Guadalajara, Jalisco,1985. Su libro más reciente es Sal de ahí (Sombrario Ediciones, 2022).
Me siento muy honrada de compartir con ustedes unas palabras a modo de presentación para el título Donde no hubo sutura de la autora Dánivir Kent, libro que, digo con total franqueza, desde la primera lectura me hizo girar obsesivamente como un halcón hambriento sobre una presa desafiante, sobre ideas apetecibles y radiantes y escurridizas, mientras recorría el espléndido paisaje, que supo iluminar a detalle, con su selecta gama de palabras y una nutrida paleta de emociones.
En Donde no hubo sutura, una voz contemplativa y sutil comienza el libro, murmura, nos induce a las delicias de la abstracción. Como si se tratara de un gentil acondicionamiento a nuestras dotes perceptivas, el primero de los siete apartados titulado «Materia viva: flor que arde sin cauterizar», lleva la consigna de un profundo preámbulo, prepara al lector para ponerlo en fase, dejarlo al punto, reducir su desventaja en este desafío que implica la poesía. «Golpe de silencio sobre la piedra».
Al avanzar, paciente alud en formación, tormenta que se aproxima en el desierto, la voz poética se expande y toma fuerza mientras masculla en otro plano. Conversaciones ocurren «A ras de la memoria», nombre que enmarca la segunda sección donde el polvo y la placenta se van aglutinando, por decirlo así, en una misma esfera vivaz y marchita como el mundo que habitamos.
Dánivir compone con agudeza sus nítidas e inquietantes imágenes: «Hay buitres que entierran sus huevos en la ceniza de un volcán extinto, para que el vientre de la tierra incube los frutos emplumados de la muerte».
No es de sorprender que más adelante en «Desde ninguna hoguera» tendamos a reconocernos como los productos de esa incubación, cosechas de la necrogranja entre las tripas de La Ciudad, ese órgano volcánico donde «A ras del suelo la sangre, tira de nosotros» y «el dolor punza, entre nadie y todos».
Es aquí, en este espacio doliente del libro cuando comienza la fractura, se agrieta la crisálida y la voz, prepara una nueva elevación del canto. «En el amor que nos inventa y nos falla, no somos nada, sólo la sombra de una palabra hermafrodita, inaudible, que nos fecunda, nos mata y nos vuelve a engendrar».
Se despierta en esta sentencia una intuición de especie que nos enlaza, emerge un papel de confidencialidad «Con el espejo de tu sed», un yo poético que se explora asistido por el otro. Los personajes invitados a cada poema; a quienes se rinde tributo y a través de los cuales, paradójicamente va tomando volumen y dimensiones humanas aquel yo; están retocados por la sofisticación. Así por ejemplo, los esfuerzos discursivos de un conductor de taxi nos llevan sin alejarnos de un destino particular, la intimidad de dos luciérnagas que son los ojos de la abuela: «Los ojos del interior que ven siempre más de lo que miran, miran, pero no retienen». De manera similar, la evocación de un libro de Ocean Vuong, o, aún mejor, la evocación de un misterioso poema de Ocean Vuong nos congrega a un episodio de delicada, quiero decir sensible fraternidad, dibuja una tarde precisa en el tiempo, con un ser querido que dejó su vida no hace mucho en las profundidades del mar, pero antes dejó en la memoria de fuego de nuestra poeta el rumbo abierto de un mapa difuso, contenido a la letra, en su doble homenaje.
Es aquí también, en este cuarto canto, el de la sed, que se alude a «un letrero clavado a la sombra en una isla lejana», hoy, que aparentemente hemos entendido con qué fino utensilio se sostienen las palabras para llevarlas a la boca, aún somos llamados a consagrar nuestra identidad y servirla higiénicamente sobre la mesa del juicio. La poesía de Kent, señala esa inconsistencia, ese recaudo de prejuicios en el que se han sumergido tantos cuerpos como panes a lo largo de los siglos, esa pesada nata que inmoviliza y que enferma al deseo, un calducho puritano que debiera hervir frente a todos hasta requemarse.
De nuevo, no es extraño que se nombre aquí el aroma de la revolución o se vea involucrado un cuadro de Zao Wou-ki, las consideraciones hacia una pugna por lo humano, forman una larga lista de lenguajes, entre ellos, una conquista: el beso al que se entregan libres, dos mujeres.
«Un relato se prolonga», es entonces que volvemos, como barca que ha sorteado el set violento de las olas y ahora se mece, cada vez más suave, con el corazón todavía agitado pero de retorno ya hacia la serenidad.
Una vez junto al fuego, saludamos el recuerdo de unas manos que le dieron crianza, regresamos a la cocina con olor a barro allá o aquí en la infancia, improntas como las de «un corazón de leche palpitando» o la leche del invierno sobre el Iztaccíhuatl.
La voz, que ha alcanzado el arte de la madurez ahora nos sosiega, pero no sólo eso, también evoca un terso y refinado erotismo, dueña de su contraste, sabe de la riqueza suministrada por el matiz, «caracol que desliza ciego por tu piel, como si estar adherido a ti lo contagiara con un veneno dulce, manso, con un veneno bueno». «Tu mirada hace lo mismo conmigo que el agua en la piedra, me abre, me horada, me atraviesa, me rompe con sus múltiples, simultáneos instantes de luz».
Así llegamos a la «Espora del aliento», como todo lo que es sensualidad en esta sinfonía poética el cuerpo es un ente que desborda misticismo, aromas de saliva y sudor como olas que se bañan mutuamente, preguntas infinitas, huellas de tacto y orquídeas. «El resto es eco, baldío y desnudez, el canto de un pozo: la salida del mundo».
En «Otra Isla», finalmente se ha cumplido el plazo y ha llegado el polvo del desierto, los ojos se cierran para engendrar adentro su propia luz, va adelgazando la hebra de la voz hasta devolveros a nuestro propio cuerpo, a nuestra blanca tiniebla, dejando abierto y resplandeciente el asombro, donde no hubo sutura.
Donde no hubo sutura, de Dánivir Kent. Mantis Editores, 2024.