Guadalajara, Jalisco, 1965. Es crítico de cine y profesor en el ITESO, colaborador de la revista Magis.
En la primera función del cinematógrafo, que se llevó a cabo el 28 de diciembre de 1895, no se presentó La llegada del tren (Arrivée d’un train en gare à La Ciotat), célebre cortometraje que según cuenta la leyenda se proyectó en esta sesión y provocó el espanto del público asistente. Pero en el programa original sí figuran tres películas de los hermanos Lumière en las que el agua tiene mayor o menor protagonismo: La pesca de los peces rojos (La pêche aux poissons rouges), en la que aparece Auguste Lumiére sosteniendo a su hija Andrée, quien intenta «pescar» a uno de los moradores de una pecera; El mar o La natación en el mar (La mer o Baignade en mer), que se ubica en una playa y presenta a un grupo de chamacos que saltan al mar; asimismo, se exhibió una de las primeras ficciones de la historia, El regador regado (L’arroseur arrosé), que se inspira en una tira cómica y registra la broma que hace un chico a un jardinero, quien termina empapado.
Del pasmo o la sorpresa provocados en las primeras funciones por la reproducción del movimiento en una pantalla, el público pronto pasó al asombro por los movimientos que con sutileza ofrece la naturaleza: el viento que mece el follaje de un árbol o el «palpitar» del océano. Lo cierto es que el cinematógrafo hizo posible, desde sus inicios, capturar y reproducir el movimiento de la naturaleza en general y del agua en particular (a eso remite, de hecho, la palabra griega cine: movimiento). En adelante la presencia del agua ha sido natural, y hoy existe un amplio catálogo de imágenes que tienen al agua como protagonista. Desde la infinitud del mar hasta la contemplación de un goteo constante; desde el apacible estanque hasta el frenético río, el agua ofrece escenarios y pretextos narrativos. El tono puede variar: si en los cortos mencionados hay un ánimo tan ingenuo como lúdico, abundan las películas de corte trágico (¿cómo no traer a cuento Titanic [1997], con su exploración submarina al inicio y con el galán aterido al final?). Lo cierto es que sin falta surge, también, un amplio espacio para la emoción.
En el origen de mi pasión por el cine también hay humedades y salpicaduras; en mi galería particular guardo numerosos pasajes acuosos. Algunos de grato recuerdo; otros que son un espejo de miedos añejos (aun antes de ver Tiburón el mar ya era todo un asunto en el diván). La primera imagen que me viene a la memoria –diría que al espíritu– cuando pienso en el agua que he visto y escuchado en la sala oscura es la escena de Happy Together (1997) de Wong Kar-Wai en la que, mientras escuchamos a Caetano Veloso cantar «Cucurrucucú paloma», vemos desde una perspectiva cenital las cataras de Iguazú: el agua que «se hunde» y la brisa que asciende. Lejos de la visión turística –y de su perspectiva, pues el ángulo de este registro no está disponible para todos los visitantes– y cerca de la poesía, esta escena aporta menos a la narrativa que al devenir sentimental de los personajes: resulta evocadora y convoca lo inefable.
Acaso por asociación, por ecos musicales y visuales, enseguida me viene el recuerdo de La misión (The Mission, 1986) de Roland Joffé, ganadora de la Palma de Oro en Cannes. En particular al inicio, cuando aparece un hombre crucificado que flota en un río y posteriormente cae en una cascada, plano que es filmado también desde un ángulo cenital. Enseguida aparecen imágenes impresionantes de Iguazú, pero «a nivel de agua». Asimismo, comienzan a escucharse las maravillosas músicas de Ennio Morricone, que inauguran uno de los soundtracks más memorables en la historia del cine.
En las remembranzas de cataratas y otras manifestaciones acuáticas, ocupa un lugar especial el cine de Werner Herzog. Empezando con el vuelo maravilloso de un dirigible aerostático que recoge en El diamante blanco (The White Diamond, 2004), documental en el que acompaña el recorrido de un ingeniero en aeronáutica que recorre la selva en la Guyana, y en el que un río y una cascada ofrecen paisajes asombrosos. No menos perplejo me dejó la visión de Encuentros en el fin del mundo (Encounters at the End of the World, 2007), que da cuenta del viaje que el cineasta alemán realizó a Antártida, y en la que aparece el agua en toda su majestuosidad y en todos sus estados. Y de la nieve al hielo, en la montaña o debajo del mar, la aventura resulta fascinante. Tal vez el agua alcanza mayor dramatismo en un par de ficciones, protagonizadas por Klaus Kinski, que muestran cómo incluso la desmesura resulta diminuta ante la portentosa naturaleza: Aguirre, la ira de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972) y Fitzcarraldo (1982). La primera se ubica en el siglo XVI y acompaña a don Lope de Aguirre en su odisea por encontrar El Dorado. La segunda da cuenta del demencial viaje que emprende Brian Sweeney Fitzgerald en su afán por construir un teatro de ópera en la selva. Ambas son road movies (habría que acuñar el género «river movies») alimentadas por la megalomanía en las que conforme crece el kilometraje se multiplica la demencia.
Y ya entrados en estas riveras, resulta inevitable que aparezca otro recorrido demencial, el que culmina justo en «el horror»: Apocalipsis (Apocalypse Now, 1979) de Francis Ford Coppola. El norteamericano se inspira en la genial novela de Joseph Conrad El corazón de las tinieblas y acompaña a un grupo de soldados que buscan a un militar rebelde. Conrad se remite a vivencias de primera mano, pues fue capitán de un barco que navegó en el Congo; Coppola ubica la acción en la guerra de Vietnam. En ambos casos el viaje convoca a la aventura y deviene tanto físico como metafísico. Por estas aguas danza el mismísimo Satán.
También hay recuerdos alegres, y mi memoria sonríe con un puñado de películas de animación. En primer lugar, El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no kamikakushi, 2001), una de las obras maestras del nipón Hayao Miyazaki. La protagonista se involucra en una aventura que la hace crecer y que no buscó (el crecimiento no es opcional). Se ve en la necesidad de trabajar en una especie de balneario para divinidades cuyos alrededores, en la noche, son cubiertos por el agua. En algún momento el líquido también cubre las vías del tren, y se diría que este se desliza sobre el agua: una imagen onírica, fantástica. Ponyo (2008) ubica la acción en un poblado junto al mar. No faltan los pasajes submarinos y, por supuesto, sobrenaturales. La cinta porta un ánimo ambientalista y relata, para no variar con Miyazaki, una gran historia de amor. Cierra la cuenta una maravilla del estudio Pixar, de la época en que solía entregar prodigios: Buscando a Nemo (Finding Nemo, 2003) de Andrew Stanton y Lee Unkrich. Aquí seguimos a un padre pez que va tras la huella de su hijo, quien ha sido capturado. Básicamente es una película submarina, y el abanico narrativo, temático y emocional es fenomenal. De las claridades a las negruras y del peligro al gozo navegamos por aguas de una dulzura inolvidable. El agua y el cine tienen un feliz encuentro: hipnosis pura, se diría.