He llegado a escuchar que un autor se consagra en el momento en que su nombre propio se vuelve adjetivo. No cabe duda de que en algunos casos tal dictum resulta cierto: ¿quién no ha dicho alguna vez, cayendo en el más recurrente de los clichés, que México tiene un aire kafkiano? Lo mismo ocurre con Borges. Más que un estilo, lo borgeano remite a una atmósfera específica, a un imaginario repleto de bibliotecas laberínticas, de juegos metafísicos que desmantelan nuestras certidumbres en torno a la identidad y el tiempo. Otro universo repleto de fantasmas y vínculos filiales escabrosos es el que anuncia lo rulfiano.
Hace un par de años, en una sesión de la Academia Mexicana de la Lengua se discutió cuál debía ser el adjetivo que indicara relación, pertenencia o adscripción a todo aquello vinculado con Carlos Monsiváis. Se estableció ahí que eran correctas distintas formas lingüísticas (monsivaíta, monsivaiano, monsivaisiano, monsivadiano, monsiviano, monsivaítico), y que el uso de los hablantes y la tradición terminarían por asentar una forma definitiva. De cualquier modo, tal discusión constituyó una manera de darle ingreso definitivo a la obra, y la visión del mundo, de un autor que por muchos años fue menospreciado por su ambigua situación dentro del campo cultural: para muchos y por demasiado tiempo, se trató de un escritor menor que había optado por la prostitución del periodismo, en lugar de abrazar la pureza de la novela o la poesía. Para otros, lo literario en Monsiváis ciertamente existía, pero se reducía a ciertas formas de su escritura: los ensayos literarios, los prólogos o sus pocos textos de ficción.
A pesar de esa especie de consagración que su figura ha tenido en los últimos años (homenajes, estudios, premios…), Monsiváis sigue siendo un escritor poco leído, aunque, como desde sus inicios, muy conocido. Y quizá de ahí que su particular forma de expresar la realidad sea para muchos todavía difícil de definir. La sensación de que se trata de un autor difícil, complicado o barroco pesa sobre sus libros. Explorar qué puede entenderse por lo monsivaíta es una manera de desvanecer tantos prejuicios creados en torno a su obra. Un recuento mínimo de lo que define esa mirada particular que constituye lo monsivaíta debería incluir, entre otros rasgos: el optimismo programático, la épica de lo trivial, el morbo crítico, la ironía restauradora, el chacoteo intelectual, el delirio acumulativo, la autonomía lectora, el autorretrato social, el humor paradójico, la parodia antiescolástica y la glosa enumerativa. En las siguientes líneas hablaré de estas dos últimas cualidades.
I. La glosa enumerativa
En una polémica famosa con Octavio Paz, Monsiváis salió vilipendiado. Además del insulto fácil e injusto por todos conocido («Monsiváis no es un hombre de ideas, sino de ocurrencias»), nuestro único premio Nobel validó la maledicencia que recorría los pasillos culturales del país. Paz dijo que Monsiváis era prolífico, pródigo y profuso, además de confuso. La idea de que el mayor cronista mexicano padecía de abundancia excesiva, superfluidad y que consumía su hacienda en gastos inútiles y afirmaciones contradictorias, quedó asentada como verdad incontrovertible. La difícil recepción de la obra monsivaíta no se explica sin ese malentendido cultural, surgido de un intento de descalificación.
Es claro que la escritura de Monsiváis proliferó hasta ocupar la gran mayoría de los periódicos y revistas. Su innumerable e inclasificable bibliografía lo demuestra. Heredero de Reyes, vivió para cifrar en papel su interpretación del universo mexicano: más de sesenta libros, que compilan acaso el cinco o diez por ciento de todo lo que escribió. Su poligrafía, sin embargo, no implica necesariamente caos y confusión. Uno de los escritores más disciplinados del país dio a luz una obra que, de principio a fin, mantiene coherencia vital, unidad estilística y cordura moral. Al leerla, uno se da cuenta de que no existen ahí contradicciones por prodigalidad; acaso sí reiteraciones constantes y múltiples variaciones textuales. Pero eso también forma parte del estilo monsivaíta.
Hace un cuarto de siglo, en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la unam, Monsiváis dio una conferencia sobre la «sociedad civil», en un momento en que ese término no era de uso cotidiano en nuestra jerga política. Durante la sesión de preguntas, un estudiante le reprochó que había dado al menos seis definiciones de sociedad civil y se las enumeró. Enseguida, le preguntó, con afán de rigor conceptual, cuál de todas ellas era la definición que sustentaba. Monsiváis le respondió: «Elige la que prefieras».
Los textos de Monsiváis, ajenos a toda conceptualización formal, poseen un recurso que utilizó de manera perdurable: la enumeración, ya fuese de perspectivas, elucidaciones, voces, matices…. Se trata de un método de análisis de la realidad, pero también de un mecanismo literario y de una puesta en escena de la pluralidad. Cuando un periodista español le preguntó en Madrid si existían preceptos para entender a México, respondió «hay instrucciones para entenderlo, hay órdenes para padecerlo, hay sentimientos para buscar cómo se vincula uno con ese concepto, hay miedo para gozarlo y formas para vivirlo como un suplicio». Más que visiones rígidas, a lo que Monsiváis apunta es a forjar un punto de vista basado en un universo de explicaciones, aclaraciones y matices. Lo suyo, sin duda, era el comentario, la apostilla, el valor de las acotaciones. Notas y reparos, inscritos al interior de un relato. De ahí que haya elegido y vivificado la crónica como género privilegiado.
Su obra, basada en la glosa enumerativa y no en la sentencia última, ofrece no una mirada sino múltiples posibilidades de observar: un montaje de yuxtaposiciones. Se trata, por lo demás, de una estrategia pedagógica, de una «propedéutica civil», como la llama Armando González Torres. Gracias a su perspectiva multiplicadora, lo monsivaíta se proyecta como un campo de emociones al que podemos aproximarnos para apreciar no la verdad definitiva, sino la sensación de que la verdad es tan compleja como cada fenómeno particular, y que se halla constituida por múltiples versiones. Buena parte del proyecto de nación de Monsiváis se encuentra dado por lo que no supo entender (y sí injuriar) Octavio Paz.
II. La parodia antiescolástica
Observo en la Galería Héctor García una fotografía de Monsiváis. En ella se le aprecia vestido con una sotana, disfrazado de cura. Se trata de una foto tomada por su amiga María García. La imagen me provoca ese sentimiento que muchos de sus textos tienen sobre mí: cierta contrariedad frente a una realidad que se muestra invertida, distorsionada, excéntrica. ¿Cómo entonces interpretar la imagen de Monsiváis (uno de los grandes defensores del laicismo y crítico insaciable de los jerarcas de la Iglesia católica) con vestimenta de fraile?
Esa fotografía tomada en 1974 no sería la única vez en que Monsiváis aparecería asociado a figuras o cuestiones religiosas. Un ensayo escrito por Sergio Pitol lleva por subtítulo «Monsiváis, catequista», y en él expone cómo la prosa monsivaíta tiene sus raíces fincadas en la tradición de lenguaje proveniente de los textos bíblicos. Por su parte, José Emilio Pacheco, en un texto ficcional, proyecta una biblioteca imaginaria de libros borgeanos, entre los que incluye uno escrito supuestamente por Monsiváis que lleva por título La Biblia en Borges. Estudio y concordancias… El propio Monsiváis (quien dijo no creer en lo que dice la Biblia, pero también que el lenguaje contenido en ella «es la prueba de la existencia de Dios») afirmó, en tono irónico, su pasión religiosa: «Tengo una vocación sacerdotal que no se ha cumplido por falta de fe, por falta de pertenencia a una Iglesia y por falta de reconocimiento de los fieles. Me gustaría en una lápida la leyenda: “Al cura desconocido”. Sería una bonita manera de reconocer que la falta de fe no impide la capacidad de absolver almas».
Como se ve, la relación de Monsiváis con lo religioso siempre es paródica y laica. En la fotografía de Monsiváis está el afán desacralizador, esa búsqueda de provocación que lo caracterizaba, el ansia iconoclasta, y por supuesto el intento por mundanizar cualquier tipo de sacralidad. En muchos de sus libros aparece esto. Doy un ejemplo. Leído con atención, Los rituales del caos rastrea las diversas formas de religiosidad existentes en nuestro país (sobre todo de aquellas completamente heterodoxas), los subtítulos remiten constantemente al formato religioso del libro («Teología de las multitudes», «Las mandas de lo sublime», «La hora de las adquisiciones espirituales», «Parábolas de las postrimerías») y las parodias bíblicas se encuentran en cualquier lugar: «Y digo lo que miré en el primer día del milenio tercero de nuestra era. El que tiene oído, oiga, y el que no, que se ahogue en lascivias, en concupiscencias, en embriagueces…».
Autodefinido como agnóstico, Monsiváis tenía claro que su formación protestante le permitió leer, desde un lugar marginal, de otro modo la historia nacional (como un constante recorrido de lo homogéneo a lo diverso). En su Autobiografía, escrita a los 28 años de edad, relata: «Mi verdadero lugar de formación fue la Escuela Dominical. Allí en el contacto semanal con quienes aceptaban y compartían mis creencias, me dispuse a resistir el escarnio de una primaria oficial donde los niños católicos denostaban a la evidente minoría, siempre representada por mí […] Mi primera imagen formal del catolicismo fue una turba dirigida por un cura que arrastra a cabeza de silla a un pastor protestante […] muy temprano conocí el rencor y el resentimiento y justifiqué por vez primera el oportunismo en la figura de Enrique IV, no porque creyese que el De Efe bien vale una misa, sino porque toda posibilidad de venganza, así fuese la anacrónica de recordar a un príncipe hereje que gobernó Francia, me sacudía de placer».
Desde entonces, Monsiváis no dejó de hacer sátira de los comportamientos en torno a lo religioso; sus ironías son modos del desquite. El humor, se sabe, es un método de defensa, pero también una estrategia para lidiar con el poder. Durante su juventud, Monsiváis, al referirse a los políticos y jerarcas religiosos, le confesaba a Pitol: «Es necesario que todo el mundo aprenda a reírse de esos monigotes ridículos y siniestros que se dirigen a la nación como si por su boca se expresara la historia […] Cuando la gente los conciba como las ratas que son […], cuando detecte que son objeto de risa y no de respeto ni temor, algo podrá comenzar a transformarse; para eso es necesario hacerles perder base; están preparados para responder al insulto, aun al más violento, pero no al humor».
De ahí su cultivo de la ironía y su defensa de la tolerancia religiosa. De ahí esa columna excepcional titulada «Por mi madre, bohemios» y también las parodias incluidas en ese libro extraño y perfecto: Nuevo catecismo para indios remisos. Viene de la necesidad de Monsiváis de lidiar con una tradición excluyente y con su propia formación religiosa: «Reconozco que mi visión del ser humano es muy cristiana; es el sentido de esperar la perfección y de desilusionarme de la caída —de la tontería, la corrupción, la pretensión, la grandilocuencia, que son las formas de la caída. Sin sentido del humor, esa visión me hubiera avasallado. Y el sentido del humor que yo tenga, que no califico, me sirve para mediatizar esa visión cristiana».
Sin duda, Monsiváis fue el inventor de la parodia antiescolástica, otro de los rasgos de lo monsivaíta —esa actitud vital que implicaba, por lo demás, una idea de país. Rescatar el sentido antidogmático, perturbador y piadoso, el espíritu desacralizador, plural y festivo de su obra, acaso sea la mejor manera de lidiar con el vacío que su muerte nos ha dejado.