(Ciudad de México, 1980). Autor de Permite que tus huesos se curen a la luz (Ediciones Escolares, 2017).
Son los propios novicios los que aparecen ataviados con pieles […]
es decir, asimilan la esencia divina del animal iniciático
y por ello resucitan a la vida a través de éste.
M. Eliade, Nacimiento y renacimiento
Porque carecíamos de imaginación, o quizá porque a partir de entonces la flojera mental se había apoderado de nuestra cabeza, lo apodamos Mata Perros.
Cada tarde, después de la escuela, salíamos de expedición al puesto de periódicos del parque, por las revistas de encueradas que vendíamos a precios obscenos entre los muchachos del nivel superior. Las que mejor pagaban eran las que tenían fotografías del chocho, abrillantado de aceite, como cuerito de puerco, o imágenes de pezones del tono de una barra de jabón de unto, rositas. Los de sexto grado decían que chichis de ese tipo no existían en la colonia y ni siquiera en la ciudad, únicamente puro pezón moreno, y nosotros prietos, casi cambujos, queríamos mejorar la especie con las güeras. El asunto era conseguirlas.
Teníamos once años y ni de milagro la vieja del puesto, que resurtía los ejemplares cada semana, nos vendía las revistas. Cuando nos hacíamos tontos ahí al lado, con la intención de primeramente pedirle la mercancía a cambio del costo correspondiente, dinero que duplicaríamos con el negocio en la escuela, nos mojaba con un clavel que humedecía en un florero, porque sólo así, decía, se nos bajaba la calentura. Luego intentábamos sustraer el material cuando uno de nosotros la distraía pidiéndole que recontara el sermón del domingo, mientras los otros, al igual que una jauría, mordisqueaban con la mano la caja de cartón donde ocultaba a las encueradas, y jalaban varios números. Esto funcionó las primeras ocasiones. Hasta que el hijo de la vieja, un gordo de frente chipotuda, según esto luchador de cuadrilátero callejero, le llevó un pitbull jaspeado de dientes del largo de nuestros dedos, que ató a un paso del puesto esperanza de nuestras chaquetas. Asesino, lo llamaba. Rabioso, en cuanto aparecíamos a una cuadra de distancia, el Asesino mordía el eco de los pasos con que salíamos corriendo fuera de su territorio. La vieja, satisfecha, metía las manos al mandil. Sonreía con sus dientes podridos, como la porcelana de un retrete de mercado.
Fue entonces que el Mata Perros apareció. Se llamaba Jacinto Buendía. Tenía diez años de edad, uno menos que nosotros porque había adelantado año gracias a su inteligencia. Estaba ponchado. Desde chico, además del estudio, se había dedicado a trabajar con su tía veterinaria y desde los seis cargaba bultos de croqueta o sacaba a pasear a los mastines de una casa ricachona, sin que se le echaran a correr ni una sola vez.
En aquella época no existía el cuidado relamido que se da hoy a los animales, especialmente a los canes. Tanto a ellos como a nosotros se nos educaba a la vieja usanza: si volteábamos el plato de comida, palazos; si llorábamos, porque nos asustaban las tormentas eléctricas, palazos; si tirábamos de la mano a nuestras madres durante un paseo, palazos.
Jacinto sabía dominar a los animales casi con la mirada. Les chiflaba a los perros tripones de la carnicería y éstos lo reverenciaban con el hocico gacho cuando pasaba a su costado. Me enteré de que una vez, con sólo acariciarles los lomos, separó a una pareja de caniches que se había quedado unida por sus partes después de la cópula.
Sin embargo, si el chiflido no funcionaba para controlarlos, Jacinto el Mata Perros enaltecía su apodo y sacaba una ballesta con pasador para el cabello afilado, del tipo que entonces muchos empleábamos para agujerear fresnos o llantas abandonadas al dispararlo con un básico aunque funcional dispositivo de liga. Pero él había llevado el invento a otro nivel.
Quién sabe cómo, había conseguido los mismos elementos pero reforzados. La liga no se cuarteaba nunca, el popote jamás se doblaba, el pasador era plateado y su filo resplandecía bajo el sol y cortaba una hoja de papel con sólo dejársela caer encima. Nunca nos confesó su técnica de armado. Tampoco reveló la forja del metal. Algunos especulamos que la afilaba con lima de tornero y que el popote provenía de una manguera hidráulica, además de que la ligota era más bien un pedazo de banda automotriz. Únicamente sabíamos que esa flecha salía disparada del arco de sus dedos hasta clavarse a metros de distancia en el lomo de algún perro salvaje. Fue así como el Mata Perros poco a poco fue ganándose su lugar dentro de la pandilla a pesar de que, zotaco, nos llegaba debajo del hombro.
También se reía mientras le contábamos cuanta chaqueta hacíamos con las revistas. Yo no era jarioso, pero los otros, tanto nuestros clientes como los que conformaban nuestro batallón, eran expertos en frotarse el bálano con Teatrical y meterlo en una dona de plástico; en enroscarse el calzón de la prima u olerlo mientras salía del cabezón una gota de semen que luego los cochinos probaban para saber si les gustaría comérselo a las muchachas que pronto se ligarían, y con quienes pondrían en práctica cada una de las posiciones sexuales de las porno.
Pero el Mata Perros se nos había adelantado. Aseguraba que su tía la veterinaria tenía una hija de nuestra edad, ¿Lulú o Rosi?, con quien jugaba al doctor y a la que le chupaba hasta los deditos de los pies. Cuando lo decía, yo imaginaba que le sabrían a queso de puerco. Jacinto tenía la idea de irse con ella a vivir a otra colonia o por lo menos a otra casa, porque el padrastro también le hacía lo mismo a la nena, y el Mata Perros estaba celoso. No quería que nadie tocara al amor de su vida. Por eso se enroló con nosotros, por el dinero para construir su reino.
El negocio de las revistas, de unos meses a la fecha, había crecido exponencialmente. Había varo de sobra. La demanda era tanta y el producto tan escaso que vendíamos por página en vez de ejemplares completos. Yo arrancaba las hojas y otro las doblaba en forma de avión o barco, procurando que las chichis y el monte de Venus de nuestras mujeres no se apreciara sino hasta deshecha la figura. La manufactura y la distribución eran fáciles. El dinero caía en forma, nadie se quejaba, todos estaban contentos y con pelos en la palma de la mano. El problema era que necesitábamos material suficiente para cumplir con la demanda, y la doña del puesto lo tenía. Ella y su perro.
Armamos un plan. Jacinto el Mata Perros se encargaría del animal mientras los demás huíamos con la caja de cartón hasta mi casa, en donde esconderíamos a las mujeres por un rato, dos o tres días, y las venderíamos cuando ya nadie recordara el hurto.
Votamos si el Mata Perros debía liquidar a la bestia o nada más domarla por las buenas, disuadirla del ataque. Ganó el pacifismo. Pero llevaría la ballesta de popote por seguridad. No correría riesgos. Conocía bien a los canes y sabía que algunos eran impredecibles, como los de raza mixta. Lo liquidaría si fuera necesario.
No lo pensamos más. La demanda pornográfica era insostenible. Además, el curso estaba a semanas de concluir y después de eso nos quedaríamos sin clientela, porque la próxima generación, la más grande, éramos nosotros mismos. El arriesgue consistía en que si los niños más chicos no gustaban de masturbarse tanto, tantísimo como los que ya iban de salida, el mercado eyacularía su extinción.
En ese dato pensaba yo cuando aquella tarde salimos por nuestras mujeres, así nos costara una mordida del Asesino, y la subsecuente rabia. Nuestro apetito era de vida o muerte. Debíamos ser valientes.
A una cuadra de distancia, el Asesino levantó las orejas. La mayoría de nosotros se quedó paralizada de temor. Sólo el Mata Perros caminó hasta unos metros entre el can y él.
La vieja se levantó de su silla. Tomó la escoba con que barría la banqueta y le pegó al perro. A ver, Asesino, quiero que empieces a gañir porque estos mugrosos quién sabe qué quieran, le dijo.
Yo y dos más, ¿Nachito y el Gordo?, seguimos al Mata Perros. La sombra de su cuerpo se alargó en el piso y lo imaginé como un gigante de tres metros de altura que llevara en la mano un báculo: la sombra del popote que serpenteaba sobre el pavimento.
El Asesino abrió el hocico. La baba se desprendió de sus fauces. La vieja fue a donde estaba el seguro de la cadena, se inclinó y dijo, liberándolo: Esto quieren, bestias, esto tendrán. Nos paramos en seco. El Mata Perros le silbó. El animal mostró el perfil en el que tenía cicatrices como si de pequeño su madre le hubiera mordido adrede el hocico, para hacerlo fiero, y curvó el lomo, desperezándose. El silbido fue también la señal para que el resto de los niños saliera tras los arrayanes del parque, tomara furtivamente la caja y huyera a mi casa.
La vieja los vio. Asustada, porque desconocía qué pasaba, tomó el florero con el clavel y roció al batallón a su acecho. En el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo, váyanse los diablos. Los chavos se nos quedaron viendo, a la espera de que les dijéramos si debían correr o aguantar el exorcismo.
El Mata Perros se acuclilló. Enseguida palmeó el piso. Venga, chiquito, calma. En ningún momento perdió de vista al Asesino, que se tendió apacible y sacó la lengua, mientras jadeaba acalorado. El animal estaba en paz.
Es todo tuyo, le susurré al Mata Perros. Sin embargo, él irguió el arco, enflechó el punzón en la ligota y se dispuso a dispararle. No voy a confiarme, cuchicheó, ¡agarren todo!, urgió a los niños.
Cuando Nachito y el Gordo saltaron sobre la caja, un gigantesco lobo color tabaco, o al menos aquella era la especie que dominaba su raza impura, le apresó con los colmillos la mano a Nachito, que gritó tan duro que hasta el carnicero de la esquina de enfrente, con el mandil embadurnado de sangre, salió del local con ojos abiertísimos. El perro arrastró al niño y lo metió entre los arrayanes y por allá escuchamos sus gritos, Déjame, Dios mío, déjame, súplicas que ascendían al cielo. El resto de nuestra jauría se dispersó, como chispas de agua en un comal ardiente.
Sin embargo, cuando ya se había echado a correr con la caja entre las manos, al Gordo lo alcanzó el Asesino. Le saltó al cuello y se lo apretó de tal manera que no pudo gritar. En sus ojos noté la parálisis de las pupilas y cómo algunas tiras de su cabello se revolvieron lentamente en el aire cuando el pitbull lo derribó y le escarbó el pescuezo con los dientes. El Asesino levantó el hocico. Un pedazo de piel humana colgaba de sus fauces. La sangre escurría por el pelambre claro. Las revistas habían quedado regadas en el suelo como un abanico de vaginas y pechos.
El Mata Perros estaba con el arco tendido pero inerte. ¡Haz algo!, le supliqué. Estiró la flecha y la disparó al lobo, que salía de los arrayanes. La punta se le clavó en un ojo con el chasquido de cuando se destripa una uva entre los dedos. El perro aulló, cayó de lado, se retorció hasta que el hijo de la mujer, que había llegado de improviso, le sacó el punzón. ¡Con que muy machos con sus pinches juguetes!, nos dijo. Yo me dispuse a pelear. No es cierto. Más bien, me eché a correr a la carnicería y me escondí detrás del refrigerador, con un ojo puesto en la calle y olor a manteca en la nariz.
¡Asesino!, ¡Lobo!, gritó el hombre y chasqueó los dedos. Ambos canes se le fueron encima al Mata Perros, que levantó las manos, queriendo defenderse. Resistió las fauces del Lobo, al introducirle los dedos en el hocico, sin embargo, en ese momento el Asesino le clavó los colmillos en la entrepierna y desgarró el short de Jacinto. El animal le apresó el miembro y los testículos y, tal y como los cocodrilos giran sobre sí mismos para cercenar un trozo de carne, se retorció y le arrancó los genitales. Las clientas de la carnicería y el mismo carnicero corrieron a echarles huesos crudos a los canes, para que liberaran al niño. Las bestias lo hicieron.
Tras la lucha, el hijo de la voceadora le pasó el brazo por encima del hombro a su madre. Después se acomodó la playera, que por un instante dejó a la vista sus cicatrices, como salpicaduras de ácido en el abdomen. Luego se limpió el sudor de la frente monstruosa, con chipotes antiquísimos.
En el pavimento, bocarriba, quedó el cuerpo de Jacinto cubierto con sangre, sitiado por nalgas de mujeres y uno que otro rayo luminoso que repercutía sobre el papel bruñido de las portadas.
Cuando nadie les ponía atención, recogí las revistas y, al día siguiente en la escuela, le regalé una a quien me lo pidiera.