El último suspiro de Támesis / Miriam Raquel Valdez Pedroza

Preparatoria de Jalisco, 2014 B

Támesis había soñado con aquel momento durante toda su vida, por lo que, cuando el joven Richard fue a sentarse a su lado, no pudo evitar pellizcarse disimuladamente la mano para asegurarse de que no se había quedado dormida. Sonrojada y adolorida, lanzó su sonrisa más encantadora al hombre que con tan sólo encontrarse en la misma habitación que ella, lograba que su corazón se acelerara de tal manera que le sorprendía no haber caído muerta a causa de un infarto fulminante.
     —Buenos días, señorita Támesis — saludo él cortésmente.
     Ella, por su parte, cogió la copa que le ofrecía el mesero y dio un largo sorbo. Esperaba que el delicioso sabor agridulce del vino le desatara el nudo que se le había formado en la garganta impidiéndole hablar.
     —Tengo una propuesta para usted… —dijo el señor Richard con voz seductora.
     Fue tal la impresión de Támesis ante aquellas palabras que no pudo hacer nada para evitar derramarse el vino sobre la delicada tela bordado de su vestido azul. Miró a su alrededor rezando para que nadie se hubiera percatado de su incidente y, para cuando agachaba la cabeza aliviada, las blancas manos del señor Richard se apresuraban a limpiar la mancha escarlata en su ropa con ayuda de un pañuelo blanco.
     —Perdoné, señorita, no era mi… —comenzó a disculparse amablemente el señor Richard.
     No terminó la frase, los brillantes ojos marrones de Támesis se encontraron con el par de hermosas esmeraldas que él portaba en su apuesto rostro. Y entonces, ella lo supo, su vida cambiaría y no pudo entender a qué grado sino hasta que se encontró de pie frente a la puerta de una espléndida y antigua iglesia sujetando una preciosa rosa Tudor. Trataba de ignorar a las decenas de personas que se aglomeraban allí dentro; algunas deseando saludarla con la mano, otras esperando a que tropezara con la enorme cola de su vestido de novia. Pero cuando llegó ilesa frente al altar, no pudo reprimir una sonrisa de suficiencia que se le deshizo en el rostro como hielo expuesto ante el sol al ver la mirada indiferente de su amado.
     —Estamos aquí reunidos… —comenzó a decir el padre con las manos sujetas ante sí.
     Támesis sintió cómo sus labios forzaban una terrible imitación de sonrisa mientras observaba cómo Richard miraba hacia atrás, directamente a una mujer de espesos rizos negros y atrevido vestido carmesí que le guiñaba descaradamente un ojo. Siempre se había considerado una mujer pacífica que amaba pasar las tardes practicando ballet, pero en ese momento, lo único que quería era lanzarse sobre aquella mujerzuela de una manera muy poco civilizada y arrancarle de un tirón los pasadores que adornaban su ridícula melena. Miró de nuevo a su prometido cuyos ojos habían adquirido un brillo travieso y tuvo que contenerse para no lanzarle una patada en los…
     Tras un mes de luna de miel, la pareja decidió que era momento de regresar a casa, lo que en realidad se significaba la mudanza de Támesis a la magnífica  mansión de su esposo bajo la “atenta” vigilancia de sus suegros.  El cómo le afectó aquello, pudo notarlo al comparar el reflejo que le devolvía el espejo con las fotos de la vivaracha muchacha que había sido apenas un año atrás. El cabello, cortado hasta la altura del hombro, había perdido parte de su brillo; en su rostro aparecían ligeras arruguitas que había visto formarse a lo largo de los meses; sus ojos se habían transformado en el recuerdo de una bella estrella que ahora yacía consumida, y su vientre… su vientre protegía a un pequeño que en esos días difíciles le daba esperanzas.
     —¿Cómo te encuentras, cariño? —le preguntaba su madre todas las noches por teléfono.
     Y entonces, Támesis se desmoronaba por completo y rompía a llorar mientras le contaba a su progenitora cómo Richard prefería pasar el día entero jugando al ajedrez con sus amigos fuera de casa a permanecer a su lado siquiera en las comidas. La dejaba sola, soportando los comentarios despectivos de su suegra y las miradas de desprecio de su suegro.
     Cuando estuvo a punto de cometer una locura, llegó el milagro. Su pequeño ángel y salvador nació, recibiendo el nombre de James. Amaba pasar la tarde sentada junto a la ventana con James tiernamente acurrucado entre sus brazos. Él era su cordura, su alegría y su razón de vivir, por eso no es de extrañar que se hubiera vuelto un huracán de furia cuando vio a Richard llevar a conocer a su hijo a la mujerzuela que le había coqueteado en su propia boda. Él le dijo que exageraba, que no había nada negativo en llevar a una buena amiga a conocer a su bebé.
     —¿Buena amiga? —le preguntó Támesis a gritos.
     Richard sólo se había hecho el ofendido antes de largarse de nuevo con sus amigos, dejándola llorando sobre la elegante alfombra de su habitación.
     Los años pasaron con Támesis preguntándose qué hacía casada con Richard, aún. Sabía, desde hacía mucho, que él le era infiel con la tipa de la melena rizada y los escotes suicidas, pero todavía no había sido capaz de reunir el valor necesario para tomar a James y marcharse de la mansión. Quizás, influenciaba el hecho de que sabía que si tramitaba el divorcio, su esposo con todo el dinero necesario para sobornar a cualquier abogado o juez, ganaría la custodia de su hijo. Y eso terminaría por destruirle la vida o lo que le quedaba de ella.
—Ya sé lo que haremos —le dijo su madre una tarde por teléfono —. Tú y yo nos iremos de vacaciones, sólo por una semana.
     Sabiendo mejor que nada que necesitaba ese descanso, esa misma noche hizo las maletas y avisó a Richard que parecía muy contento con la idea (“el muy canalla”, pensó Támesis) y que prometió cuidar muy bien de su hijo hasta su regreso.
     Antes de reunirse con su madre en el aeropuerto de la ciudad, Támesis fue hacia su hijo, un hermoso niño que había heredado los ojos verdes de su padre. El niño la estrechó fuertemente y le dio un beso en la mejilla tenuemente maquillada.
     —Te quiero, mamá. Siempre serás mi princesa —le susurró James al oído antes de que ella se alejara.
     No miró atrás. Sabía que si lo hacía, renunciaría a las vacaciones que tanto necesitaba para vendar sus heridas. Así que irguió su espalda y no paró de caminar hasta que se encontró sentada en el asiento reclinable del avión. El viaje transcurrió sin contratiempos y en cuestión de horas se encontraron en su destino. La madre de Támesis, que no había parado de sonreír y de estrechar a su hija entre sus brazos, sugirió que fueran al hotel a cambiarse antes de ir a explorar aquella hipnotizante ciudad. Cuando Támesis salió del baño luciendo un vestido azul con una mancha escarlata en el vientre, se percató de que su madre se había quedado dormida. Garabateo una nota, le plantó un suave beso en la frente y salió a la calle a coger un taxi. Cuando subió al estrecho auto amarillo, no pudo reprimir un estremecimiento que, creyó, se debía al aire que entraba por la ventanilla del conductor.
     —¿Adonde desea ir? —le preguntó el conductor con un fuerte acento.
     Támesis mencionó el nombre de un museo de arte, a lo que el conductor respondió que conocía un atajo excelente para llegar al lugar. Ella sonrió, conteniendo otro estremecimiento.
     El taxista fue recorriendo las hermosas calles, explicando con detalle la historia de todo edificio histórico frente al que pasaban. Támesis sólo asentía con la cabeza, confundida por el repentino zumbido de oídos que la había atacado. No escuchó cuando el conductor le dijo que aumentaría un “poco” la velocidad, estaba ocupada recordando los hermosos ojos verdes de Richard y preguntándose si alguna vez él la había amado. Sintió el asiento vibrar bajo su cuerpo mientras rememoraba a su madre, dormida con tranquilidad. Escuchó un rechinido de llantas y lo último que pudo ver al levantar la cabeza fue como el taxi entraba en un oscuro túnel y se estrellaba contra un soporte enorme de cemento y metal. Entonces, el aire pareció condensarse mientras todo lo demás se volvía pesado como el plomo. Sintió un terrible pánico que nadie podía imaginar cuando se tocó el vestido, estaba empapado de sangre. Quería gritar, pero no parecía tener aire suficiente en los pulmones.    
     —Te quiero, mamá —oyó las palabras de James. 
     Dejó que su cuerpo se relajara recostado contra una superficie reconfortante y húmeda.
     —Siempre serás mi princesa —fue lo último que escuchó, como un susurro en sus oídos.
     Sonrió con la bella imagen de su hijo despidiéndose de ella en el estacionamiento. De alguna forma sabía que él estaría bien. Cerró los ojos con lentitud y suspiro por última vez.

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