el Paralelo, me identifiqué y le ordené que abandonara su puesto y viniera conmigo a recibir a una autoridad.
—¿Y qué tendré que hacer? —preguntó.
—Nada. Ponerse firmes y presentar armas.
—Pero yo no tengo armas —objetó.
—Pues presente usted la porra —le contesté.