Edificación de las sombras / Patricia Pérez Esparza

Quien conoce lo blanco, y se mantiene en lo negro,
es la norma del mundo.
Lao Zi1

Entonces, ¿dónde reside la clave del misterio?
Pues bien, voy a traicionar el secreto: mirándolo bien no es
sino la magia de la sombra.
Junichiro Tanizaki2

 

 

0

Silencio y tinieblas habitaron el inicio de los tiempos. En el Occidente, luz y sombra fueron separadas… y la luz fue buena. Oscuridad y luz ordenaron el mundo en Oriente… y su equilibrio fue bueno.
    El hombre japonés —desde el taoísmo— se considera uno con el universo. La creación entera es una unidad, de la que él mismo participa: «El dao engendra al uno […] el tres engendra los diez mil seres [todos los seres]. Los diez mil seres contienen en su seno el yin y el yang».3 La luz (yang) y la oscuridad (yin), principios generadores, cimientan el mundo, y la ley de la naturaleza se cumple en su mutua complementación.

    La forma exterior de la luz y la oscuridad es una manifestación de lo que hay dentro […] lo que está debajo de la naturaleza […] la propia esencia del mundo en sí y esa esencia es la acción recíproca de ambos elementos con muchas modulaciones.4

    Al dao «se lo mira y no se lo ve, su nombre es lo invisible. Se lo escucha y no se lo oye, su nombre es lo inaudible».5 El dao no tiene formas precisas ni definidas, pero todas las formas están contenidas en él; no tiene tampoco sonido, no depende de nada y no se altera: es el origen del mundo y a donde el mundo retorna.

1

El arte japonés tradicional parece mantener espacios en donde el misterio anida, como si levantara muros incomprensibles a nuestra mirada que nos impiden aprehenderlo de manera directa, clara, racional.
    No busca develar el misterio; por el contrario, siendo el hombre parte de él, lo evidencia en las penumbras:

Sin embargo, al contemplar las tinieblas ocultas tras la viga superior, en torno a un jarrón de flores, bajo un anaquel, y aun sabiendo que sólo son sombras insignificantes, experimentamos el sentimiento de que el aire en esos lugares encierra una espesura de silencio, que en esa oscuridad reina una serenidad eternamente inalterable. En definitiva, cuando los occidentales hablan de los «misterios de Oriente», es muy posible que con ello se refieran a esa calma ante algo inquietante que genera la sombra cuando posee esta cualidad.6

    Y en el vacío:

    Alguien preguntó a Lie Tse: ¿Por qué aprecias tanto el vacío? El vacío —dijo Lie Tse— no se puede apreciar por sí mismo. Es apreciable por la paz que se encuentra en él. La paz en el vacío es un estado indefinible. Uno llega a establecerse en él. No se toma ni se da.7

    Existe en Kyoto uno de los más notables jardines secos —jardines de arena que siguen una serie de normas antiguas, basadas en especial en creencias sintoístas—, en el monasterio de Ryōan-ji. El jardín no puede ser abarcado en su totalidad con una sola mirada: de las quince piedras que lo habitan —consideradas sagradas, en tanto morada de los dioses kami y representación simbólica de las montañas—, sólo catorce pueden ser vistas a un tiempo. Esta imposibilidad de abarcar el conjunto abre la posibilidad de acceder al mundo invisible y al vacío.
    El vacío manifiesta, así como las sombras, la esencia del universo, lo no manifiesto. «El vacío sólo es una materia sutil, imperceptible para nuestros ojos, donde se tejen vínculos entre los distintos elementos del universo».8 A través de la contemplación —esencial en el budismo zen—, el artista puede alcanzar la Iluminación (satori) y plasmar delicadamente esa materia imperceptible, ese atisbo de lo sagrado. La vacuidad, allí, cobra un doble sentido: además de ser el símbolo de la representación del universo, se yergue como la oportunidad (vehículo) para quien se encuentra frente a la obra —en un segundo momento de contemplación— de alcanzar el despertar. La obra de arte, en tanto, se convierte en un acto incompleto, inconcluso, en el que el todo es apenas sugerido, de manera que quien la contempla —espirales del tiempo— puede formar parte de él.
    El artista japonés sabía del mundo visible y también del invisible, tan real éste como el primero. Sabía del «mundo flotante», de la efímera y frágil vida, que no es sino manifestación de un estado siempre en transformación, en donde la no-vida, afirma el taoísta Lie Tse, sigue a la vida «como su sombra».
    En lo pequeño, no en lo grande, estaba el secreto de su mirada. «Ver lo pequeño se llama clarividencia […] Usa la luz, para retornar a la claridad original»,9 dice El libro del Tao, y más adelante vuelve a ello: «el conocer lo permanente se llama clarividencia».10 En lo que la obra oculta, a la manera de la paradoja taoísta, está lo que revela.
    Son una sola cosa la mirada —el espíritu que contempla— y el objeto: sólo así «el acto de la creación puede revelarse como el de la unión —como perfección».11

2

Junichiro Tanizaki (1886-1965), en uno de sus más célebres ensayos, elogia las sombras como el lugar en donde la belleza cobra mayor sentido, mayor fuerza, mayor gloria: «Creo que lo bello no es una sustancia en sí sino tan sólo un dibujo de sombras, un juego de claroscuros producido por la yuxtaposición de diferentes sustancias».12 El escritor japonés no se refiere a las sombras como oscuridad absoluta, sino al impreciso umbral. El espacio que se construye en el juego eterno entre ésta y la luz. La armonía del universo en perfecto equilibrio.
En las sombras parecen materializarse simultáneamente el tiempo —su transcurrir— y la eternidad:

    ¿Nunca han experimentado esa especie de aprensión que se siente ante la eternidad, como si al permanecer en ese espacio perdieras la noción del tiempo, como si los años pasaran sin darte cuenta, hasta el punto de creer que cuando salgas te habrás convertido de repente en un viejo canoso?13

    Los antiguos baños —concebidos para «la paz del espíritu» y en donde «la arquitectura japonesa ha alcanzado el colmo del refinamiento»—, los restaurantes, los cuartos de hotel, los grandes tejados, las ciudades, el teatro kabuki y el nō, el toko no ma, son el pretexto para lanzar una casi desesperada llamada de auxilio para evitar el exterminio, la «pulverización» de las sombras.
    A la derrota de Japón, tras la Segunda Guerra Mundial, la llegada de los norteamericanos había transformado en pocos años una cultura milenaria; las manifestaciones palpables —tan luminosas como ruidosas— generaron una evidente alarma en Tanizaki. Las comodidades de esta irrupción tecnológica, a sus ojos, terminaban representando más lo contrario: ¿cómo construir una casa que consiguiera conjugar el espíritu y los gustos japoneses con los nuevos sistemas de iluminación, de calefacción, con las impecables tazas de baño y los azulejos blancos? A partir de eso, el autor se pregunta, incluso, a dónde habría llegado la ciencia japonesa de haberse desarrollado al margen de la occidental (¿a dónde la literatura, el arte, sin el «servilismo» al que todo esto condujo?).
    El elogio… es la exaltación de la belleza de las sombras —en ocasiones solidificadas, «estratificaciones de sombras»— y, para ella, del imperio de los sentidos: los dulces que las llevan a fundirse en la punta de la lengua; el silencio absoluto, en donde hasta el vuelo de un mosquito podría perturbar; el oscuro cuenco caliente de la sopa entre las manos y el vaporoso olor que ésta desprende.
    Y es también el lamento por un universo perdido. Por la incapacidad de asistir a la contemplación de la luna de otoño en el monasterio de Ishiyama, ante el temor de la anunciada Sonata al claro de la luna, tocada en las bocinas que rodeaban el bosque, instaladas justo para el evento, o los cientos de focos multicolores alrededor del estanque del monasterio de Suma: «la luna había acudido a la cita, pero era como si ya no existiera».14

    Explica Tanizaki que este gusto japonés por las sombras podría tener su raíz no sólo en razones de adecuación al entorno (que llevaron a los antiguos a construir casas en penumbras y a buscar la belleza en ellas), sino en el color de la piel:

    Si uno de los nuestros se mezcla con ellos [los occidentales blancos], es como una mancha sobre un papel blanco, una mancha de tinta muy diluida, que incluso nosotros sentimos como una incongruencia y que no nos resulta muy agradable.15
[…] no puedo dejar de pensar que sus reacciones espontáneas ante los colores [de la piel] son las que han originado sus gustos.16

    Sin embargo, las mujeres, a diferencia de los pardos samuráis asoleados, tenían pieles blancas, que resaltaban todavía más entre sus oscuros cabellos, sus dientes ennegrecidos y sus labios pintados de azul. Ellas se convirtieron en materia misma de la sombra:

    En una palabra, nuestros antepasados […] consideraban a la mujer un ser inseparable de la oscuridad e intentaban hundirla tanto como les era posible en la penumbra; de ahí aquellas mangas largas, aquellas larguísimas colas que velaban las manos y los pies de tal manera que las únicas partes visibles, la cabeza y el cuello, adquirían un relieve sobrecogedor. Es verdad que, comparado con el de las mujeres de Occidente, su torso, desproporcionado y liso, podía parecer feo. Pero en realidad olvidamos aquello que nos resulta invisible. Consideramos que lo que no se ve no existe. Quien se obstinara en ver esa fealdad sólo conseguiría destruir la belleza.17

    La blancura era considerada un atributo de la belleza ideal —recuérdense los rostros maquillados de blanco de las geishas. La naturaleza, dice Tanizaki, marcó así directamente el camino y los hombres antiguos sólo la siguieron: encerraron a la mujer en las sombras y ella se volvió parte de éstas, al punto que el autor se pregunta quién daba origen a quién:

    Es más, quién sabe si a veces, a la inversa, dicha oscuridad no salía del propio cuerpo de aquellas mujeres, de su boca de dientes pintados, de la punta de su negra cabellera, cual hilos de araña, esos hilos que escupía     la maléfica «Araña de tierra».18

    No deja de ser extraño todo este razonamiento —y la histórica reclusión femenina— cuando se piensa que Japón es una de las pocas culturas en que la divinidad solar —sintoísta— es una mujer, Amaterasu, quien, además, tuvo que ser convencida mediante ardides para que dejara su voluntario encierro:

    […] la diosa del Sol se refugió en una gruta cuya entrada bloqueó con una piedra enorme. Los dioses, desamparados, no supieron encontrar argumentos para hacer que Amaterasu saliera de la gruta. De pronto, la joven Ama no Uzume, diosa de la Risa, comenzó a danzar. Depositó en el suelo collares de piedras preciosas y un espejo, delante de la entrada de la gruta; y dejándose arrastrar por el ritmo de la danza, poco a poco se fue despojando de sus vestiduras y, enteramente desnuda, acompasó con sus pies unos movimientos lascivos y alegres. Todos los dioses se echaron a reír, y Amaterasu, intrigada, se aventuró fuera de la gruta y preguntó la razón de aquel barullo. Uzume respondió que los dioses se alegraban de haber hallado, por fin, una diosa más hermosa que la propia Amaterasu. Ésta dio unos pasos hacia el exterior, descubrió las joyas y, sobre todo, el espejo que le devolvía su propia imagen. Inmediatamente, el dios de la Fuerza volvió a tapar la gruta y, de ese modo, la Luz regresó para siempre al mundo.19

3

«¿Pero por qué esta tendencia a buscar lo bello en lo oscuro sólo se manifiesta con tanta fuerza entre los orientales?»,20 se pregunta Tanizaki. Desde el Occidente, no puedo dejar de, por lo menos, matizarlo. La tendencia a buscar lo bello en lo oscuro, en la penumbra, me parece de carácter esencialmente humano. No siempre se ha buscado la belleza de (en) la sombra en Occidente —aunque sí existen claros ejemplos en todas las artes de esa búsqueda—, pero sí se ha mantenido una especie de espíritu ceremonial, de vínculo sagrado, con ella.
    El amor, la vida, se celebra entre sombras. Quizá también exista en Occidente cierta intuición sobre lo sagrado de la oscuridad, que ha tomado formas específicas. Acaso esa diferencia que señala Tanizaki no se encuentre en el hemisferio del mundo, sino en una cada vez más marcada decadencia: las sombras habitan los lugares del silencio, relegados ahora casi con desprecio por muchos, incluso en el Japón actual que ya el autor alcanzó a vislumbrar:

    Es cierto que posiblemente no haya otro país en el mundo, si exceptuamos América, que se entregue a tal orgía de luz eléctrica. Se ha dicho que esto era debido a que Japón quería imitar en todo a América.21

    Y se huye de las sombras lo mismo que del silencio. Los psicólogos —Jung, entre ellos— refieren la sombra —así, en singular— como el inconsciente, lo que de alguna manera el hombre evita de sí mismo. Quizá la luz y el ruido tengan que ver con el miedo del hombre a encontrarse acorralado por sí mismo; quizá la penumbra le develaría con mayor claridad no sólo su inconsciente, sino, todavía más allá, su verdadero ser, su lugar en el universo —y no hay terapeuta que ayude a lidiar con ello. «¡Ay! Ahora la mayoría de los hombres están extraviados, no saben a dónde van en la muerte, y nadie se ríe de ellos».22

4

Las sombras sugieren. Esa frontera difusa entre la oscuridad y la luz las contiene a ambas. Las sombras celebran la fiesta del equilibrio. Por eso lo más importante, lo más sagrado, encuentra su sitio (su fuente) en esa fiesta, ceremonia de vida.
    Las sombras evidencian más de lo que ocultan. Permiten construir, edificar, crear, desde el vacío. Siguiendo la flecha de los arqueros japoneses, que establece un continuo entre el hombre y el blanco, las sombras podrían perder su ser límite difuso para convertirse en el certero tiro que enlaza (y unifica) al hombre con su principio.

5

Debo confesar que disfruto encender un cigarro en la penumbra (y no soporto, en cambio, fumar bajo la luz del sol). La escasa luz de la noche hace brillar el humo que proyecta entre espirales una larga escala al infinito. Así cierro cada día: no se trata de un recuento de los actos de las últimas horas, sino de la mágica ensoñación, el recorrido por misteriosos pasajes, la sorpresa ante edificaciones desconocidas, el inesperado deslizamiento —cuando corro con suerte— de antiquísimos velos, la búsqueda y el encuentro con la belleza de la vida.

 

            1            Lao Zi, El libro del Tao, Alfaguara, Madrid, 1990, p. 145.
            2            Junichiro Tanizaki, El elogio de la sombra, Siruela, Madrid, 1994, p. 50.
            3            Lao Zi, op. cit., p. 11.
            4            Joseph Campbell, Mitos de la luz. Metáforas orientales de lo eterno, Marea, Buenos Aires, 2005, p. 131.
            5            Lao Zi, op. cit., p. 117.
            6            J. Tanizaki, op. cit., p. 49.
            7            Lie Tse, Tratado del vacío perfecto, José J. de Olañeta, Palma de Mallorca, 2006, pp. 25-26.
            8            Nelly Delay, Japón. La tradición de la belleza, Ediciones B, Barcelona, 2000, pp. 19-20.
            9            Lao Zi, op. cit., p. 31.
            10            Ibid., p. 37.
            11            Osvaldo Svanascini, Conceptos sobre el arte de Oriente, Hastinapura, Buenos Aires, 1986, p. 20.
            12            J. Tanizaki, op. cit., p. 69.
            13            Ibid., p. 52.
            14            Ibid., p. 83.
            15            Ibid., p. 74.
            16            Ibid., p. 75.
            17            Ibid., p. 70.
            18            Ibid., p. 80.
            19            N. Delay, op. cit., p. 15.
            20            J. Tanizaki, op. cit., p. 70.
            21            Ibid., p. 81.
            22            Lie Tse, op. cit., p. 25.

 

 

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