El aniversario once del 11 de septiembre: diferenciar blancos de víctimas / Naief Yehya

El undécimo aniversario de los ataques contra las Torres Gemelas y el Pentágono tiene particular relevancia, ya que marca cambios importantes en la frustrante campaña bélica estadounidense en contra de un enemigo escurridizo e indefinible. La guerra contra el terror que nos ha impuesto Washington, y que ha arrastrado a buena parte de la humanidad en una vorágine de paranoia y violencia, se ha traducido en la destrucción del régimen talibán y del gobierno de Saddam Hussein, así como en agresiones de alta intensidad a Paquistán, Sudán y Yemen, entre otras naciones. Sin embargo, estas aventuras bélicas no han representado progreso alguno en la misión de los Estados Unidos. Lo que sí es claro es que, en su cruzada civilizadora, los Estados Unidos han recurrido al uso de la tortura, el secuestro y asesinato de «personas de interés» sin importar el país donde se encuentren, su nacionalidad o su relación con los actos presuntamente criminales de los que se les acusa.
     Hoy se podría celebrar que el presunto responsable intelectual de los ataques (que nunca fue juzgado por ellos), Osama Bin Laden, fue asesinado sin oponer la menor resistencia el 2 de mayo de 2011, en su no tan secreto refugio de Abbotabad en Paquistán, y que el «principal arquitecto» de los ataques (en palabras de la Comisión del 9-11), Khalid Sheik Mohamed, probablemente pasará el resto de sus días en una mazmorra tropical. Aunque las tropas de la ocupación de la «coalición» han abandonado Irak, miles de «asesores» permanecen para proteger los intereses occidentales y defender a un gobierno sunita títere, afectado de contradicciones irresolubles. Afganistán sigue ocupado por 84 mil soldados estadounidenses a un costo de dos mil millones de dólares semanales, y los derrotados talibanes se fortalecen día con día y extienden su influencia, así como otros grupos sectarios avanzan en diferentes regiones del territorio de lo que alguna vez intentó ser un país. Es claro que, de abandonar al gobierno títere de Karzai, éste no durará ni un año en el poder.
Los autores intelectuales y arquitectos de la catástrofe humanitaria de proporciones demenciales que es la guerra de Bush-Obama quisieran imaginar que sus acciones provocaron ese fenómeno que se dio en llamar la Primavera Árabe: una serie de revueltas populares en contra de ciertos gobiernos totalitarios que comenzó en Túnez y se extendió a buena parte del mundo árabe. Es paradójico que Osama Bin Laden hubiera llamado antes a estos pueblos a liberarse de sus gobiernos corruptos y serviles con los Estados Unidos. Túnez expulsó a su monarca, Ben Ali; Yemen pudo extirpar del poder a Abdulá Saleh, y Egipto logró deshacerse del despótico régimen de Mubarak —lamentablemente tomó su lugar, por elecciones libres, la Hermandad Musulmana. Éstos eran gobiernos clientes de los Estados Unidos; en cambio, Libia era uno de los gobiernos antagónicos a Washington, por lo que su liberación de la tiranía del desquiciado Muammar Kadafi fue bienvenida. En cualquier caso, el gobierno libio ha caído en manos de sátrapas vengativos e incompetentes con enormes deudas y compromisos con la otan. Otro de los gobiernos hostiles a los Estados Unidos es Siria, una nación que está siendo desgarrada por una atroz guerra civil. En los demás países árabes donde hubo revueltas la represión se ejerce brutalmente contra quienes lucharon por la justicia y la democracia. Con lo que el Oriente cercano vive un crudo, ambiguo y sangriento despertar que amenaza con cobrar aún más vidas y ofrece pobrísimas posibilidades de que se materialicen mejores condiciones para la región.
     En esta ocasión, el 11 de septiembre ha vuelto a caer en martes, como en aquel fatídico 2001. El martes, según el Corán, Alá creó la oscuridad. En este aniversario particularmente oscuro no contamos con las voces de dos extraordinarios pensadores que terminaron en bandos opuestos de la reflexión en torno a las ridículas y enfebrecidas guerras de agresión estadounidenses. Por un lado, el exizquierdista, hábil polemista y feroz enemigo de Henry Kissinger, Christopher Hitchens, quien murió el 15 de diciembre de 2011, declaró su patriotismo exacerbado por su país adoptivo, se manifestó inmediatamente en contra de lo que denominó el islamofascismo y (como muchos otros cobardes que gustan de ver a otros pelear y morir por sus ideales) sumó su pluma incendiaria a la causa bélica. Hitchens manifestó su solidaridad por los soldados y policías y expresó su repudio por los intelectuales que trataban de minimizar o justificar los ataques al evocar factores sociales, pobreza, opresión o intervencionismo. Por el otro lado estaba Gore Vidal, fallecido el 31 de julio de 2012, quien inmediatamente se había lanzado a condenar la visión simplona que mantenían, y mantienen, tanto el gobierno como los medios masivos: «nos odian por nuestras libertades y democracia». Vidal fue de los primeros en criticar la demencial concepción de que podía declarársele la guerra a un líder y a un puñado de seguidores, y no cualquier tipo de guerra, sino una «nueva guerra», «una guerra secreta» y «una guerra muy larga», como declaró George W. Bush. Para Vidal, las acciones de Al Qaeda eran la previsible reacción a más de seis décadas de ataques «preventivos», en forma de golpes de Estado, invasiones, extorsiones, genocidios y magnicidios, principalmente en contra de las naciones pobres con pasados coloniales. Vidal, con su poderosa crítica, era una pesada sombra sobre los homenajes rituales que enfatizaban el carácter mítico de los ataques y su validación de la guerra como una forma de venganza popular.
     Este año, entre docenas de documentales reiterativos, emisiones lacrimógenas y complacientes, el canal msnbc dedicó toda la mañana del 11 de septiembre a retransmitir la cobertura televisiva de los ataques, «un evento de historia viva», sin comerciales pero también sin reflexión ni análisis, como un sórdido rerun macabro,un morboso revival sin valor informativo, pero útil en tanto entretenimiento masoquista. No obstante, por primera vez este año únicamente los familiares de los muertos participaron en la ceremonia anual en la que se leen los casi tres mil nombres de las víctimas, y no fueron invitados ni tolerados políticos oportunistas. Aunque el evento fue menos concurrido y más modesto que en años anteriores, al hacerlo más íntimo las familias dolientes reconquistaron el homenaje y éste se devaluó como botín político. De hecho, algunos canales televisivos lo ignoraron casi por completo. Esperemos que, a partir de ahora, la tragedia adquiera una legítima dimensión humana y que se pueda diferenciar entre víctima y blanco, como escribió Arno J. Meyer; sólo de esa manera el 9-11 dejará de ser un pretexto político y un espectáculo grotesco al servicio de los intereses hegemónicos de los Estados Unidos.

 

 

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